El Rey de los caramelos
19/4/2016
En cierto lugar del mundo hay un país tan pequeño que en los mapas no aparece ni siquiera señalado con un punto. Allí los árboles son enanos, los animales parecen de juguete y, por eso, las vacas no dan más que tres dedales de leche. Otra cosa interesante es que los niños de ese país no saben llorar porque nunca se enferman ni les duelen las muelas.
Durante un día del año, que no se anuncia para que la sorpresa resulte mayor, llega el Rey de los Caramelos entre ruido de música y seguido por bandadas de zunzunes y tomeguines. El rey, en lugar de corona, luce un raro sombrerete de cristal y viste uniforme de raso verde con botones dorados y un manto salpicado de estrellas de papel de chocolate.
El personaje llega marchando y tocando su trompeta: ¡Tararirarí-Tararirarí! Salen entonces los niños a recibirlo y en esos momentos comienza una lluvia de caramelos que brillan al sol como millares de gotas de vidrio de distintos colores. No se sabe si los caramelos caen de alguna nube o si se trata de algún mago contratado por el rey para esa ocasión.
¡Qué alegre es el cortejo! El rey saca el pecho, haciendo sonar su trompeta: ¡Tararirarí-Tararirarí!, y mientras se escucha el toque los juguetes se mueven solos y las gallinas ponen huevos rosados. Hubo una vez en que las flores, al pasar el rey, salieron volando como mariposas. En otra ocasión que todos recuerdan muy bien, la mata de mandarinas de doña Moña —la única persona adulta del país y que está dedicada a contar cuentos— en lugar de llenarse de frutas se cubrió de cascabeles.
Muchas otras cosas sorprendentes ocurren en ese pueblo tan lejano y escondido pero son tantas que habría que escribir un libro para contarlas.
Nosotros, desde los territorios cercanos al minúsculo estado, y cada doce meses, hemos podido escuchar el alegre aviso de la trompeta del rey: ¡Tararirarí-Tararirarí!
Si ustedes logran escucharla, en ese mismo momento se les llenarán los bolsillos de caramelos.
Tomado del libro Cocorioco