El otro
18/8/2016
Solo volteó una vez. El otro continuaba allí. De pie. Con las manos en la cintura y el rostro vuelto hacia arriba, para que el sol lo calentara y le hiciera sudar esa rabia sosegada y enorme que le cercenaba los huesos desde adentro.
De cierta forma lo entendía. Le había espetado aquello sin preámbulos, y ahora mientras caminaba hacia el bayo que permanecía ensillado junto a la ceiba, pensaba que tal vez hubiera sido mejor contarle lo de las visiones días atrás, desde las primeras, aunque en ese momento no estaba del todo convencido (o quizá si lo estaba, pero se aferraba a creer que eran solo coincidencias que desaparecerían de la misma manera en que habían comenzado) y después ya no tuvo suficiente valor.
El sonido de la yerba seca bajo sus botas iba haciéndose más ligero a medida que se acercaba al animal. Al llegar le pasó una mano por la crin. Iba a acariciar también al pinto que se hallaba muy próximo, pero su mano se detuvo en el aire con esa decadencia prematura de los gestos prohibidos, no porque presintiera algún peligro o escuchara gritos, sencillamente un detenerse por respeto, consideración al otro.
Llevaban semanas cabalgando juntos. Animándose mutuamente después del armisticio pactado en el Zanjón. Durante ese tiempo aprendieron a respetar las costumbres y el silencio del otro, a solo intervenir cuando fuera necesario y a no estorbarse. Por ese entonces aún no habían aparecido las visiones, y desconocía que pagaban cien pesos por la cabeza de los que se negaron a deponer las armas, que tenían una cuadrilla siguiéndoles el rastro y que la única columna mambisa, la de Maceo, se hallaba a doscientos kilómetros.
Aquello de las visiones le había surgido de la nada. La primera fue una tarde mientras almorzaba plátano hervido con canchánchara, y luego se sucedieron sin horario ni razón, precedidas por un efímero estertor y solo relacionadas por la presencia irremediable de uno de los dos, o incluso ambos, envueltos en esa nitidez donde hasta los olores se volvían casi palpables, como si el mundo real no fuera el que lo circundaba; sino el otro que por un momento se abría en hilachas bajo sus párpados.
Desde que tuvo conciencia de lo infalible de sus visiones, había intentado en suficientes oportunidades aprovechar esa ventaja como para cerciorarse de que era inútil. Todavía llevaba con cierto escozor en el recuerdo, la vez en que intentó evitar las diarreas que padecerían si tomaban una sopa de boniato, y valiéndose de un intencionado descuido tropezó con la lata casi llena del líquido hirviente y amarillo, derramándolo sobre la yerba entre un vendaval de blasfemias proferido por el otro, solo para que unas horas después casi se deshidrataran los dos por causa del mal de estómago…
Subir al lomo del animal le costó más trabajo que de costumbre. Una vez arriba, se vio obligado a sujetar con fuerza las bridas para evitar el corcoveo de la bestia, acostumbrada de antemano a emprender el trote en cuanto alguna pierna le rozara la grupa. Continuó un momento así, sumando a horcajadas sobre la bestia todo el peso de aquella sórdida opresión que le entorpecía los movimientos. Luego se acomodó el sombrero de yarey, golpeó levemente con el talón de sus botas e hizo voltear al caballo.
Aún alcanzó a ver al otro. Seguía de pie, con el dorso un tanto inclinado hacia adelante. Por un momento pensó en luchar, desafiar la cordura que pululaba en aquella inmediatez y que finalmente lo obligó a desechar la idea. Así como la había rechazado un rato antes, al recobrarse de la última visión, cuando su miedo a hablar sobre ellas se transformó en una convicción efervescente que le había apurado las palabras, mientras en el rostro del otro se iban acumulando las arrugas como si de pronto envejeciera treinta años; pero sin interrumpirlo. Ni siquiera cuando le contó, con su voz y con sus manos que se abrían y cerraban intentando sujetar los pliegues invisibles de la emboscada que preparaban los de la cuadrilla, y de la que únicamente él (aunque fuera el menos indicado de los dos: apenas sabía usar el machete colgado de su cintura) podría escapar, o cuando dijo lo de continuar solo en busca de la columna de Maceo, porque eso de andar con muertos lo aterraba, y aunque sabía con seguridad los días faltantes para que sucediera, ya era incapaz de mirarlo a la cara sin pensar que tenía uno en frente.