Berta Martínez siempre por y para el teatro
7/4/2021
Hoy, 7 de abril, la directora teatral Berta Martínez cumpliría 90 años de vida. Sirva el onomástico para recordar su brillante contribución a las tablas cubanas. Nacida en Yaguajay, Las Villas, Berta Rosa Martínez López encontró en las luces de carburo con que se iluminaba su hogar humilde, una motivación visual que la acompañaría a lo largo de sus búsquedas de expresivos claroscuros para la escena.
Muy joven, se trasladó con su familia a La Habana, se hizo asidua espectadora de las principales agrupaciones teatrales de aquella época (el Teatro Universitario y el grupo ADAD, entre otros) e ingresó a la Academia de Arte Dramático de La Habana. También, atraída por el arte y ávida de conocimientos, se acercó a la radio, se graduó como locutora en 1950, y trabajó como actriz en distintas emisoras radiales de la capital, paralelamente a su labor escénica, lo que despertó su interés por la importancia de la expresión oral en la interpretación teatral. Estuvo entre las primeras intérpretes de las novelas de la Televisión Cubana.
En 1955 viajó a Nueva York para formarse en una academia de actuación. Si bien sus condiciones económicas no le permitieron cursar estudios completos, y debió sostenerse trabajando duramente en una factoría, matriculó en Actuación, Dirección y Luces, y sacó todo el partido posible a su estancia. De regreso a Cuba se integró al Grupo Prometeo, dirigido por Francisco Morín, representante de la vanguardia teatral en su momento. Protagonizó obras como Sangre verde, Réquiem por una monja, Beatriz Cenci, El águila de dos cabezas y Los fanáticos. En sustitución de Morín, que debía realizar un viaje a Europa cuando ya tenía planificado un montaje, Berta debutó como directora con El difunto señor Pic, del francés Charles Peyret Chappius, en la cual, además, interpretó el rol protagónico.
Rine Leal, mi maestro de la crítica, dedicó elogiosos testimonios a la labor actoral de Berta, al calificarla de “acerada hasta el máximo, moviéndose como una experta y usando un abanico negro cual si fuera el instrumento de su propia expresión. Entre ambas [compartía escenario con Ernestina Linares] conjugan el más apetitoso, violento y descarnado juego escénico que La Habana haya visto desde enero de 1954”. Reafirmaría su valoración al referirse al rol interpretado por ella en Beatriz Cenci: “Berta Martínez reafirmó su calidad de extraordinaria actriz y realizó un ejercicio de actuación tan personal, violento y telúrico que desde Requiem para una monja [también a su cargo] no se había contemplado nada semejante en nuestros escenarios: una curiosa mezcla de incapacidad vocal con un inteligente trabajo interior”.
Por si fuera poco, Rine añadiría otro elogio rotundo al trabajo de interpretación de Berta en la puesta de Madre Coraje, de Bertolt Brecht, ya en Teatro Estudio y bajo la dirección de Vicente Revuelta. Cito su elocuencia, pues vale la pena calibrar lo que significó para el montaje, estrenado en 1962:
El mejor momento de la representación lo brinda Berta Martínez en el papel de Catalina, la hija muda. En su presencia, en sus gestos, en su manera de reaccionar ante cada episodio, en la forma en que ella ha concebido su actuación, hay todo un logro de creación y al mismo tiempo de gran teatro: sus dos escenas culminantes son cuando se pone los botines rojos de Ivette y cuando con sus golpes de tambor salva la vida de su madre a costa de la suya. Es el personaje más conseguido de toda la representación, el más equilibrado, el que alcanza una dimensión más justa y mayor, y el que por una paradoja (repito que Catalina es la hija muda), el que en forma más acabada logra expresarse con profunda convicción.[1]
Como directora, Berta Martínez también descuella en la dramaturgia cubana. Hasta mi generación llegaron los ecos de su creatividad en obras como La casa vieja, de Abelardo Estorino, que decidió concluir desmantelando ante los espectadores la escenografía, como revelación de la crisis de valores que impactaba a la familia como estructura. Llevó a escena su propio texto ¿Quién pidió auxilio? y Todos los domingos, de Arrufat y La lata de pintura, de Lisandro Otero. Con La Rueda inició un montaje de La reina de Bachiche, de José Milián, que no fue concluido por circunstancias ajenas.
En Teatro Estudio fue uno de los pilares de la dirección escénica. En medio del ecléctico repertorio y los diversos estilos que caracterizaron su programación, las puestas en escena de Berta siempre fueron garantía de rigor, complejidad y buen nivel actoral. Para el teatro cubano de todos los tiempos, Berta integra junto a Vicente Revuelta y Roberto Blanco la tríada de maestros indiscutibles.
A lo largo de su carrera, la actriz y directora siempre mostró notable interés por el conocimiento; empeñada en superarse a sí misma; siempre dedicada al estudio y a unas anotaciones que ojalá podamos disfrutar, al tiempo que profesaba una vocación de servicio y el deseo de transmitir sus saberes y experiencias a los más jóvenes. Disfrutaba tanto el aprendizaje como la enseñanza desde vías no formales, ligadas a su propia práctica. Fue profesora del Instituto Superior de Arte y recibió de esa institución el nombramiento de Doctora Honoris Causa.
Berta quiso dedicar sus últimas energías creadoras a hurgar en los vasos comunicantes entre las formas populares de nuestra cultura, aquellas a las que había acudido muy joven. Montajes de zarzuelas españolas como El tío Francisco y Las Leandras; El boticario, las chulapas y celos mal reprimidos, y La verbena de la paloma —retomadas más tarde como parte de la Compañía Hubert de Blanck— le permitieron aplicar aspectos de sus investigaciones, sobre todo al teatro popular cubano, y hacerlas confluir con rasgos del bufo y el vernáculo. El diálogo entre el negrito y la mulata con el gallego se adueñaban del gracejo español y revalidaban el humor con matices del presente.
La maestra, a inicios de los años 90, se despedía de la escena en clave de fiesta.
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Conocí a Berta trasmutada en Lala Fundora durante una de las tantísimas funciones de Contigo pan y cebolla en las que brilló durante los años 70; obra que refleja los avatares de una madre de familia de clase media baja que anhela tener su propio refrigerador y que sus hijos logren lo que ni ella ni su marido habían podido alcanzar a lo largo de toda su vida. Desde el estreno de la obra en Teatro Estudio, con la puesta en escena de Sergio Corrieri en 1964, que luego remontó el propio autor, Berta no dejó de hacer ese personaje hasta 1989.
La recuerdo con su ropa de casa marcada por el tiempo, en ajetreo permanente, moviéndose en el escenario como si realmente estuviera en la sala comedor de su casa; sirviendo la comida o recogiendo la mesa; lidiando con los quehaceres domésticos y los achaques de Fefa, la tía del marido; lista para hacer alguna de las gestiones impostergables de su intento de escalada hacia el progreso. Había bordado cadenas de acciones tan minuciosas y orgánicas, tan “naturales”, que su partitura de gestos y movimientos alcanzaba una verosimilitud que por momentos podía arrastrarnos a través de la emoción o la risa, sin que olvidáramos la convención ni perdiéramos el juicio crítico.
Tuve la suerte de escucharla revivir detalles del proceso de creación cuando otro de mis maestros, Helmo Hernández, la invitó a un seminario de crítica de una de nuestras clases del ISA en L y 19, en el Vedado, allá por 1978. Allí pude constatar a la guajira campechana y rigurosísima artista que convivían en aquella extraordinaria mujer. Generosa, nos contó acerca de los pasos técnicos que seguía para trabajar el carácter de Lala, así como su extremo cuidado al prepararse cada noche, revisar cuidadosamente su vestuario, incluidos los broches y trabillas de sus sostenes, mientras se vestía de Lala y poco a poco incorporaba su energía arrasadora. Berta enriqueció y complejizó el personaje con un grado de humanismo tan entrañable, que por mucho que se ha representado este clásico de nuestra escena, nadie ha podido igualarla.
Unos años más tarde, apreciar su montaje de Bodas de sangre fue otra revelación inolvidable, sobrecogedora en su belleza formal y en la fuerza de las pasiones en pugna que nos transmitían los personajes. La puesta en escena componía arreglos para resaltar el carácter clasista y sexista sumergido bajo la negociación pactada entre las familias para unir a los dos jóvenes, por encima del amor. Muestra elocuente era la escena de la petición de mano, que se convertía en una abierta transacción económica en la que cada miembro de la pareja vale en tanto es poseedor de tierras u otros capitales. Bellísimo era el pasaje de la huida de Leonardo y La Novia a través de un bosque construido con simples varas de madera que un coro de actores sostenía. El recurso era una muestra del sentido minimalista y austero con que Berta elaboraba potentes imágenes, altamente expresivas, que conseguía con pocos elementos, pero muy bien escogidos, a menudo movidos por los propios actores y combinados con las composiciones que armaban sus cuerpos. A ello se sumaban el empleo simbólico del color y la fuerza visual de las texturas vírgenes, armonizados con el uso exhaustivo de la luz, en haces contrapuestos de gran poder expresivo, para resaltar la atmósfera y crear hermosos cuadros plásticos. La puesta se iniciaba, además, con una escena de fusilamiento al fondo, a la izquierda, bajo una luz cenital que proponía una suerte de analogía del asesinato de Federico García Lorca, víctima de la represión franquista. Presentada en España, en el importante Festival de Teatro de Sitges, y en gira por varias ciudades, la puesta de Bodas de sangre por Berta Martínez fue objeto de polémica por su sentido político y su acercamiento a debates que tenían lugar en el contexto revolucionario. Asimismo, también fue reconocida por importantes voces críticas de su momento.
Otra manera de comprobar el talento de Berta en el trabajo con Lorca ya había sido La casa de Bernarda Alba, de 1972, que dos años antes había sido Bernarda, a secas, como parte de sus búsquedas y tanteos. La que vi, ya en los 80, era plásticamente impactante desde la austeridad en el tratamiento del espacio —sin elementos escenográficos corpóreos y con una escasa utilería— y el contraste visual entre los trajes (hábitos blancos confeccionados de lienzo crudo, contra el ciclorama negro y el tablado negro mate de la sala Hubert de Blanck). Se me revelaban rasgos y discusiones leídas acerca de Don Gil de las calzas verdes, de Tirso de Molina, cuyo montaje de Berta no alcancé a ver; la propuesta intercultural que defendía y que muchos no comprendieron, entre ellos el crítico Mario Rodríguez Alemán, quien, sin embargo, dedicó a La casa de Bernarda Alba una rigurosa crítica en la que anotaba:
La realizadora, quien es autora de la puesta en escena, pero también de la escenografía, el vestuario, el diseño de luces y la utilería, escribe en el escenario un texto teatral casi nuevo. El texto literario creo está casi completo, pero su concepción dramática parte de la tragedia como categoría estética. Sin abandonar la raíz española de la obra, Berta Martínez la universaliza, acrecienta su preocupación por demostrar cómo la vieja honra —y el categórico honor tan usado por Lope, Tirso y Calderón— deviene conflictiva angustia. (…) Berta Martínez matematiza cada movimiento con una precisión geométrica de las proporciones y cada detalle tiene su significado abarcador. Su puesta en escena de La casa de Bernarda Alba es un ejemplar resultado de reflexión, madurez e imaginación creadora.
Repasando los espectáculos de Berta desfilan ante mi memoria las imágenes de actores y actrices: Hilda Oates, Francisco García, Isabel Moreno, Adolfo Llauradó, Miriam Learra, Adria Santana, Herminia Sánchez, Florencio Escudero, Nieves Riovalles. Revivo la fuerza de los gestos y la imponente estatuaria cristalizada en escenas en las que se fundían Stanislavski, Brecht, Meyerhold y muchos años de teatro cubano vivido. Vuelvo a ver los haces de luz, cortantes como filos de cuchillos enfrentándonos sensorialmente al drama, y una poesía estremecedora.
Pocos años después de Bodas de sangre, ya graduada de Teatrología, me tocaría compartir con la directora y maestra mi primer viaje al extranjero, cuando ambas asistimos como invitadas a un seminario sobre la obra de Bertolt Brecht, en Berlín y Postdam; ella, como gran actriz de algunas de sus obras —hay que recordar también su Señora Sarti en el Galileo Galilei de Vicente Revuelta— y seguidora ferviente de su legado teórico, y yo, como joven especialista de la Dirección de Teatro y Danza, luego de defender una tesis sobre la presencia de Brecht en el teatro cubano. En el azaroso tránsito, vía Moscú, con interminable escala incluida, en el vastísimo espacio helado de Sheremetyevo 2, compartimos las respectivas calderillas en monedas prohibidas que cada una cargaba y las mínimas provisiones para sostener la espera —entre ellas, una salvadora lata de leche condensada que la precaución de Berta había puesto en su equipaje. Ya en Berlín, en las sesiones y visitas del evento, participamos de la experiencia privilegiada de conocer de cerca los ámbitos de vida y trabajo de Brecht —su estrecha cama bajo el grabado de Confucio, su lecho de tierra junto a Helen Weigel y la preciosa vajilla de porcelana blanquiazul de la gran actriz—, más el valor del legado transmitido por el maestro alemán a artistas y pensadores de la escena y la cultura, escuchado de primera mano. Fue otra ocasión para confirmar la calidad humana de Berta, su compromiso con los más nobles ideales y su pasión por el conocimiento.
De aquellas experiencias nació, muy probablemente, mi interés por acercarme al proceso de creación de Macbeth, del que pude ver numerosos ensayos, gracias a la generosidad de Berta Martínez, y descubrir los mecanismos internos de creación del personaje por parte de otros dos enormes actores: José Antonio Rodríguez y Herminia Sánchez. También presencié los reclamos de la directora en cuanto al uso de la palabra, que en claro propósito brechtiano dejaba traslucir en su modo de articulación el asco de los propios personajes frente a sus acciones criminales. Aunque fue un proceso un tanto forzado, por el apremio para estrenarlo en el Festival de Teatro de La Habana de 1984 —lo que no lo dejó madurar ni permitió que algunas búsquedas llegaran a feliz término— me unen a él fuertes lazos afectivos en lo personal y lo profesional, pues con su ejercicio de análisis gané el premio del concurso de crítica en la memorable primera época de la revista Tablas.
En cada una de las oportunidades en que pude apreciar el trabajo de Berta Martínez, resaltó la entrega en cuerpo y alma a su oficio. Era una mujer de teatro, plena, que desde la solidez del dominio actoral se volvió directora, y en su integralidad fue diseñadora de escenografía y luces con idéntico rigor; celosa por salvaguardar los matices de un estilo singular, tan suyo y tan genuino. Más allá de influencias y legados explícitos e implícitos, declarados o silentes, y de los que pueden apreciarse en directores de distintas generaciones, resulta en extremo valioso volver una vez más a Berta Martínez y al empeño de hacerse a sí misma desde sus convicciones éticas y sus inagotables preguntas estéticas, siempre por y para el teatro.