Alejandro Falcón toma el monte
18/1/2018
Cuba ha sido un laboratorio permanente de alquimias interculturales. Como país del Caribe, nuestras experiencias más raigales se han contaminado entre sí, creando un cuerpo de valores único e indivisible, modelo de una unidad que se manifiesta en su diversidad
Alejo Carpentier recordó cómo “ya en el siglo XVII, Cuba poseía instrumentos y danzas idénticas a las que aún podemos ver hoy en sus bailes populares. La Isla formaba parte del vasto sector continental sometido a influencias africanas, exportando danzas que tenían más fuerza y poder de difusión, que las que importaba”.
“Alejandro Falcón muestra lo que le debe a las mitologías de origen africano con su música”.
Foto: Cadenagramonte
Valores bien variados, pues en rigor ni España ni África contaban con una unidad étnica ni cultural. España acababa de constituirse como estado unificado bajo los Reyes Católicos. Era, como África, un gran mosaico de formas culturales. Un estrato de la población nacía con fuertes rasgos criollos: el estrato humilde de ascendencia africana. Esclavos u horros que se dedicaron a las tareas más desgraciadas del cultivo de la tierra y en algunos casos, donde hubiera ingenios, de la caña, que en siglos posteriores se convertiría en infierno para el hombre africano de condición esclava.
Pero las fuentes del folklore no constituyeron un atractivo para los viajeros del siglo XVII. Pasa casi inadvertido este siglo, al que algunos historiadores han denominado de la piratería, y entra el siglo XVIII en el que se van percibiendo, con más claridad, los rasgos de una idiosincrasia, de un folklore criollo mezcla de dos antecedentes fundamentales: el español y el africano, que se prolongan hasta nuestros días, y a los que se unirán más tarde otros componentes, como el chino, a partir de esa rica cultura milenaria, tan pródiga en expresiones artísticas, a ese mundo de símbolos culturales tan diversos y antiguos , oscilantes siempre entre la danza y el canto, porque pocos pueblos como el chino han mostrado a lo largo de su historia ser poseedores de una imagen cosmogónica tan representativa del cuerpo y de la voz.
Fue en el siglo XIX cuando fraguó esa nueva identidad, evidente en la música, y de manera mucho más específica, si nos atenemos a la música de concierto, en la escritura para el piano.
El artista siempre ha sido una figura emblemática de la vanguardia, en todos los sentidos sobre todo desde el punto de vista de la intuición. Si pensamos en la música, veremos que los elementos llamados criollos, o sea, de cubanos ya nacidos en la Isla, están en las danzas de Manuel Saumell, luego en las contradanzas de un gran músico y compositor, Ignacio Cervantes, y en la música popular, en las zarabandas, en los minuets, en las chaconas amulatadas en géneros que derivaron todos de ritmos y danzas europeas, sobre todo francesas. Luego viene en el siglo XX la portentosa creación de Ernesto Lecuona, con sus danzas inefables. Y por ahí vamos entendiendo un poco dónde está el oído del cubano para percibir ciertos aires y expresarlos en un género, en una manifestación rítmica, en un estilo que ya se iba perfilando.
No es casual entonces que sea un joven pianista y compositor quien sitúe su mundo espiritual al romper el siglo XXI en las coordenadas esenciales de lo que hemos sido y queremos ser. Un joven pianista y compositor, armado de las herramientas aportadas por la academia, pero con la mirada y el alma puestas en una tradición acrisolada.
Alejandro Falcón muestra lo que le debe –y le debemos- a las mitologías de origen africano que con el tiempo se han convertido en parte del núcleo de la cubanía. Lo hace con gracia y altura, con fervor y convicción. Hay mucha inteligencia en sus partituras y mucha pasión en su entrega interpretativa.
Asistimos mediante su arte a la develación de un prodigio, al nacimiento de una nueva fábula.