Los maravillosos olores de la vida
12/1/2017
1. ¿Qué pasa Marcial?
Desde Chihuahua a Ciudad Juárez, todo el pinche camino completito, las manos le vinieron oliendo a muerto, le apestaban a difunto. Por más que encabronado se las llenó de colonia de azahares de Sanborns, se las lavó con tequila La Herradura y meó en ellas, ya desesperado, a la altura de la ciudad más fea del norte de México, Villa Ahumada.
Lo peor es que ni muerto había. Aunque estaba convencido de que eran las manos, angustiado, se detuvo en una gasolinera a mitad del desierto, buscó en la guantera un gato muerto, levantó los asientos delanteros y terminó abriendo la cajuela de su datsun, sólo para descubrir lo que se podía prever: que estaba completamente vacía.
Se reportó a su jefe de grupo guardándose mucho de decirle la verdad: mucho menos lo de la peste en las manos, porque iban a pensar que se había vuelto un pobre puto culero, que vivía espantado y por lo tanto que como policía judicial era absolutamente reemplazable.
El jefe lo miró desde arriba: la cachucha de los dodgers y la greña salida, bajando despacito por el chaleco bordado, el cinturón de gran hebilla hasta llegar a las botas vaqueras y luego lo mandó a un rancho de forraje, a verificar los números de serie de las trilladoras, porque supuestamente el propietario se las había comprado a un traficante nuevo que no estaba en la jugada.
Marcial llevaba sin dormir dos días y bacha por culpa de un trabajo que no había salido, estaba obsesionado por el extraño olor que salía de sus manos y por tanto empezó mal en aquella historia. En lugar de mirar los números de serie, acusó de entrada al ranchero de usar las trilladoras para recoger una inexistente cosecha de mota, siguiendo la práctica habitual de primero acusar y luego averiguar. Se hizo de gritos, rompió una jarra de agua de jamaica, tiró al suelo una fuente de tacos dorados, le rompió la mandíbula a la esposa del ranchero de un cachazo de pistola cuando protestaba, y amenazó de muerte a los dos chavos si su padre no le decía dónde estaba el plantío. Uno de los chavos se cagó, el padre trató de meterle a Marcial un fierrazo con un cuchillo de cocina, y éste le voló la cara de un tiro…Total, un pinche desastre.
De regreso, las manos le seguían oliendo a muerto. Se pasó por la oficina de la policía judicial federal, pero su jefe no estaba, y debieron verle cara de muerto, porque lo mandaron a dormir. En el hotel Sarita, en la zona roja de Chihuahua, donde llevaba una semana durmiendo, se pasó la primera mitad de la noche frotándose las palmas de las manos con maestro limpio, fab de limón y lavamatic, pero ni así. Los vapores de los detergentes lo empedaron peor que una botella de brandy. Hacía mucho que no había estado tan borracho y la cama se le movía de aquí para allá. Un cristo con mano rosa lo miraba fijamente desde la pared. Se movía tanto que rápidamente lo identificó como un cristo trapecista. A las cuatro de la mañana, mientras vomitaba creyó escuchar cómo en la tele hablaban de él, lo mencionaban por su nombre (emperador romano maricón que…), en un programa gringo de concursos para desvelados. Eso le dio más miedo.
Desayunó con su jefe de grupo en Las Cazuelas, huevos rancheros para el jefe y tres cafés negros para él, mientras reportaba el enmierde que había hecho en la casa del ranchero de las supuestas trilladoras de los mariguaneros, que no era mariguanero, pero que igual lo dejó jodido allá por Ojinaga.
El jefe le explicó pacientemente que hay ocasiones en que salen bien las cosas y otras en que no salen. Que así es esto, que a veces sí, y a veces tampoco. Y a media conversación le preguntó: "¿Qué tanto te andas oliendo las manos pinche Marcial? ¿Te huelen a mierda o qué?"
Para cambiar de tema, Marcial se ofreció para hacer una talacha en una colonia de las afueras de la ciudad, donde en las noches los pájaros se estaban cagando de pie por el pinche frío, y ahí hacer unas rondas nocturnas, unas guardias para encontrar a un tal Demetrio, del que andaban diciendo que era medio hermano del Roñas, quien a su vez tenía una orden de búsqueda y captura por matar a un judicial en Nogales. Un trabajo nocturno que nadie quería hacer. El jefe lo miró de lado, como sospechando.
Desesperado, Marcial Cirules Marulán, agente de la policía judicial federal, de 35 años, hijo de Elvira y de Gastón, nativo de Tepic, Nayarit, divorciado, se detuvo en una gasolinera a la entrada de la avenida Revolución y se regó las manos con gasolina de la bomba. Le echó tal mirada al despachador que a éste se le frunció el culo, y ni se le ocurrió musitar palabra. Frotó las manos y luego las limpió bien a bien con estopa que un chavito le alcanzó.
Le dio mil pesos al escuincle por la estopa, pero el olor seguía ahí, de manera que encendió un ronson de oro que se había robado de un difunto, muerto en un asalto, y, en lugar de fumarse un marlboro, se encendió la mano izquierda. No ardió mucho. La estopa había quitado bastante gasolina.
Una ambulancia de la cruz roja lo recogió del suelo de la gasolinera media hora después. No sólo tenía la mano quemada, también fracturada la clavícula izquierda y dos costillas, porque cuando estaba tirado en el suelo chilloteando por el dolor de la mano, se le acercó un cabrón que no alcanzó a ver, pero al que seguro le debía algo, y le metió varias patadas por la espalda.
Le dieron veinticinco días de incapacidad laboral en el Seguro Social, y su jefe de grupo ni le quería hablar cuando se reportó. Nomás le dijo: "Quita de ahí, pendejo. Ni me mires, güey".
De ahí que la vox populi comenzara a llamarlo "El Mano Santa", "El Mano Negra", "La Manita Chaquetera", y la anduvieron botaneando conque le quiso tapar un bostezo a un tragafuegos. Él ni se inmutó. Bastante mosqueado estaba conque las manos ahora le estaban oliendo a muerto y a mierda y a tatemadas al mismo tiempo. Todo el rato andaba con un inhalador pegado a las fosas nasales, dizque porque tiene asma.
2. La Bruja.
Si en su casa la televisión estaba permanentemente encendida era para matar la soledad, no porque conjurara espantos. Ella no creía en esas cosas. No gastaba mucha luz. Según le habían dicho en el banco, gastaba más luz una plancha eléctrica, un refrigador que no estuviera bien sellado, un calentador eléctrico.
No le importaba el canal. Cuando pasaban meses y se aburría de los rostros de los comentaristas de los noticieros, de las series repetidas, los cómicos, las telenovelas, simplemente cambiaba a otro, al siguiente. Tampoco le importaba lo que decían. Tenía la televisión encendida a bajo volumen para que no molestara a los vecinos, sobre todo en las noches.
Y entonces, se preguntaba, ¿si la quiero para matar la soledad, por qué la dejo encendida cuando estoy fuera de la casa? Para eso, para matar la soledad cuando no estoy y que haya menos soledad cuando llego, se respondía.
Pero no era para hacer conjuros para lo que la televisión se mantenía permanentemente encendida en el hogar. Para hacer magias se necesitaban imagénes inmóviles: dibujos, pinturas, fotografías, recortes de periódico, actas de nacimiento, certificados de secundaria. Por lo menos ella necesitaba eso, no podía actuar con cosas que se le movían.
Helena trabajaba en un banco como cajera y cuidaba niños gringos en un hotel, sábados y domingos, para que los padres pudieran salir de farra. Con eso la iba librando en medio de la crisis, y los desamores. La brujería era, ¿Cómo decir?, un pasatiempo, una distracción. Y no podía hacer mucha brujería al mismo tiempo, tenía que concentrarse, amarrarla, fijarla. Últimamente aunque sólo tenía cuatro en progreso, una no le estaba saliendo bien. Tenía la de dejar mudo al perro, la de seducir al hermano del gerente, la del judicial para que le olieran las manos a muerto y la de que ganara mucho dinero doña Elisa, la de la tienda de la esquina.
Quizá la última fallaba porque era abstracta, ambigua, porque ¿cómo se gana mucho dinero? Estaba pensando en cambiarla por otra, por ejemplo, una en la que todos los que entraran a la tienda le pagaran a la vieja con billetes de diez mil pensando que eran billetes de cinco mil, pero siempre se corría el riesgo de que doña Elisa los corrigiera y les diera bien el cambio.
También estaba el problema de la precisión. El perro había estado mudo un rato, pero luego había empezado a balar como borrego, y el hermano del gerente una vez se había bajado el zíper de la bragueta enfrente suyo, y costó un demonial convencerlo de que no se podía coger a la cajera de una institución bancaria decente a las once de la mañana en la sucursal Reforma del Banco Internacional de Chihuahua, con unos posibles mirones como público. Lo del policía parecía ir bien, porque el tipo iba al banco con guantes y a cada rato se sobaba una mano con otra y se rascaba.
¿Si iba bien, por qué quería El Enano cambiarlo?
3. Los designios de El Enano
¿Puedes hacer que los demás sientan el olor que él siente? ¿Que los demás le huelan las manos gacho? Hasta desde lejos -preguntó El Enano.
-No sé, espera…Creo que no. No, no puedo -respondió Helena-. Sólo se las puedo oler él…Es mejor, ¿no?
¿Cómo se puede quitar algo que sólo él siente? ¿Qué va a hacer? Ir al médico y decirle: "Fíjese que me apestan las manos a muerto, vea". Y el otro huele y nada…
Helena se estaba peinando su larga melena negra. Cuando no traía los lentes de fondo de botella era maravillosa, una belleza. ¿Por qué no se cura la miopía?
En Cuba hacen la operación. O que se haga magia, se dijo El Enano contemplando cómo el cepillo subía y bajaba deslizándose hasta el borde de la espalda.
-Eres una bruja de segunda- dijo El Enano.
Helena adivinó por dónde venían los tiros y respondió otra vez, como las mil veces anteriores, la pregunta no hecha:
-No, no puedo hacerte crecer. Puedo hacer que otros te vean más alto…No sé, diez centímetros, doce a lo mejor.
-No sirve.
Helena se miró al espejo y sonrió.
4. Quieto, Marcial.
Durante las últimas horas de la noche, el olor parecía surgir de sus manos y extenderse por el cuarto, impregnando las paredes, las ropas de la cama, la pantalla de la televisión. Al amanecer el olor cedía un poco y Marcial podía dormirse un rato.
¿A quién había matado él que le había dejado el olor detrás?, se preguntaba en las mañanas desesperado. Había matado a una docena de cristianos, a más, si contaba los que se le murieron sin dejar el cuerpo, los que murieron una semana después, lejos de él, con un balazo en la pierna a mitad de la sierra de Chihuahua. Había matado a tres mujeres y a una vieja, había matado a un indio tarahumara y al gerente de una fábrica de quesos. Había matado nomás por matar, porque el que es más cabrón mata de vez en cuando para que se sepa que puede, nomás para guardar la fama; había matado en peleas de borrachos y en trabajos sucios y menos sucios de la policía. Había matado a competidores de un narco por encargo, y había matado por accidente. Era su trabajo, ¿no? Entonces, ¿por qué chingaos uno de los muertos venía de regreso con el pinche olor, a estarlo chingando? Había sido suerte, como la ruleta. También lo podían haber matado a él, ¿no?
Cuando se presentó el viernes a ver a su jefe, tras un fin de semana de terrores en solitario, tenía los ojos amoratados, un fuerte temblor en las manos y un mirada huidiza.
-¿Qué chingaos te está pasando Marcial? -preguntó el jefe mirándolo con cuidado.
Marcial se preguntó si el otro no tenía su mismo problema y ya se había acostumbrado, porque aquel hijo de la chingada había matado más que él, había hecho mil chingaderas más que él, había marraneado toda su vida, mucho más que él. A lo mejor el jefe también olía a muerto pero ya se había acostumbrado.
Olfateó con cuidado.
-¿Qué chingaos me andas oliendo, güey? ¿Te estás metiendo algo en el cuerpo, pendejo? ¿Te estás inyectando alguna mamada?
Marcial negó con la cabeza.
-Es que tengo catarro, una pinche gripa bien culera.
-Si sigues de raro te voy a correr, güey -dijo el jefe. Luego lo contempló atentamente, decidiendo si aún le daba confianza.
-Te me vas a vigilar el Hotel Luna y si ves a este cuate, lo detienes -dijo tirando una foto por encima de la mesa-. No te lo vayas a echar pa'lante, nomás lo traes, es un cuate que le debe dinero a un amigo de un amigo…
El Enano estaba en la puerta de la oficina haciendo lo que hacía normalmente, limpiando botas y zapatos.
Cuando Marcial pasó a su lado le soltó una patada en la espalda. El Enano le sonrió.
Rondó por las afueras del Hotel Luna esperando al tipo, un hombre alto de pelo canoso, bien vestido. Después de un rato de dar vueltas por el estacionamiento, entró y terminó encontrándolo en el restaurante, desayunando unos huevos con machaca. Fue directo hacia él.
-Perdone, licenciado, ¿podría acompañarme? -dijo mostrando la placa.
El otro lo miró fijamente.
-Dile a tu jefe que cuando yo quiera paso a verlo, que no me ande con mamadas.
El olor subía profundamente desde las manos que Marcial prudentemente había escondido en los bolsillos. Quizá por eso en lugar de dialogar, sacó la mano derecha del bolsillo y le soltó tremenda bofetada al personaje. La cabeza campaneó y el tipo escupió un diente junto con los huevos que estaba comiendo. Luego metió la mano a la funda sobaquera y cuando tenía la cuarenta y cinco a medio sacar Marcial le metió dos tiros en la cabeza.
Los parroquianos del Hotel Luna se habían tirado bajo las mesas y se escuchaban aullidos aquí y allá. Marcial miró el desastre: la sangre que brotaba de los restos de la cabeza del personaje, la mesa caída. Caminó sin saber dónde y se encontró en la cocina del hotel. Ahora olía a muerto por todos lados, pensó Marcial, tratando de salir de allí. A lo mejor el olor se quedaba ahí adentro. Ya no lo perseguiría. En el patio uno de los clientes estaba vomitando. Marcial se olió las manos. La peste a difunto era aún más fuerte. Caminó hasta un pequeño jardín frente a la puerta principal, tomó un machete que estaba clavado en la tierra al lado de un rosal, apoyó la mano izquierda sobre la cajuela de un ford y se la cortó de un tajo.
5. La Bruja.
La bruja se puso una minifalda verde y una blusa turquesa, y salió a los cuarenta grados a la sombra, dispuesta a no dejarse derrotar por el calor.
El Enano la estaba esperando en la puerta del banco.
-Se murió ese hijo de la chingada.
-Ni modo -dijo ella-. Ya le tocaría la suerte.
-¿Y ahora que sigue?
6. Olor a muerto.
Cuando el jefe de la Policía judicial del estado de Chihuahua, un tipo alto, elegante, y de sienes canosas, que había asesinado a seis inocentes en los últimos tres años y ganado medio millón de dólares limpios trabajando para unos narcos de Houston, salió del despacho del gobernador percibió el olor a muerto en torno suyo. Había perdido quince minutos explicando por qué un pendejo agente suyo había matado al jefe de los policías estatales del estado vecino. Nuevamente el olor llegó hasta las ventanas de su nariz como una oleada fétida. Miró alrededor antes de subirse al coche sin hallar nada excepcional, pero el olor a muerto se intensificaba cuando arrancó la camioneta. Puso el aire acondicionado. Eran las manos. Eran las manos. Retrocedió en el pensamiento unos instantes y sólo pudo recordar haberle estrechado las manos a dos personas, al mismo gobernador y al jefe de prensa. ¿Le habían contagiado algo esos culeros? Levantó las manos del volante y aspiró creando una cueva con las palmas en torno de su nariz. ¡Olía a muerto, carajo!