Fractura
28/1/2016
Cuando sus piernas entraron en la laguna, recordó haber leído el libro del médico francés que se ocupaba en describir los síntomas físicos de la muerte, y sin embargo no tuvo en cuenta como advertencia propicia el endurecimiento de un difunto después de varias horas de su fallecimiento. Se lamentó de no haberlo recordado antes, pero llevando el cuerpo sobre sus hombros se vio obligado a seguir avanzando dentro del agua. Su decisión estaba tomada y calculadas las consecuencias. Tan solo este detalle, así podría calificarlo, el detalle del endurecimiento, se le había escapado. ¿Qué podría costarle esta pequeña distracción? El agua ya le llegaba a las rodillas, hacía lento y dificultoso su avance hacia el centro de la laguna. Desde que descubrió que su mujer, con la que llevaba casado siete años, le era infiel, el tiempo adquirió una presencia sumamente absorbente. Durante el disfrute de su felicidad matrimonial apenas lo sentía pasar ni anhelaba que transcurrieran los días. Después de saberlo, y a la espera de una oportunidad, comenzó a tachar con una cruz en tinta roja los números del almanaque. Contaba las horas, incluso los minutos. Con un gesto muy marcado daba cuerda a los relojes, hacía sonar de pronto y sin necesidad la campanilla del despertador.
Ahora, a medida que entraba en la laguna, sabía con precisión y lucidez enfermizas que habían transcurrido tres meses, cuatro días y cinco horas con diez minutos desde aquella revelación fatídica. Por qué no emplear un término grandilocuente: el acontecimiento lo merecía. A ninguno de sus amigos contó el desastre que le había ocurrido a lo que él llamaba, lleno entonces de ilusión, «su vida conyugal». Temía a sus risas, que se burlaran de su interpretación anacrónica de un hecho que, según ellos pensaban, ya tenía en la época escasa importancia. A él le gustaba, y lo hacía ante sus amigos dándole cierta ironía incrédula para que no se mofaran de su fe, le gustaba afirmar que conyugal venía de yugo, y yugo significaba fidelidad, estar enyugado. Como lo están los bueyes, exclamaban a su alrededor. Sí, como los bueyes, y todos, él también, lanzaban risas despectivas acerca de la fidelidad. Cuando se refería a su mujer comenzó a llamarla su esposa, y siguiendo su costumbre de jugar con etimologías extravagantes, afirmaba que esposa procedía de esposas, de estar esposado, otra forma de llevar yugos.
Antes de casarse hizo un juramento. Juramento que, de haberse enterado, lo que nunca llegó a ocurrir, resulta ría insólito a sus amigos, conocedores de sus numerosas aventuras eróticas, relaciones fortuitas, sexo barato y continuo, frustraciones y conquistas frecuentes. Ese juramento secreto e individual, tras varias con versaciones, algunas exaltadas, y tras el minuto decisivo en que su novia, así la llamó hasta el día de la boda, le confesara su temor de que él fuera demasiado «absoluto», se convirtió al fin en un juramento mutuo: consiguió que ella, mediante besos y delicadas promesas, consintiera en que la nueva vida que se disponían a emprender, después de firmada el acta notarial, se basaría en la fidelidad, y ya sin inhibiciones pronunció «absoluta», hasta el instante en que pudieran tolerar esa fidelidad. Cuando no pudieran se lo dirían con franqueza inusual y antes de acostarse con otra persona. Los dos juraron solemnes, se tomaron una botella de vino tinto y se bañaron juntos. A la tarde siguiente, en presencia de todos sus amigos, habían firmado el acta. Durante esos tres meses, cuatro días y cinco horas con diez minutos que contara cuidadoso y a su vez intentó como empujar con las manos, se dijo múltiples veces, la boca amarga, que ella no había sabido cumplir el juramento, ni siquiera la promesa de ser francos. Sin embargo, en aquellos años de fidelidad conyugal había creído en ella y, por el contrario, cum plió con rigor la parte del juramento que le correspondía, con rigor y casi sin esfuerzo. Sentía un placer enorme en decirse que no, en apartarse de cuantas mujeres pudieran interesarle o él llegara a gustarles, tanto placer como el que sentía en acostarse con su esposa. Después de comprobar la existencia del amante nada le dijo, ni ejerció la menor violencia física, ni siquiera llegó a alzarle la voz. Si no había hablado para confesarle que tenía otra relación y que por tanto no era ya el único hombre en su vida después de ser esposos, tampoco él hablaría. Guardó un silencio calculado, renco roso quizá. Silencio que formaba parte de su estrategia de venganza o de justicia, como solía decirse, usando indistintamente ambos términos. Una noche escogida abandonó la cama, en la que habían realizado las prácticas sexuales más perfectas, en la que durmieron abrazados durante esos siete años de fidelidad, y se fue a dormir al sofá de la sala. Dejó de bañarse con ella, de afeitarse desnudo ante el espejo. Si él hablaba con monosílabos y el mayor tiempo callaba, comenzó a oírla llorar encerrada en el cuarto conyugal abandonado. Una vez despertó sobresaltado en el sofá, estaba completamente desnuda mirándolo de pie, un dedo dentro de la boca y con la otra mano se acariciaba el sexo. Tapándose con la sábana la cara, lanzó un ronquido lleno de desprecio. Varias noches sin embargo insistió, y él, manteniendo sus ruidos despectivos, su despreciativa inmovilidad, la vio desnuda caminar por la casa, pero sin acercarse al sofá. Fue a partir de ese momento en que la sintió llorar dentro del cuarto. Los amigos lo vieron regresar a su vida anterior, la que ellos practicaban, casi con la tranquilidad de un hábito, entre cortos arrepentimientos, propósitos de enmienda, rápidas recaídas, pero sin duda él tenía la apariencia de un ser que ha sufrido como un daño. «Oye, tú, ¿te sacaron los riñones? Tienes cara de convaleciente». Le daban palmadas cómplices en la espalda y sonrientes se lo llevaban al bar a darse unos tragos.
Dos cosas nunca supieron ni él se atrevió a contar: la primera y decisiva, la infidelidad de su esposa, que ella fue quien lo había engañado, contra la actitud habitual de sus amigos que en cada caso resultaban los engañadores. ¿Cómo eso ocurrió, en qué momento? Tampoco podría mencionarles esos detalles significativos que se descubren con el curso de las horas: desapariciones inesperadas, llegadas tarde del trabajo, vestirse y pintarse como cuando se tiene novio, bostezos en la cama, do lores de cabeza, quedarse de repente dormida… Ella se conducía igual que lo había hecho durante siete años. Una vez sonó a deshora el teléfono y la oyó mantener una conversación apagada, nerviosa, monosilábica… «Era un equivocado», y volvió a acostarse junto a él. Como si presintieran el final que se aproximaba, se amaron esa noche con un delicioso frenesí. Estos «equivocados», habituales en otras relaciones y en numerosas películas sentimentales, se repitieron tres o cuatro veces más, cuatro veces exactamente, y comenzaron a avivar su antigua suspicacia. Cuando estas llamadas equivocadas dejaron de sonar, lo hacían como disparos en la alta noche, su esposa mencionó a una amiga enferma, y luego, dos días después, que debía ir al hospital donde estaba operada. Ninguno de sus amigos habló a su oído —de haberlo sabido con seguridad lo habría hecho— apremiándolo con un «síguela», pero él la siguió.
El hospital era una casa con un jardín sembrado de flores, y la amiga operada, un hombre que abrió la puerta, la abrazó y la besó ardientemente en plena boca. Era un tanto mayor y más alto que él. Pensó, por el modo en que la había besado, que se trataba de un tipo más activo y diestro en la cama, al que tal vez le gustaba ir a la playa, llevarla en bicicleta, sentada como una amazona, rozándola con el pene levemente excitado. ¿No tenía más pelo, no era más atrayente? La segunda cosa que nunca les dijo consistía en una especie de rito o ceremonia singular: en cada nueva aventura repetía una parte de la vida que había llevado con ella. Era, más que un ritual, una copia o una parodia que solía sin embargo afectarlo y en la que insistía como quien escarba una herida. Encontrarse a la misma hora en el banco de un parque o en la luneta de un cine, buscarse en el interior abarrotado de la misma tienda, sentarse a la misma mesa del mismo restaurante y ordenar la comida que ella prefería. Sus nuevas mujeres lo miraban a veces extrañadas: había en el movimiento de sus manos, en la entonación de su voz, una emotividad anhelante que las intranquilizaba. Se hacía esperar en algunas esquinas de La Habana, esquinas que habían escogido en la época de su fidelidad, y pasaba en el auto a recogerlas. Creía conducir a una velocidad idéntica, le parecía acercarlo a la acera con aquel silencio y aquella suavidad, casi imposibles en un auto desvencijado como el suyo, inclinarse para abrirles la portezuela y tender el brazo con la ternura de antes.
El auto había sido un instrumento o un escenario de la pasión por su esposa. Y por qué no: de la pasión que ambos sentían. Salían al oscurecer de La Habana, principalmente en los meses del ardoroso verano, rumbo a las playas del Este. Diestro se hizo en manejar el timón con la mano izquierda. La otra liberada le acariciaba el muslo, se aventuraba por la entrepierna que, ya levantada la falda, ella iba abriendo para que la mano acariciadora entrara dos dedos en su gruta blanda. Sin apartar de la carretera sus ojos fijos, como si estuviera concentrada en la velocidad del auto o fuera indiferente a lo que le estaba ocurriendo, suspiraba, y de su garganta salía un gorjeo, un quejido ronco, un estertor jubiloso. Como si le ocurriera lo mismo, él tampoco apartaba los ojos de la carretera, mientras sus dedos entraban y salían humedecidos. Al rato ella levantaba una pierna, la falda se corría poniendo el resto al des cubierto, y apoyaba un pie en el asiento. Así su vulva se le ofrecía sin obstáculos, libre en dejarse poseer. La sentía su esposa, la sentía suya, fiel, enyugada. ¿Hasta dónde, hasta qué punto invisible, inencontrable, pero que él necesitaba palpar, podía alguien ser de otro, hasta dónde le pertenecía? ¿No la hacía humedecerse, no la hacía quejarse? ¿Ese era el punto, al menos mientras su auto destartalado devoraba la carretera, entre inesperados ruidos, temblequeando? La certeza de que ella con nadie estaba y de que él era su único hombre: el juramento de fidelidad que había entre ellos era la prueba fehaciente de que se hallaba esposada y le pertenecía.
Sus dudas terminaban en ese instante. Oía su voz enronquecida pedirle que oliera ambos dedos, lo que hacía con una aspiración ronca parecida a la de ella, que los chupara, lo que realizaba tras besarlos y me térselos en la boca, inundada de un olor y un sabor agridulces. Ella ponía la izquierda en su erección, abría sus pantalones y sacaba el miembro excitado. Luego lo dejaba inquieto en el aire, próximo al timón. Desviando por primera vez la vista de la carretera, lo miraba pasándose un segundo la lengua por los labios. «Hazlo ahora», le pedía suplicante y volvía a fijar los ojos en la carretera. Con los dedos mojados en saliva, él abría la guantera del carro y sacaba un cuchillo. Su esposa era entonces quien se introducía el mango del cuchillo, aferrada a la hoja, dándose rítmicas cuchilladas que la hacían suspirar. «Ven», él le pedía al cabo de un rato, y ella hundía la boca en su sexo trepidante. Algunas noches oían caer la lluvia sobre el techo del auto. Conducía por la misma carretera, que consideraban la más propicia, asfaltada y ancha, solitaria a esa hora. En aquellos minutos el placer que les proporcionaba la lluvia era suficiente. El auto se convertía en una cámara cerrada en la que juntos disfrutaban inmóviles, experimentando una especie singular de goce estático en compañía.
Esas veces, agarrado el volante con las dos manos, trataba de que el auto, el cuentamillas averiado y la aguja de la gasolina inservible, trasto que no dejaba de sonar, vibrar, de emitir ruidos, chirridos inesperados o el rugido como de un dragón encerrado en el viejo maletero, no interrumpiera aquel recogimiento entre dos que se amaban. Si la lluvia amortiguaba tales ruidos, a los que estaban además acostumbrados y parecían no oír, cuidaba de accionar cada cambio con delicadeza premeditada, pendiente de la atmósfera de quieta comunicación que les propiciaba la lluvia apacible de la noche. La veían caer ante los faros encendidos, salpicar las ventanillas cerradas con una intensidad sin variantes, en un solo tono tranquilizado. Sin embargo eran aguaceros tropicales, agua abundante, ruidosa, salpicando en los charcos de la vía. Pero dentro del auto la lluvia era otra cosa. Se apoderaba de sus sentidos colmándolos, despertando despacio una sexualidad que al rato parecía rebasarlos. A veces, cuando la lluvia se tornaba muy fina, vuelta casi una llovizna, principalmente en las noches del raquítico invierno habanero, ella decía, rompiendo la quietud, «una flor está a punto de abrirse». Era un acuerdo que habían puesto en práctica durante esos siete años fieles. Se preciaba de que podía presentir el momento preciso en que una flor, una rosa del campo, la rosa silvestre, estaba a punto de abrirse. Era, por igual y conjuntamente, una alusión sexual: el anuncio de que para él se abriría esa flor silvestre. «Anda, jardinero, detén el auto». Pausadamente arrimaba el trasto a la orilla de la carretera, para que pasaran de un estado a otro sin sobresalto. Cuando ya se había detenido, abrían las portezuelas y salían los dos corriendo a campo traviesa, bajo la llovizna. «Aquí, aquí va a abrirse la flor», y lo detenía bajo un árbol, se acostaban cerca de un charco donde bajito sonaban las salpicaduras del agua, buscaban un montón de yerba negra goteada. Él besaba su carne y le apretaba los senos empapados, ella lo subía sobre su cuerpo o se deslizaba bajo el suyo, y le guiaba el miembro con la mano. «Ahora yo soy la que lleva el timón. ¿No sientes abrirse la rosa?» Apoyando los pies y las manos, tensos en la tierra blanda, desesperadamente la penetraba hasta ese punto inencontrable que consistía en hacerla suya, en esposarla. Tras la culminación, anulado ese instante que parecía ir de la vida a la muerte, instante en que ambos regresaban — ¿de dónde?, nunca lograron saberlo—, él recuperaba el aliento de cada día y ella el color en su boca reseca, y sus ojos en blanco volvían a mirarlo. Solían darse cuenta entonces de que había escampado. Entorno reinaba una calma muy singular y misteriosa, un olor profundo a tierra regada. Despacio la tomaba por la cintura con los dedos abiertos y avanzaban callados hasta el auto.
Dentro había toallas para secarse, sacudirse el fango del cuerpo y de las ropas. Después de reiterar estas ceremonias con sus nuevas mujeres o tales parodias que lo dejaban anhelante y exaltado, se percató de que se celebraban fuera y distantes del dulce hogar donde habían habitado esos siete años de fidelidad que siempre mencionaba y se decía incluso a solas contando con los dedos, semejante a quien ha regresado a la infancia o se ha con vertido en un maniático. En consecuencia los rituales no se celebrarían solamente fuera del dulce hogar. A su silencio estratégico y al llanto en el cuarto vacío, mezcló voces y ruidos de las amantes que comenzó a llevar a su propia casa, tras cerciorarse de que ella estuviera en la habitación en la que nunca él volvería a entrar.
Las desnudaba en la sala y se acostaba con ellas. Les pedía que dejaran sus ajustadores y sus blúmers como olvidados sobre los muebles, tirados en los mosaicos o encima del sofá. Hacían el ruido posible, el más inesperado: exclamaciones de placer, quejidos, cosas que rodaban y pegaban contra el piso. Todo dispuesto para que ella lo oyera. Al terminar cantaban desnudos, y las provocaba, les hacía cosquillas, principalmente para que rieran, y como un director de escena las incitaba a subir el tono, cada segundo más ruidosas, más potentes, que sus voces atravesaran la puerta como «una cuchillada». Sus cálculos no podían fallar: ella estaba detrás horro rizada, respondiendo con un llanto apagado y culpable. Las mujeres, solía acostarse con dos, lo complacían, cuando les pagaba, o cuando, por el contrario, se trataba de las que había conquistado con sus técnicas de seducción para realizar juntos «una aventura», lo que les decía al franquearles la puerta de la calle e invitarlas a pasar al dulce hogar perdido. «Llámala por su nombre». «¿Y si abre y nos encuentra?». «No lo hará». Llamaban, y juntos, desnudos, excitados, tocaban en la puerta del cuarto. Él escuchaba entonces suplicarle que se fuera y la dejara en paz, que sacara a «esas mujeres» de su casa. Sentía ganas violentas de gritarle «de qué casa. ¿De tu casa? Esta ya no es tu casa», pero se mordía los labios y regresaba al dichoso sofá. Si las mujeres le preguntaban asusta das por qué hacía aquello, sonriendo replicaba que «para divertirme con la traidora». Sobre la mesita de la sala se hallaba el cuchillo que ella usaba en el auto. Solía hacerlo girar, jugar con él, solía besarlo de pronto o hundir el mango en el sexo de aquellas amantes acabadas de encontrar. A ninguna le permitió quedarse con él, amanecer en la casa. Ella no debía tener comprobación ni exactitud, solo ruidos y lamentos eróticos. Ninguna prueba fehaciente, palpable, tangible de cuanto él hacía. Nunca se dejó sorprender acostado con otra. Si nada le había dicho, tampoco le permitiría ver. Que oyera nada más. En el curso del tiempo en que él y su esposa dormían en la misma cama, el acta matrimonial, con sus firmas, cuños y sellos, se hallaba debajo del cristal del velador, con una lámpara permanentemente encendida durante la noche. «Es un auténtico velador, el velador perfecto», y suspiraba satisfecho. A menudo extraía el acta, se la leía en voz alta subrayando complacido los términos notariales, y la deslizaba otra vez bajo el cristal, como protegiendo un objeto sagrado, milagroso. Después le pidió que repitieran una antigua costumbre que habían visto en una película japonesa. Una tarde en la calle Galiano compraron un pequeño cofre de madera preciosa tallada, que si no era japonés era chino, y lo pusieron sobre la mesita de noche. Se arrancaron las uñas del dedo meñique, y con la sangre escribieron un juramento de fidelidad. Después de firmarlo traza ron dos corazones atravesados por una saeta. Se vendaron entre sí con gasas y mercuro la herida. Él fue el primero en vendarle los dedos y luego lo hizo su esposa.
Acariciándose depositaron las uñas y el pergamino en el cofrecito. Al cabo de varios días le hizo otra petición: que se cortara un mechón del cabello, tal como vieron hacer a las amantes japonesas. Cuando ella lo complació, entre ambos lo guardaron en el mismo cofrecito y él lo cerró con doble llave. Cuando escogió el sofá como una cama de soltero y sacó de aquel cuarto todas sus pertenencias, también se llevó consigo el acta notarial y el cofrecito. Permanecieron en la mesita, al lado del cuchillo, hasta que salió al patio una mañana y formó con ellos una pequeña pila mezclados a papeles y trapos viejos. Haciendo un ademán vengativo tiró uno tras otro varios fósforos encendidos. Mientras ardieron como una hoguera, estuvo mirando quemarse aquellas pruebas inútiles. Barrió las cenizas y las dejó cerca del tragante del patio.
Esperaba por uno de esos espléndidos aguaceros, tan importantes en su anterior relación de esposo, para que concluyera el trabajo. Ocurrió durante un atardecer del verano. Las cenizas y varios trocitos chamuscados de la madera del cofre fueron arrastrados, giraron sobre los grandes huecos de la rejilla y desaparecieron ab sorbidos por el tragante, en medio de un ronco, áspero ruido. Era de noche cuando nuevamente salió al patio. Se hallaban todavía mojadas las baldosas blancas, y en los declives vio pequeños charcos. En el rato que estuvo parado en la mitad del patio, antes de regresar al interior de la casa, se fijó en los helechos que su mujer cuidaba con esmero, regándolos en días alternos. Esta vez, aunque el aguacero había lavado las largas hojas verdes, sus crestas enredadas en las puntas, la tierra de los canteros estaba seca. Metió el dedo. Llevaban varios días sin ser regadas. Le extrañó tal abandono y pensó que ella hacía con los helechos que tanto cuidara, lo mismo que con él: abandonarlos. ¿No lo había abandonado, dejándolo tan reseco y grave como las plantas de su patio?
Al patio daba una ventana del que había sido su cuarto de casados. Ese atardecer le pareció ver luz, que leves se movían las persianas y que una sombra caminaba despacio, se inclinaba detrás cuidándose de ser descubierta. Esa imagen sutilmente muda, envuelta en una lejana aura de tristeza sombría, le provocó una nostalgia inesperada. Volvió al refugio del sofá. Como un niño en su cuna quiso dormir mucho tiempo. Se sintió pequeño, vano, dañado por la conducta de la mujer a la que le fuera leal. Cerró los ojos y, mediante un rápido y habitual ademán defensivo, se cubrió con la sábana de los pies a la cabeza. Pero fue en vano. Llegaron días nocivos en que quiso volver con ella y deseó que aquella rosa silvestre, de la que retornaba el olor a cada rato cuando estaba con otras, se abriera nuevamente para él bajo la lluvia de la noche, días en que a la vez sentía el asco de cualquier rencuentro posible, y despreciaba ese olor dulce e insano, apretándose la nariz. Pensaba en que debía contar a sus amigos aquella pegajosa necesidad de reconciliación. Sin decirlo en verdad se lo contaba, llegando a escuchar risas burlonas, sarcasmos hirientes sobre el precio que tendría que pagar para que ella regresara a sus brazos. Sin embargo, durante esos días maldecidos la deseó más que nunca, la esperó, pegó el oído en la puerta, se masturbó pensando en ella y creyendo que oía su llanto de esposa culpable. Llegó a desear que ella volviera a serle fiel como antes, pero sin que mediaran palabras ni interviniera la voluntad. Que fuera posible tenerla sin verse precisado a pedirlo siquiera con una mirada o un silencio de connivencia. Que entrara en la sala y desnuda se acostara a su lado en el sofá. Tan solo eso, y la rueda del tiempo daría una vuelta atrás, como si nada hubiera ocurrido entre ellos. O mejor: como si todo volviera a empezar.
Sentado en el sofá se pegó en la cabeza, se pegó en las piernas y en el pecho, los puños cerrados. Quería que ella saliera de su cuerpo, que lo abandonara como lo había abandonado por otro, y que al salir se llevara con ella esa maldita debilidad momentánea. De esa debilidad le brotó de pronto una fuerza tan excesiva que se le convirtió en inesperada, se levantó de un brinco y tiró puñetazos al aire, como si boxeara con el cuerpo invisible de la ex esposa. De la mesita de la sala cogió el cuchillo, consagrado por aquellas noches dentro del auto, y regresó al patio. De la pared del fondo colgó una especie de blanco con un círculo y comenzó a tirarlo desde cierta distancia. El sonido seco, ronco, como de un tambor, llenaba el espacio cuadrado del patio y tenía que entrar, sin duda alguna, por las persianas de la ventana. Era necesario que oyera que había vuelto a sus prácticas con el cuchillo, a tirarlo desde lejos con la misma puntería sorprendente como lo hacía siendo soltero y desde su primera juventud. «Pareces un gitano de circo», le decía ella cuando se hicieron novios y lo veía clavarlo en puertas y ventanas, y le pidió que lo dejara. Él, en esa época dispuesto a complacerla en todo, lo guardó en la guantera del auto. Vuelto a sus prácticas, recuperado el temblor de la hoja, ya no era la diversión de antes, al sentirlo de nuevo vibrar en el aire era un presagio de la muerte. Ninguno de sus amigos tiraba el cuchillo como él. ¿No estaba ella escuchando ese golpe grave, oscuro, en el pedazo de madera que hacía de blanco? Lo alzaba por la punta y el cuchillo cimbrando viajaba veloz hasta clavarse en el centro. ¿En qué momento dejó de escuchar el golpe mortal del cuchillo? ¿Cuándo, en qué desabrido momento no escuchó más las risas y voces erotizadas de sus mujeres? Las persianas amanecían abiertas, los helechos comenzaron a secarse por falta de riego… ¿Pero entonces ella ya no estaba en el dormitorio? Su llanto había cesado, nada oía, ni una pisada, ni un despreciado estornudo… Cuanto él hiciera, ¿en qué maldito instante fue una ceremonia hueca, un gesto inútil, sin eficacia ni sentido?
No pudo menos que acercarse a las persianas y mirar, apenas sin poder contenerse: el escaparate se hallaba abierto y los percheros colgaban solitarios, sin ropa alguna, el cuarto le dio la impresión de lo que ha sido abandonado… Pero entonces la infiel huyó, estaba junto al otro, en la casita con el jardín sembrado de flores, huyó burlando su constante vigilancia, aunque distante y muda. Volvió a lanzar el cuchillo, empleando esta vez una violencia descomunal…
Después se desesperó de ignorar el día, la fecha, la hora en que ella se había marchado. Chapoteaba en el agua de la laguna, en plena noche, chapoteaba avanzando como un buzo en el agua plateada, encima surcaban el cielo relámpagos fugaces. Recogió cada huella, cada recuerdo de las mujeres que había llevado. No salió en varios días. No buscó ni mujer ni amigos. El teléfono sonaba y dejaba que el timbre solo se detuviera. No se bañó esos días ni se afeitó. Comía los restos que encontró en la nevera. La barba le creció y debajo sentía el ardor de la piel. Abrió el cuarto conyugal, así lo nombró al abrirlo aunque sabiendo que el yugo estaba roto. Lo dejó abierto, como abiertas estaban las puertas del escaparate, las gavetas, las ventanas, y encendió la lámpara y la dejó encendida. Vacío lo veía todo desde el sofá, donde dormía des nudo. Solo una cosa continuaba haciendo implacable: sus prácticas de cuchillo. Cada día lo tiraba decenas de veces contra el blanco colgado en la pared del patio. Tras secarlo cuidadoso, lo guardaba en su vaina de cuero, atada a un cinto. Cada noche se ajustaba el cinto sobre su cuerpo desnudo y dormía con el cuchillo. Le complacía que la empuñadura rozara su vientre y que la punta acariciara su pierna. Mientras iba quedándose dormido, sentía el arma tibia y grave, con su forma hecha para matar.
Oyó a varios de sus amigos llamar a la puerta, primero suavemente y urgidos luego por la preocupación. Sin abrirles les habló, respondió con evasivas a sus preguntas. Descansaba, no estaba enfermo, ya se reunirían muy pronto. Uno de ellos, entre risas, le soltó «¿ya la mataste?» y después de un silencio «mátalo a él. Que ella se quede sufriendo la falta ». Tras una carcajada nerviosa, «ninguno vale la cárcel», replicó. Una mañana, recuperado el sentido del tiempo, arrancó las hojas del almanaque, después de hacerle una cruz a los días que permaneciera encerrado en la casa, y se bañó pero sin afeitarse. Pensó que la barba le daba un aire distinto. «Me he vuelto menos reconocible». Y le complació pensar que sin duda le hacía más profunda la mirada… Salió a la calle y puso en marcha el auto. Volvió a ver el jardín sembrado de flores. Parqueó cerca, pero en un sitio en que no pudieran verlo e identificarlo. Era un trasto tan llamativo y para ella tan lleno de recuerdos. Desde el interior espiaba, alzando un poco la cabeza. Sin embargo, la impaciencia no cejaba y abandonó el vehículo. Caminó escondiéndose, agachado, como los dos juntos habían visto en muchas películas de cine negro. En la cintura llevaba oculto el cuchillo en su vaina.
No podría decir la cantidad de veces que lo tocó con algo parecido a una caricia. Se paró detrás de la reja y entonces tuvo la última comprobación de la infidelidad definitiva: a ella la vio moverse, a través de las persianas, como la viera en su abandonado cuarto conyugal, y lo vio a él avanzar en su busca, y los vio abrazarse y besarse. Con una actitud que no podría explicar se escondió detrás de las enredaderas que adornaban la verja. Permaneció un rato mirando fijo hasta que la puerta de la casita se abrió. Se acariciaron y se dieron otro beso, ahora de despedida. Él retrocedió asqueado y se metió de nuevo en el auto. Desde allí sintió que la verja se abría y la oyó cerrarse. Estaban muy cerca. La distancia que los separaba casi era la misma distancia del patio en el que realizaba sus prácticas. Le pareció que había reconocido el auto y avanzaba en su dirección con paso decidido. De pronto se detuvo, vaciló, como si algo hubiera olvidado. Después de un segundo continuó avanzando de frente. El cuchillo salió de la vaina y con gran destreza atravesó el aire. Sin ruido se clavó en su pecho, destrozándole el corazón. Tambaleándose cayó en la acera. Él pensó que había tenido la cortesía de morir en silencio. Abandonó el automóvil con una extraña precisión, tampoco el viejo trasto profirió una queja. Avanzó y por un instante también se detuvo: experimentó la sensación de que todo a su alrededor estaba quieto, en medio de una quietud cómplice. Después pensó que la muerte había sido tan rápida y tan fácil. ¿Habría visto brillar el cuchillo? ¿Lo habría descubierto antes de morir? Le complacía creer que antes de morir, aunque fuera solo un segundo antes, lo hubiera descubierto. De no haber sido así, algo le faltaría a su venganza o a su ajusticiamiento. ¿Cómo saberlo? Sospechó que esa pregunta sin respuesta iba a torturarlo hasta el fin de sus días. Arrastró el cadáver y lo metió en el auto. Lo sentó a su lado como si no hubiera muerto y fueran juntos de paseo.
Se vio precisado a insistir hasta que arrancó el motor. Pegó el automóvil un respingo y echó a andar. La muerte había sido más fácil, menos ruidosa. El cuerpo se tambaleó hacia ambos lados, el cuchillo perfectamente hundido. Con una delicadeza imprevista le cerró los ojos, usando aquella diestra mano derecha, mientras la otra mantenía firme el volante. Anduvieron mucho tiempo. La noche se hizo intensa, con una negrura cuajada de estrellas. El auto corría por una carretera cada vez más solitaria. De vez en cuan do él miraba el cadáver, lo sostenía para que no rodara o se diera un golpe contra el parabrisas, y sentía nacerle en los labios una sonrisa incompleta. Ahora podía mirarlo cada vez que quisiera. A su lado iba el hombre por el que ella lo había traicionado, un hombre mudo, que se movía como un muñeco o un títere. ¿Quién era el culpable? ¿Ella o ese tipo bamboleante, de corazón partido en dos? ¿Quién fue el inductor? ¿Quién se enamoró y besó primero? ¿Quién convenció al otro para que fuera infiel? ¿Ella, que ya debe haber descubierto el rastro de sangre en el sendero del jardín? Lástima que no pueda oír sus gritos ni sus lamentos. Lástima.
¿Él, que nunca más podrá poseerla ni sabe ya nada de lo que hubo entre ellos? Hermosa noche, exclamó mirando el cielo espléndido. En tanto el trasto corría haciendo a intervalos los ruidos de cientos de latas arrastradas, entró un olor semejante al de las madreselvas. ¿O era el perfume punzante de esas flores que llaman mariposas? Aspiró aquel aire aromado que la noche espléndida, indiferente a la muerte, le regalaba. Habían llegado al centro de la provincia y se detuvieron al pie de la gran laguna de Ariguanabo. Res plan decía. Un trozo del cielo nocturno se reflejaba en sus aguas. Él se bajó y, por la hierba hasta la orilla, arrastró el cuerpo. Lo fue deslizando en el agua. Era pesado y vigoroso. El cuchillo le relucía como una medalla de graduación. Quedó flotando en la orilla, extendidos los brazos y las piernas. El rostro parecía sobrenadar del resto del cuerpo como una medusa. Pero no avanzaba. La laguna resultaba demasiado quieta, demasiado densa. Lo empujó por la cabeza y se movió muy poco. En la orilla, en el agua sin profundidad, era imposible dejarlo. Lo encontrarían en seguida, no bien amaneciera. Para hacerlo desaparecer tenía que llevarlo más lejos, entrar con él en la laguna. Hacer desaparecer esa cosa que dejaba la muerte. Le vino la palabra «restos» y comprendió lo que de veras significaba. Aquello en el agua no era más que eso, restos, casi sin ninguna relación con aquel hombre con el que ella le fuera infiel.
Cargó esos restos y se los echó al hombro. El momento de su venganza parecía estar pasando. No había sido otra cosa que un instante y ya no habría más. Entró en la laguna. La empuñadura del cuchillo le rozaba la nuca. Caminó y caminó con su carga de res tos, y cuando se halló muy adentro —el agua le llegaba a la cintura— cogió el cadáver por las manos que le colgaban delante, lo agarró firmemente, y cuando fue a voltearlo para que cayera en el agua y se hundiera al fin, no pudo hacerlo. Se dio cuenta de que las manos estaban entrelazadas y que las piernas se habían entrelazado a sus piernas. En un pánico recordó el libro del médico francés sobre las consecuencias del endurecimiento en un difunto. No lo había tenido en cuenta. Forcejeó tratando de separarse. Sentía el cuerpo endurecido pegado al suyo, sin que pudiera desprendérselo de los hombros. ¿Pero eran acaso un solo cuerpo? Se aterrorizó, sin saber qué hacer en medio de aquella laguna inmensa. No encontró otra solución que seguir avanzando, tratando de que el agua lo ayudara a desprenderse del cadáver. Por el contrario, no ocurrió así. Con su cargamento de restos endurecidos, se hundió totalmente en la laguna.