Nunca podré olvidarme de aquella resplandeciente mañana de agosto de 1920. Es una fecha estelar en mi humilde biografía. Se inauguraba el campeonato infantil de pelota en Víbora Park. Cuatro equipos se habían inscripto en la Liga Amateur de Pantalones de Bombache, para disputarse, en limpia lid, la copa de oro donada por Fidencio Rodríguez: los Mancos, los Miopes, los Mataperros y los Manigüeros. Yo, resulta obvio aclararlo, figuraba en el último y era, parece obligado añadirlo, la estrella del team. Más aún: era un pelotero all around. Lo mismo servía para birlarme una base que para tocar la plancha, volar la cerca, disparar curvas diabólicas, raspar en el campo corto o cerrarle el paso a los jonroneros en lo más profundo del center field. El eco de mis proezas aún resuena, con homéricos timbres, en las crónicas deportivas de la época.
La tarde de las vísperas, de la fausta mañana que hoy evoco, nuestro manager, Ruperto Mayabeque, nos reunió en el umbroso y fragante traspatio de su casa. Era un hombre menudo, magro, simpático, efusivo y locuaz. Gustále sobremanera embriagarse con menta helada. Su prolongada soltería lo había inclinado por la suave pendiente de las aventuras fáciles y baratas. Manejadoras y cocineras constituían su caza mayor, aunque, a las veces, solía atrapar alguna obesa y climatérica gallina de casa particular, por lo común tías hartas del celibato. Leía mucho: sobre todo, folletines picúas, novelas policiacas y relatos picantes. Sus artistas preferidos eran el vaquero William Hart y la vampiresa Theda Bara, sombras ya difuminadas del cine silente. Pero Ruperto Mayabeque era, asimismo, un manager de calidades egregias y de enciclopédicos conocimientos. Cabe decir que, en cuanto a pelota, sabía hasta donde Ty Cobb y Connie Mack empezaban a ignorar. Hubiera podido llegar hasta los mayores si fuese más modesto de lo que es. Aún vive, ya renqueante y casi ciego, y, desde luego, en la prángana. Sugiérele a Sergio Varona, paradigma de almas nobles, que le organice una cuestación entre fanáticos. O si prefiere, un festival deportivo en que participen gloriosos sobrevivientes, como Raúl Alfonso Gonsé y José Manuel Valdés Rodríguez, de los idílicos tiempos en que pisando y pisando la ventaja era para el corredor.
Pero volvamos a lo que iba. Ruperto Mayabeque nos había reunido aquella tarde, en el traspatio de su casa, para revelarnos, previo juramento solemne, los secretos de su hermenéutica. No difundiré, tampoco ahora, lo que entonces me comprometí a callar. Me limito a referir que esos secretos, trucos estupendos en su mayoría, nos permitieron ganar invictos el campeonato.
Ni que agregar tengo que esa noche la pasé toda en claro, embutido, orgullosamente, en el uniforme gris con rayas verdes, la gorra puesta, el guante calzado, el bate junto a la almohada y afilándome los spikes. Vi bogar la luna por la luceta de mi ventana, como una góndola de plata escoltada por luminosas abejas. En la alta madrugada el lago celeste comenzaba a adquirir opalinas tonalidades —un voraz apetito se adueñó de mí y tuve que saquear la nevera—. Pero continué insomne. Y así me sorprendió el sonoro cantío de los gallos y el alegre reventar del alba.
Me lavé la cara y sumergí largo rato en el lavado, para refrescarla, la inflamada mollera. Ingerí, de un tirón, un vaso de horchata y, a escape, enrumbé a encontrarme con mis compañeros, que ya solo aguardaban por mí para dirigirse al terreno. Fuimos a pie, en correcta formación, con Ruperto Mayabeque al frente —iba de uniforme carmelita y con sombrero de yarey— y estremeciendo el aire con cantos y gritos. El vecindario se asomaba a las puertas a vernos desfilar y centenares de curiosos nos seguían entre carcajadas, aplausos y vítores.
“El eco de mis proezas aún resuena, con homéricos timbres, en las crónicas deportivas de la época”.
La recepción de que fuimos objeto, al interrumpir en el diamante, es solo comparable a la tributada por los atenienses a Temístocles, a su regreso de Salamina. En las repletas graderías se apretujaban, alentándonos de mil maneras, nuestros familiares, nuestros amigos y desde luego, nuestras novias. La mía, romántica trigueña de voz tremulante y 12 años en flor, me mandó, con el cargabates, un recado tan melifluo que me sacudió la osamenta.
Cantó el umpire las baterías y dio la voz de play–ball. Al bate, los Mataperros; los Manigüeros, al campo. El juego se desarrolló con dramática rapidez. Fue un portentoso duelo de pícher hasta el último inning: cero error, cero hit, cero carreras por ambas partes. En la primera entrada del noveno, se inició el fututeo: tres hombres en base y ningún out. Ruperto Mayabeque pidió time, conferenció brevemente conmigo y me instaló en el box. Genial ocurrencia. Yo venía por la goma y me bastó lanzar nueve bolas de humo para devolverles el ánimo al cuerpo a nuestros angustiados partidarios. En la segunda entrada, ocurrió todo a la inversa: Juanito Esmeril, fly corto; Pedro Cifuentes, fly largo. Dos outs, el pícher en caja, el cuadro abierto y yo al bate.
La enorme concurrencia se había puesto de pie y observaba, ansiosamente, el trágico desafío entre el pícher y yo. Dos veces consecutivas abaniqué la brisa. Después varios fouls que arrancaron blasfemias.
Primera bola, segunda bola, tercera bola. Tremenda disyuntiva para él y para mí: tres y dos.
En ese preciso instante, Ruperto Mayabeque se me encimó, abruptamente, y me susurró al oído, con mefistofélico acento: “Discóbolo, jaque, frufru”. Y lo que aconteció, a seguidas, puede ya presumirse: boté la pelota, gané el juego y todo cubierto de flores fui llevado en andas, por la muchedumbre enfebrecida, hasta el portal de mi casa.
Ruperto Mayabeque lloraba de gozo, mientras mi novia sonreía, conmovida, bajo una sombrilla rosada.
Nota:
Tomado de Retorno a la alborada, vol. I, 2da ed., Editora del Consejo Nacional de Universidades, Universidad Central de Las Villas, pp. 387-389.
El autor fija al pie del texto la fecha de escritura en abril de 1951.