Aunque llegue a tu buzón
24/2/2016
Por quinta vez arrugué y tiré al suelo una hoja repleta de tachaduras y frases sin sentido. ¿Cómo empezar? ¿Qué ponerle a Janela? Cartas… Escribir una carta. Comenzar a desgarrarse las ropas y el pellejo en cada oración escrita. Respirar profundo. Exhalar…
Entre sorbos de Johnnie Walker intentaba encontrar una frase digna, la frase que me ayudara a comenzar.
Cartas… Padecer la escritura.
Le di otro sorbo a mi vaso y cerré los ojos. O mi único ojo. Tras mis párpados estaba Janela; allí, sentada en la sala de mi apartamento, con sus rizos de falso rubio recogidos en una trenza, sonreía. Janela da Alma tenía un sobre en las manos. Lo rasgaba. Rompía el sobre con mi primera carta. Pero solo era una imagen producto del deseo. De su deseo, del mío. ¿Soñar despierto, adelantarse tal como lo hacen las manecillas de un reloj? Soñar que con un solo ojo, torpe caligrafía y una promesa puedes complacer a una portuguesa que te pidió un intercambio de cartas.
¿Qué sentido tiene? Nunca me leas, aunque hayas pedido que te escriba, aunque el cartero deje los sobres en el buzón.
¿Cómo debo empezar? ¿Qué ponerle? Quizá debiera copiar o plagiar un poema. O inventarme uno y enviárselo. Quizá se pueda convivir con un caimán o un tigre de bengala si le regalas o recitas un poema. Uno de amor. Penetrante y bello, como un Colt, como una daga.
—Deberíamos escribirnos —dijo Janela aquella tarde de invierno sentada en una butaca en la sala de mi apartamento.
Le pedí que fuera más clara.
—Deberíamos escribirnos, ya sabes… cartas, no importa que estemos en la misma ciudad y a veces durmiendo en la misma cama —dijo.
—¿Qué sentido tiene?
Agitó el pequeño recipiente de esmalte para uñas:
—¿Por qué siempre quieres buscarle la quinta pata al gato?
Humedeció la brocha con rojo bermellón de la línea Lancôme. Pintaría sus largas uñas de la mano derecha.
—Me pediste que te escribiera. ¿Qué sentido tiene si puedo hacerte una llamada o pasar por ti? Lo que me pides no es más que pura ilusión.
Breves y certeros pases de esmalte rojo en la uña del meñique. La acercó a los labios. Siempre soplaba sobre la uña recién pintada.
—Disculpa, te pedí una carta… en realidad varias cartas. Es algo bien concreto. ¿No te parece?
¿Cómo hacer una carta con un poema penetrante y bello? ¿Cómo podría hacerlo si tengo un solo ojo?
Volví a llenar mi vaso.
No me leas, por favor, aunque lo hayas pedido. Nunca me leas.
Entre borrones y tachaduras asomaba mi caligrafía. Trazos demenciales y torpes. Brotaban de la página en blanco como gusanos agujereando la blanca piel de un conejo muerto:
Toma un cuchillo
y acaricia con un tajo mi aorta.
Córtame en trozos,
pon los pedazos en el horno.
¿Cómo hacer un poema, uno de amor, penetrante y bello?
Si solo se tratara de tomar una navaja suiza, pensar en el dolor o el amor, cortar frases y ponerlas una debajo de la otra sobre un papel. Si solo se tratara de nombrar el dolor o el amor y escribir:
Ten paciencia
debo quedar carbonizado.
Muele la carne quemada,
la piel, los huesos.
Nombrar el dolor o el amor no es saber de poesía. Tener cierta fe en esos tipos que saben nombrar el dolor no es saber de poesía. Quizá debería copiar o plagiar un poema.
Janela terminó de pintar las uñas de una mano. Entonces miró a la ventana. Los nubarrones estaban a ras de las azoteas.
—¿Alguna vez recibiste una carta de amor? —dijo.
Nunca recibí ninguna. Pero sí me habían regalado un par de poemas. Los tenía guardados en una gaveta, doblados, a salvo de la curiosidad de cualquier visita, de Janela. A salvo de mí.
Tritúralo todo,
polvo oscuro y fino.
Vierte un poco: tres rayas.
Enrolla un billete, luego aspirar.
Trágame. Pero no me leas, aunque lo hayas pedido, aunque mis cartas lleguen a tu buzón, una mensual, como acordamos aquella tarde de invierno.
¿Qué hacer cuando sabes que hay un tigre de bengala dentro de tu pecho?
Nunca me leas.
Deja abierta las hornillas
mientras duermo.
Que el gas fluya a mis pulmones.
Da vueltas el tigre dentro de mi pecho. A ratos ronronea, solo a ratos.
Toma mi navaja suiza,
haz un corte en mi antebrazo.
Siéntate para que veas
cómo fluye la sangre.
Cortar, deshuesar, botar el pellejo, las tripas, los tendones, la mierda. Moler, condimentar, mezclar. ¿De eso trata la poesía? ¿Cómo hacer un poema penetrante y bello, como un revólver, si no sé nombrar el dolor, si tampoco sé nombrar el amor?
Hay un tigre de bengala en mi pecho. A ratos ruge y lanza zarpazos. Quiere salir, pero tomo un látigo, lo miro a los ojos y le digo: “Por lo que más quieras, quédate ahí dentro, aunque enloquezcas”. No quiero que nadie sepa de ese animal.
Abre tus piernas,
deja que mi vergajo
se hunda en tu agujero
—tu agujero: ¿singularidad de tu cuerpo?
Mi vergajo, duro como un hueso, cayendo dentro de ti; detrás mi cuerpo. Con tus largas uñas arranca eso que es el resto: mi cuerpo. Por favor, tíralo a los perros.
Hay un tigre de bengala en mi pecho. Quiere salir, pero cierro los ojos, la boca, aguanto la respiración. Incluso pongo tapones en mis oídos. Quizá enloquezca con sus rugidos —el tigre, también yo.
Mientras se pintaba las uñas de la mano izquierda, Janela me pidió que pusiera música: “Algo suave, algo que le venga bien a esta tarde de lluvia”.
—Qué sentido tiene, ¿quieres explicarme? —dije.
—¿Acaso te cuesta tanto complacerme? Dios, no te pedí un millón de dólares, solo un poco de música.
Me paré frente a ella y le tomé la barbilla:
—Tonta, te hablaba de las cartas.
Tritura el papel y lía un cigarro.
Deja en tus pulmones mi tinta,
el pegamento del sobre y las estampillas,
la mugre de los dedos del cartero.
Hojas blanquísimas garabateadas con un horrible y largo poema. Nunca me leas, por favor. Nunca te he leído. O sí. He visto caminar en mi apartamento a un tigre de bengala. Le permito salir muy pocas veces, casi siempre de noche.
En mi apartamento te he visto afligida, o en paz, o toda ira. Eso es leerte. Te he contemplado desnuda, tomando una taza de café, o como un bólido en la cocina y siempre a punto de largar el pellejo por una quemadura con el agua caliente de los espaguetis, o entrando en el cuarto de baño —para cepillarte los dientes, afeitarte el pubis y las axilas y las piernas, o para tomar una ducha, incluso he visto tus piernas abiertas mientras secas los resto de orina, o en medio de una terrible diarrea, o en tus días de períodos y tampax.
¿Dónde debería cortar para tener una nueva estrofa? Tomar la navaja, hacer un corte, luego poner una frase debajo de la otra sobre un papel en blanco.
He contemplado al tigre. Lo dejo andar en mi apartamento algunas noches, en la madrugada. Lo tomo por el cogote y le miro a los ojos. A ratos es como un enorme gato, solo a ratos. Le rasco la barbilla antes de decirle: “No lo tomes a mal, ojalá me entiendas”.
—¿Entonces tenemos un negocio? —dijo.
Fui hasta la ventana. Los nubarrones comenzaron a deshacerse sobre la ciudad en finas gotas.
—¿Hacemos el trato? —se acomodó en la butaca para pintarse las uñas de los pies.
Arreciaría. Fría tarde de lluvia.
—Cada quince días… O escríbeme una vez al mes —dijo.
Me encogí de hombros.
He levantado tus párpados
cuando duermes,
he podido ver tus sueños y pesadillas
aunque un tanto fuera de foco.
¿Cómo acabar un poema? ¿Cómo acabar una carta? Cartas… Escribir una carta. Terminar de desgarrarse las ropas y el pellejo. Respirar profundo.
Entre sorbos de Johnnie Walker intentaba encontrar una frase digna para terminar.
Cartas… Padecer la escritura.
Sé que hablas
dormida
y peleas porque saco tus Adidas al patio
cuando regresas del gimnasio.
Tomé un CD. Billie Holiday era para mí la elección perfecta en aquella tarde de invierno.
—¿Te parece bien? —dije.
—Un poco triste, pero no está mal… Si hubiéramos peleado ese disco fuera perfecto para llorar. Pero si me abrazas y bailamos ese disco también es perfecto para llorar. ¿Llorarías tú?
¿Lloraría?
Me acerqué a Janela y la tomé del brazo. Me miró. Entonces cerró el pomo de esmalte para uñas y lo dejó sobre la butaca.
Se levantó, la tomé por la cintura. Janela me rodeó los hombros cuidando no estropearse las uñas. Bailamos una pieza al amparo de la lluvia y la voz de Lady Day.
El tigre de bengala da vueltas en mi sala. Le permito echarse a mis pies. Mueve la cola, ronronea. Incluso lo dejo jugar. Pero luego lo tomo por el cogote y lo vuelvo a meter dentro de mi pecho. Entonces respiro profundo, trago ríos de agua fresca y cerveza, engullo trozos de carne. ¿Para qué dejarlo débil? ¿Para qué dejarlo morir?
Nunca me leas, ni siquiera en voz baja. Todas tus cartas, esas que aparecen en mi buzón —las que dejas tú o el cartero— las tomo para olerlas y mirar las estampillas —y arrancarlas para quizá algún día hacer una colección—. Luego las tiro a la basura, sin abrirlas.