Cumplimos años pandémicos. Lo que parecía transitorio permanece, y ya no hay estímulo posible para alegrarnos ni para estar pendientes de fechas, salvo de los progresos de la vacunación. El año pasado nos animábamos pensando: “Total, un cumpleaños no es nada, qué importa pasarlo en solitario. El próximo será doble; vendrán los amigos y los familiares que están lejos. Tú verás cuánto nos vamos a divertir dentro de doce meses”. Sin embargo, hoy estas frases perdieron efectividad. El 2021 nos abofetea, nos perpetúa el encierro, y el miedo. Mi amigo Osvaldo me ha dicho, tratando de apaciguar mi desconsuelo: “No te aflijas, el único remedio es no cumplir años.” “¿Cómo es eso?”, quise saber. “Fácil, lo asumes como un falso cumpleaños, un fake birthday, y pasas de largo”.
“Sería raro, pero ya que vivimos en una casi irrealidad, qué importa una más”.
Reconozco que su consejo me puso a meditar. ¿Y si todos nos unimos —aunque sea para esto—, y decidimos burlar los calendarios? Sería raro, pero ya que vivimos en una casi irrealidad, qué importa una más. Bien vistas las cosas, no sería tan extraño, ya que transitamos por lo que pudiera considerarse un año doble, que ni almanaque tiene. Como es lógico, veinticuatro meses de claustrofilia, de andar cubiertos, de vivir atemorizados, de estar pendientes de cifras, de augurios, de la salud de nuestros seres más queridos, dejan secuelas, por supuesto.
Si todos, repito, asumimos la misma actitud, y obviamos los fake brithdays como si fueran fake news, al menos tendremos la ventaja de haber permanecido no solo vivos, sino estancados en la misma edad, y, por ende, resultaría que no hemos envejecido. Por razones nunca explicadas con suficiente claridad (incendios, pereza, adulterios, costumbres, etc.), era común que nuestros bisabuelos, abuelos, e incluso nuestros progenitores, fueran inscritos dos, tres o cinco años más tarde del día real en que nacieron. Esta peculiaridad hizo que nunca supiéramos a ciencia cierta si el abuelo cumplía 80 u 85 años, ni si su madre había nacido en Valladolid en 1905 o en Cacarajícara alrededor del año 1896. Sin ir muy lejos, mi abuela materna, belga de nacimiento, aparece en el Registro Civil del municipio Plaza como oriunda de un sitio llamado Vejica. Ya lo he contado antes, pero viene a colación: cuando protesté por semejante disparate, con el argumento de mi orgullo por descender de alguien de Bélgica, como la súper actriz Audrey Hepburn o el amantísimo Julio Cortázar, o Hergé, creador del inolvidable Tintín, pero sobre todo por la irrefutable noción de que ningún sitio nombrado Vejica existe en la faz del planeta, me respondieron que no armara tanto alboroto, ya que si bien Vejica no aparece en ningún mapa, mi querida abuela tampoco. Siguiendo la propuesta, me parece buena la idea de mi amigo Osvaldo. Así, cuando alguien nos pregunte la edad podemos responder: “Según mis cálculos, debo andar por los cincuenta más o menos”. O también: “¿Quieres saber los años que llevo en la tierra, los que aparenta mi aspecto, los que creo tener, los que me gustaría, los años que los demás creen que tengo, los que ya he cumplido, o los que voy a cumplir cuando haya calendarios?”. “¿A ti te interesa conocer las fiestas que hago, las que hacía, las que haré, las que me gustaría haber organizado, las reuniones familiares y con amigos que pienso recuperar, o en fin, de qué estábamos hablando?”. De esta manera el tiempo se detiene y nos regala dos años de no haber existido.
Claro, existen algunos inconvenientes para tal engañifa. Nuestro cuerpo sí sabe que dos años dejan cicatrices, y lo peor, los espejos también. Luego está la cuestión de la ropa. No solo porque es imposible —además de absurdo— comprarse nuevos atuendos, sino porque hemos ido cambiando de talla, para bien o para mal, y porque hemos sometido a un brutal maltrato la misma bata de casa, el único pantalón que sobrevive, la blusa que todavía nos sirve, el vestido que cayó en picada y pasó de ser “de salir” a la condición intermedia de “por si viene alguien”, hasta la denigración del uso diario, ya que ni salimos ni nadie nos visita. Con el calzado ocurre otro tanto: las finanzas familiares se reservan para el trío básico (alimentos, medicinas y electricidad), sin ocupar categoría de nivel adicional (aseo personal, detergente y cloro en todas sus variantes). De manera que los pies quedan relegados al plano lejano, distal, que según la anatomía ocupan en nuestro cuerpo. Así, nos calzamos con lo más cómodo, con lo primero que se asoma en la zapatera, con tenis que ya simulan guantes, y con sandalias que parecen de la época hippie.
Otros inconvenientes que no podemos obviar son las demás celebraciones (aparte de nuestro egocéntrico onomástico) que dicta el almanaque, aunque no exista. Día de la mujer, día de las madres, de los padres, de los niños, del campesino, del hipertenso, de la comunidad LGTBI, del bibliotecario, del médico, de la enfermera, además de las jornadas dedicadas a celebrar lo inimaginable (día del zurdo, del no fumar, de la letra eñe, y muchos más, como el ejemplo maravilloso del filósofo Zumbado, cuando habló de la fábrica de prótesis del codo izquierdo). Nada debe pasarse por alto, y todo se festeja a través de la difícil vía digital, esa que cuesta dinero, consume tiempo, y suele desesperarnos. En lo personal, confieso mi estupor al ver sonrisas que se congelan a media conversación, o rostros que de pronto se cuadriculan, u oradores que frente a la cámara esperan que el resto del mundo esté pendiente de ellos, y van diciendo “vamos, conéctense ahí, voy a esperar un rato más, avísenme”, mientras encienden un cigarrillo, se alisan el pelo, se acomodan el cuello de la camisa, saborean un café o beben un líquido misterioso, saludan a la familia que les pasa por el lado, y sonríen a quien aparece en otra pantalla que solo ellos están mirando. Por si fuera poco, van repitiendo la misma letanía de “conéctense, avísenme, súmense”, como si nosotros no tuviéramos nada mejor que hacer, y un bulto de billetes oyendo la charla. Y una ahí, gastando tiempo, dinero y paciencia, porque total, el próximo año será mejor. Los coloquios, los congresos, los intercambios y los lanzamientos llegan al clímax del esfuerzo mental: no es un rostro, sino múltiples caras que aparecen a la vez en múltiples ventanitas, y cada cara, como es lógico, tiene su correspondiente boca, que habla al mismo tiempo que las otras.
Asistimos perplejos a una especie de obra coral, que obliga a nuestros sentidos al esfuerzo descomunal de intentar el entendimiento de lo que en dichos eventos se debate. Hay que tener mucha disciplina para llegar al final, mucho oído entrenado, y mucha vista de águila para no perderse nada del asunto. Si usted sabe leer los labios, no es miope, y conoce de signos extraverbales, quizás le resulte fácil comprender, pero la mayoría de los mortales no está alistado para este tipo de comunicación. Cuando pasen más años, y exista algo parecido a la vida que llevábamos antes de la pandemia, quedarán no solo testimonios como estos, sino las imágenes fotográficas. Habrá que ver cómo explicamos a nuestros nietos que “eso” que nos cubría el rostro se llamaba nasobuco, mascarilla, barbijo; que las ropas que usábamos nos daba igual; que muy a propósito no aparecen zapatos en las fotos, y que, por favor, nos perdonen las miradas de susto y el hecho insólito de soplar velitas a un triste cake sin nadie alrededor. “Éramos peculiares en aquellos tiempos, porque estábamos en modo pausa, como viendo lo que la pandemia se llevaba”, diremos. Si nos creen o no, como diría Scarlett O’Hara, nos preocuparemos mañana.