Último sueño: profecía imposible
15/1/2016
La chusma, la plebe, el vulgo, el populacho, la multitud de poquedades escupía y arrojaba toda clase de objetos inmundos a nuestro paso. No voy a relatar por pudor las innumerables blasfemias que vertían sobre mi pulcritud, pues, aunque tratase —en semejante situación— no podía escucharlos. ¡Bandidos, rufianes! La carreta se desplaza con macabra levedad sobre los adoquines de madera al final del sendero creado artificialmente por los soldados entre la muchedumbre. Al centro de la plaza percibo con nitidez las columnatas del patíbulo que aguarda. Dentro de un instante mi cabeza —separada del tronco— rodará por esos asquerosos escalones y estos bellacos enardecidos, ante tal espectáculo, lanzarán un grito único, delirante de felicidad, al infinito. Los comprendo y Dios sabe cuánto, mas no puedo absorberlos.
¡Estúpidos, salvajes, bárbaros, bribones, malditos! No creyeron en el alcance de las profecías. ¡Siendo hijo de quién soy? Es cierto que no tenía necesidad de incendiar con mis propias manos el poblado de Pouzin, aunque lo había anunciado tiempo ha, los fines justifican los medios… Es de humanos errar, ¿no? Solamente el glorioso nombre de mi padre, su ganada y probada reputación me arrojó a cometer un acto tan indigno. No obstante pienso que la pena de muerte ordenada por Saint-Luc —jefe militar del sitio—, en este caso resulta excesiva. ¿Acaso no fue un mero intento, un propósito abortado por mi precipitación y temor?
Entonces el sol iluminó de pronto el filo del hacha gigantesca, en las manos de un musculoso enmascarado, que descendía con lentitud exacta hacia su objetivo: el cuello… Y como ya se sabe nadie es profeta en su tierra, la vieja costumbre de lapidar a los profetas no se ha perdido —estos fueron sus dos últimos pensamientos…
¡No, no, nooooo! Los gritos provenían del aposento de mis procreadores, mis hermanos y yo nos incorporamos del lecho y, a la mayor velocidad que nos permitían las piernas, nos dirigimos a la alcoba de ellos. Los primeros en llegar fuimos: César y yo. Mamá retenía con ternura entre sus manos la cabeza paternal, la apoyaba contra su pecho y a intervalos le susurraba algunas frases en el oído. Para nosotros ya resultaban habituales estas escenas, luego de que nuestro padre Miguel de Nostradamus, ha tenido uno de esos sueños que más tarde vierte en su celebérrimo Almanaque, escrito en versos, con un estilo parabólico, laberíntico…
En cierta ocasión soñó la muerte accidental del rey Enrique II a consecuencia de las heridas recibidas en un torneo. Sucedió tal y como lo describía en su obra, hecho que acabó por cimentar su reputación de profeta y ganarle el favoritismo de la reina regente Catalina de Médicis. Después de aquella noche de su último sueño, la noche en que con precipitación nos acercamos a su lecho, maese Miguel apenas dialoga, o juega conmigo a las adivinaciones. Ahora he sido desplazado y su preferencia deriva hacia mi hermanito César, que se inclina más por la pintura y la poesía. Nuestro padre hace tiempo predijo el destino de César, todos lo conocemos; confesó que César pintará un retrato del Paternóster, el cual será instalado en el museo de Avignon, por lo que el rey Luis XIII nombrará a mi hermano gentilhombre de cámara y caballero de confianza de su majestad.
Con respecto a mi futuro, nuestro progenitor no realiza ningún tipo de comentario. Noté que la mañana posterior a su último sueño —aquella noche en que madre lo acariciaba y arrullaba en su seno, como si fuera un recién nacido—, me miraba con fijeza, más bien me observaba detenidamente cómo tratando de explicarse algo. Sus ojos reflejaban miedo, un oscuro temor que jamás declaró a nadie. Lo que me hace argüir: ¡Qué alguna razón maligna referida a mí apareció en su último sueño!
Sé que en el futuro —según el hado— voy a ser igual o superior a Padre, es mi mayor deseo ser el más célebre médico y astrólogo del universo. O sea, un verdadero arúspice. Seré reconocido como Miguel el Joven, para distinguirme de mi hacedor, diré el momento exacto y lugar donde han de ocurrir las predicciones. Lo anunciaré al son de las trompetas en la corte celestial con versos únicos, recónditos. Seré aceptado, respetado y homenajeado por los hombres más ilustres de la época, y alguna vez, quién sabe —si la suerte me acompaña—, podré contactar con los mismos dioses, seré su instrumento terrenal, su lenguaje, su Mesías.
Mas lo realmente extraño de toda esta historia es que, cuando yo u otro miembro de la familia le preguntamos al gran sabio por el contenido o significado de su último letargo, regularmente enmudece, o encauza la conversación por otro sendero y comienza a detallarnos aquella remota visión suya: “Cuando auguró la muerte accidental del monarca Enrique II en un torneo de armas…”
ALMANAQUE DE 1555. CENTURIA OCTAVA —POR MIGUEL DE NOSTRADAMUS—.
El día de nosto de 1574, aquel de mi especie de patronímico el Joven será, patibulatus in situ, por dar falsos testimonios, creer ciegamente en un don divino que sólo yo poseo y no será hereditario. El crimen: Intentar hacer realidad sus ilusiones enmascarándolas como profecías, tratará de incendiar el pueblo de Pouzin, un inocente poblado. Incluso hasta mí llegan los gritos de desprecio: ¡Hereje, hechicero, dia…!1
buen cuento