Cortes y puntadas
23/6/2016
Un apartamento ordenado, limpio y bien iluminado
—¿Tacos con chile? No me jodas, huevón —dijo El Mexicano luego de bajar el volumen del televisor de la sala de aquel pequeño apartamento.
Se quitó la manopla, con el pañuelo limpió la sangre. La guardó en el bolsillo trasero del pantalón.
Miraba los nudillos de su mano derecha. La abría y cerraba.
—¿Alguna vez probaste esa mierda? —dijo.
El televisor estaba encendido. El VH1 transmitía el concierto de un cuervo que se hacía llamar Marilyn Mason; era en realidad una bandada de cuervos perpetrando, frente a miles de almas en pena, algo conocido como rock.
El Mexicano limpió las pequeñas cortadas en sus nudillos con el pañuelo, luego las humedeció con la punta de la lengua.
—Ese picante es lava de volcán. ¿Alguna vez comiste algo con salsa de chile? —dijo.
Alguien me había dicho que ese cuervo de Mason se hizo quitar un par de costillas para poderse mamar él solito la verga, y que su nombre era la combinación del de dos iconos: el de una rubia platino y el nombre de un mítico asesino en serie.
El Mexicano revisó la solapa de su camisa. Tenía una pequeña mancha de sangre.
—Hamburguesas doble carne y Pepsis… Debes apostar por lo seguro. Si quieres, ponle picante a la tuya, allá tú con las hemorroides.
Asentí.
Un tipejo como aquel rockero de ojos con rimel negro había sido pareja de una actriz porno. Se llamaba Dita. Recuerdo las tetas y la cara y las caderas de aquella mujer, pero no su nombre completo.
El Mexicano mojó con saliva la punta del pañuelo y trató de limpiar la solapa. Sabía que no tenía sentido hacerlo, pero lo intentó un par de veces más.
—Qué más da. ¿No parece salsa de tomate? —miraba la mancha en su camisa.
No parecía precisamente tomate, pero terminé diciéndole que sí.
Y tiró el pañuelo.
Apagué el televisor. Decidí caminar por el apartamento. Se veía ordenado, limpio, bien iluminado.
—Enciéndelo, cabrón. ¿Tú eres el que paga las facturas?
Intenté sonreír. Pero solo conseguí hacer una mueca. Tomé el mando y volvió a aparecer en la pantalla la bandada de cuervos.
El Mexicano se agachó para recoger el pañuelo. En cuclillas se acercó al hombre que yacía desmayado en la sala de aquel pequeño apartamento. Le limpió el rostro con el pañuelo. Sacó entonces una navaja.
—Espérame en la furgoneta —dijo.
En la sala había solo una foto enmarcada: un adolescente con una gorra de béisbol junto a la del hombre tirado en el suelo. Los dos sonreían. En resumen: decoración austera sin eso que llaman toque femenino.
Miré a El Mexicano. Al compás de una tonadilla su dedo índice tocaba los ojos del hombre. Era una de esas tonadillas usada por los niños en sus juegos para elegir, como en Las Escondidas, quién de todos será el afortunado y cargará con la parte más tediosa. Su dedo índice quedó presionando el ojo derecho del hombre.
—Hijo de la chingada, ¿no te dije que debías esperar en la furgoneta? Por cierto, las gaseosas y las hamburguesas van por mí.
Asentí.
Miré al televisor. Marilyn Mason se desgañitaba en el escenario. Las miles de almas en penas chillaban en su honor.
Louis Armstrong no es Dios
—¿Estás apurado? Debo ir al Barrio Chino, necesito ver a alguien… Solo me tomará unos veinte minutos… ¿Tendrás algo que hacer en la tarde? Necesito que seas mi taxista —dijo.
Encendió la radio de la furgoneta: Noticias, ruido de la estática, rap, tech mex. Ruido, música country.
El Mexicano nunca se había desviado de la ruta con la furgoneta cargada de mercancías; además de su decisión de ir al Barrio Chino, contrario a su costumbre fregó el Ford antes de vaciarlo.
¿Por qué debía preocuparme? El Mexicano movía despacio la aguja del dial: pop, más pop, ruido de la estática. Pop, noticias, más pop. Ruido. Parecía que estaba intentando abrir una caja fuerte. Jazz, ruido de la estática. Y eligió una emisora. Transmitían jazz.
—¿Sabes quién es ese?
—Dios… Creo que es Dios —respondí.
Subió el volumen y me dio un pescozón.
—No blasfemes, cabrón. Es cierto, es más que un negro soplando una trompeta, pero Louis Armstrong no es Dios.
—Pensé que solo escuchabas rancheras.
Hizo un gesto de negación. A veces este tipo me sorprendía.
—Necesito ver a alguien… Solo me tomará unos veinte minutos.
El Mexicano necesitaba solo veinte minutos y yo tenía libre toda la tarde y la noche de aquel domingo. Me encogí de hombros. Puse el indicador para tomar derecha y desviarnos hacia el Barrio Chino
—Por cierto, te he visto en El Albatros con esta chica medio ida —dijo.
Lo miré.
—Ya sabes, cabrón, esa chica que solo sabe tomar café y escribir.
Asentí.
—¿Qué carajo te pasa? ¿Estás molesto por el desvío? ¿O crees que es cierto que Louis Armstrong es el más grande? ¿Te dijeron que ese negro trompetero pudo sacar vino de su ombligo y multiplicar panes y pescado? —miró hacia la acera: un par de mujeres vestidas muy corto, de blanco y tacones, caminaban en dirección contraria a la nuestra.
—Nunca nos habíamos desviado con toda la carga encima. Tú sabrás… Eres el que manda.
—Y el que paga, hijo de la chingada.
Después de los comerciales el locutor comenzó a desvariar sobre el tema Ella Fitzgerald y Louis Armstrong.
—No está loca y parece una buena chica. Se llama Amanda Carver. ¿Te parece una locura escribir y tomar café? —dije.
—¿Qué carajo sabes tú de la vida de esa mujer?
Carraspeó, lanzó un escupitajo por el hueco de la ventanilla.
Bajé el volumen de la radio. Cambié a la Fitzgerald y a Armstrong por unos viejitos cubanos. Los conocía. Había visto el documental del tal Win Wenders. Al parecer, este tipo listo había sacado del baúl de los recuerdos a una decena de ancianos.
—¿Acaso me quieres decir que esa demente es una buena chica? Pues dale un pase de agua y detergente a tu ojo de cristal, esa mujer casi hornea al marido… Al menos eso es lo que dicen —abrió la guantera y sacó un peine—. ¿Qué carajo es eso? —con el peine señalaba a la radio.
—Buena Vista Social Club… Es una banda de viejos. Son cubanos, se estaban muriendo de hambre y ahora se escuchan en medio mundo. ¿Dices que casi hornea al marido?
El Mexicano terminó de peinarse y guardó el peine en la guantera.
—Todos los cubanos se están muriendo de hambre. Todos los cubanos tocan maracas y tambores —subió el volumen de la radio—. Casi todos los cubanos quieren largarse de Cuba y todos bailan salsa… La mitad de los cubanos aman a Castro y la otra mitad lo odia. Y para que sepas, el mulato medio cocinado por la tal Amanda era un cubano que se largó de Cuba en una chalupa. De vez en cuando se pasaba de tragos y al llegar a su casa molía a palos a esa mujer.
Comenzó a dar golpecitos sobre los muslos. Intentaba seguir el ritmo de la percusión.
—Se salvó de puro milagro, dicen que quedó hecho una fritanga —dijo.
—¿Y qué pasó con el tipo?
Apagué la radio.
—¿Por qué lo hiciste, cabrón?
—¿Qué?
Semáforo en rojo. Activar el indicador izquierdo. Esperar la verde para desembocar en el Barrio Chino.
—La radio, cabrón… ¿Por qué carajo la apagaste? No te pases de listo.
—Me vas a volver loco con esa rumba de mierda. ¿Qué pasó con el cubano?
Sonrió.
—Te gustan las telenovelas —me dio unas palmadas en el hombro—. Ya sé por qué estás cabreado. Te quieres chingar a la vieja.
Había olvidado la dirección del apartamento y le volví a preguntar. Debíamos llegar al centro mismo del Bario Chino. Era un infierno conducir por aquella zona.
—Lo metieron en una de esas granjas para locos, se dice que por un poco de lana un psiquiatra determinó que las quemaduras fueron no más que por puro desequilibrio mental —sonrió—. Lo declararon alcohólico… un simple accidente por una buena borrachera. Ella lo visitaba… al marido. Eso dicen. Ya sabes cómo son los chismes. Y un buen día el cubano amaneció muerto. Sobredosis de barbitúricos.
—¿Y por qué no está presa si le prendió fuego al marido y además lo envenenó?
Debíamos parquear en la cuadra siguiente. Aquella avenida era un infierno. Autos, gente caminando en todas direcciones, tiendas, cafeterías, restaurantes, chinos queriéndote adivinar el futuro, pagodas, sex shops, tiendas de animales, farmacias, quincallas, librerías y papelerías, mercados.
—Según el jurado el cubanito tuvo muy buena suerte con su segundo intento de suicidio. El tipo fue juntando los comprimidos y se los tragó todos. El jurado falló a favor de la mujer y desechó los rumores. No me preguntes cómo… Tu Amanda se libró del cubano. Eso es solo obra de Dios.
Guiñó un ojo. Sonreía.
Encontré un sitio y pude estacionar la furgoneta.
—Espérame aquí —dijo.
Sonreí.
—Mejor me voy, descargo la mercancía y regreso por ti. No me da ninguna gracia que le metas la verga a una mujer y yo esperando a que te corras como un cerdo.
Hizo un gesto de negación:
—Tiene que ver con una mujer pero se trata de otro asunto. Deberías quedarte… Pero vamos si quieres, uno nunca sabe…
Lo miré a los ojos.
—¿Qué pasa? ¿Ahora te me rajas?
Me encogí de hombros. Pero abrí la puerta del van.
Tras cerrar con llave activé la alarma. Al darle alcance le dije a El Mexicano: “¿Acaso tu Dios puede perdonar a esa mujer?”
Me dio unas palmadas en la espalda y puso su mano en mi hombro:
—Escucha esta parábola: A los antiguos habitantes de tu santa tierra los aborreciste por sus prácticas odiosas, por practicar la magia y otros actos perversos, por matar sin compasión a los niños, y por comer en sus banquetes vísceras y carne y hasta sangre de seres humanos. A ellos, que practicaban tales ritos, padres asesinos de criaturas indefensas, decidiste eliminarlos por medio de nuestros antepasados, para que esta tierra, la más preciosa para ti de todas, pudiera recibir al pueblo de tus hijos.
Se detuvo. Estábamos frente a un edificio de ladrillos. Con un gesto me indicó que debíamos entrar y subir.
Teníamos que tomar las escaleras, llegar a la cuarta planta y buscar el apartamento 48-A.
—Pero aun de ellos, por ser hombres —dijo—, tuviste compasión: como vanguardia de tu ejército, les enviaste avispas para que acabaran con ellos poco a poco. Hubieras podido, en batalla campal, poner a los impíos en manos de los justos, o aniquilarlos en un solo instante por medio de fieras salvajes, o con una severa orden de mando; sin embargo, para darles oportunidad de arrepentirse, los castigaste poco a poco, sabiendo que eran malos por naturaleza y perversos desde su nacimiento, y que nunca… ponle atención a esto: nunca cambiarían su modo de pensar, porque eran una nación maldita desde su comienzo.
—Tu Dios es grande —dije.
Sonrió.
—Moderación de Dios con Canaán… —dijo y me dio un pescozón—. Nuestro Dios, soldadito. Entiéndelo de una vez: nuestro Dios… Aunque no lo creas, Él también vela por ti.
No fue difícil encontrar el apartamento 48-A. Solo fue llegar a la cuarta planta, tomar el pasillo de la derecha —la sección A— y seguir la numeración de las puertas.
—¿Cómo puedes aprenderte de memoria esas morcillas?
—Es aquí.
Metió la mano en uno de los bolsillos traseros del pantalón.
—¿Puedes recitar de memoria toda la Biblia?
—No es un asunto de tener buena o mala memoria.
Aspiró profundo. Con la mano libre se tocó el pecho, y entre los pocos pelos bajo la camisa llegó hasta un crucifijo. En el cuello colgaba el Cristo de 24 quilates.
—Yo vivo en Él, como Él vive en mí —y llamó a la puerta del apartamento 48-A—. Es una comunión, entiéndelo.
Sonrió.
Moderación de Dios con Canaán
—¿Tacos con chile? No me jodas, cabrón —dijo El Mexicano luego de bajar el volumen del televisor.
Me había dicho que me invitaría a almorzar, que eligiera el menú. Era lo menos que podía hacer luego de pedirme que nos desviáramos de la ruta sabiendo que nos quedaba descargar la mercancía. Lo vi quitarse la manopla, con el pañuelo limpió la sangre. La guardó en el bolsillo trasero del pantalón. Miraba los nudillos de su mano derecha. La abría y cerraba.
Después de tocar el timbre del 48-A, del otro lado alguien había tenido el cuidado de poner una cadena para que la puerta solo quedara entreabierta. Y El Mexicano arremetió con todas sus libras. La cadena cedió. Así fue como entramos.
El hombre estaba tirado en el suelo, atontado. La nariz le sangraba. El Mexicano, que se había puesto la manopla antes de tocar el timbre, no le dio tiempo a nada.
—¿Recuerdas a una chica muy alta, muy blanca, muy dulce y de melena negra llamada Gunila, cabrón? —dijo luego de embestir, por segunda vez y con el acero de la manopla, la cara del hombre.
El tipo bufaba en el suelo. Parecía una fuente: lágrimas, saliva, orine, sangre.
Caminé hasta ellos, despacio.
El Mexicano se volvió hacia mí. Mi corazón latía a mil. Creo que mis manos temblaban, porque El Mexicano dijo: “Tranquilo, huevón, tranquilo… lo suyo es manejar, cargar la furgoneta, llevar la mercancía de vuelta, luego echarse la lana en el bolsillo”.
Sus ojos —dos barrenas de duro tungsteno— y su dedo índice me ordenaron echarme hacia atrás.
—Hay que castigarlos poco a poco, sabiendo que son malos por naturaleza y perversos desde su nacimiento —dijo—. ¿Por qué hacerle eso a Gunila? ¿No era un ángel? Ponle atención a esto —miraba hacia mí: tipejos como este nunca cambiarán su modo de pensar, porque son los hijos de una nación maldita —dijo antes de darle el último golpe en la cara.
Mojó con saliva la punta del pañuelo y trató de limpiar la solapa. Sabía que no tenía sentido, pero lo intentó un par de veces más.
—Qué más da… ¿No parece salsa de tomate?
En cuclillas se acercó al hombre. Con el pañuelo limpió la sangre que cubría buena parte de la cara de aquel tipo. Y sacó la navaja.
Comenzó a silbar una tonadilla, al compás de los silbidos su dedo índice tocaba los ojos del hombre. Su índice quedó presionando el ojo derecho.
—Por cierto, las gaseosas y las hamburguesas van por mí —dijo.
El Mexicano le levantó el párpado. La hoja afilada de su navaja se deslizó, despacio, sobre aquel ojo castaño claro. Con igual delicadeza trabajó el ojo izquierdo y las mejillas del hombre.