Narrativa cubana hic et nunc
1/4/2021
… una fiesta innombrable.
José Lezama Lima
Esta será una mirada a la narrativa cubana de este tiempo desde la óptica de un narrador cubano de este tiempo. La mirada de un observador observado. No será la mirada de un crítico. Tampoco la de un académico. Ni siquiera la mirada de un ensayista. No pertenezco a tales gremios. Será la mirada —subjetiva— de un narrador. Un narrador más. Y no será mirada prolija. Serán notas al vuelo. Recordemos lo señalado por Hemingway en aquella memorable entrevista con George Plimpton: se escribe desde las certezas. No cumplo ahora con esa suerte de apotegma: este texto no llega desde certezas. Cuanto acá enuncio lleva el signo de las dudas. Del probable error. Puedo crear, ignorar, minimizar o magnificar aspectos. La certeza llega siempre desde el debate. El flujo de ideas. Las ideas de todos.
Canon y Thánatos
Tras milenios de historia escritural el mundo actual, la casi ya fallecida postmodernidad, la sociedad postindustrial, este nada sacro hic et nunc que transitamos —y nos transita— está henchido de canon. Cada faceta de la vida de este siglo XXI está marcada desde y por él. El canon y el agón. La angustia de las influencias. Todos llevamos a cuestas canon y agón. Nunca la vida, la sociedad —y la literatura— han resultado tan intertextuales. De la mano de lo intertextual asoman canon y agón. Canon: vara de medir, según los antiguos griegos. Discurso hegemónico que contrasta con otros, catalogados de subalternos. Catálogo de obras/autores que deben ser leídos como auténticamente literarios. No deben obviarse/olvidarse los criterios sobre los cuales se basa la inclusión/exclusión de ese canon. ¿Qué convierte a un escritor en canónico? La extrañeza, la originalidad, sostiene Harold Bloom.
El canon, de acuerdo a la Dra. Graciela Pogolotti, “se crea mediante la conjunción de diversos factores: las revistas, las editoriales, el mundo académico con su instancia de investigación y de enseñanza, el ejercicio de la crítica literaria especializada y los órganos de difusión”. El empleo del término en los estudios literarios data del siglo III a.n.e., desde lo bíblico: los llamados cánones alejandrinos. La primera aplicación del término “canon” al campo literario fue realizada, según parece, por David Ruhnken, en 1768. Canon no es moda. No es el modus operandi de éxito de un escritor —o grupo de escritores— en un periodo/lugar dado. Y se entroniza, o se trata de entronizar —al final siempre las aguas artificialmente desbordadas regresan a su natural cauce— no pocas veces desde lo político/ideológico. Ahí están, para probarlo, las escrituras no hegemónicas, tradicionalmente expulsadas del canon: lo femenino, lo gay, lo negro, lo discrepante, lo minoritario, lo queer, lo perverso, lo juzgado política, social o sexualmente incorrecto, lo raro, lo no aceptado por el nacionalismo “manía de primates”, según Jorge Luis Borges, lo alejado, silenciado o despreciado por los centros de poder. Menciono todo esto porque al canon, al cubano, regresaremos más tarde. Discurrir acreca del canon nacional en mitad de un mundo —y una cultura— globalizadas, de múltiples interinfluencias y dispersiones resulta polémico. No faltará quien pueda aludir a nacionalismos. Concientes de ello, adentrémonos en ese territorio. El siglo XIX cubano tuvo su canon: Cirilo Villaverde, Gertrudis Gómez de Avellaneda, Joaquín Lorenzo Luaces, José Fornaris. Soy parco en menciones, me circunscribo a la narrativa, con la excepción de la Tula —por su incursión más allá de la poesía— y no menciono al Apóstol, centro mismo del canon cubensis, dada su soberana imantación espiritual e idiosincrática, imantación del alma, rotunda, desde el impacto de su poesía, su periodismo, su oratoria, su soberanamente bello Diario de Campaña, sus ensayos, sin olvidar el ejemplo —tremebundo, romántico, puro y radiante— de su vida y de su muerte.
Los primeros años del siglo XX exhiben su canon: ahí están las obras del binomio Miguel de Carrión / Carlos Loveira. Mas concentrémonos en el canon vigente hoy, resultado de autores que vivieron/pensaron/sintieron/escribieron a partir de la cuarta década del siglo XX. Imposible debatir acerca del canon sin nombrar al polémico Harold Bloom, en particular esa obra —discutible, mas también paradigmática—, El canon occidental. En ella se señalan 18 escritores latinoamericanos canónicos, ¡de ellos seis cubanos, el 33%! De acuerdo con Bloom, Cuba es el país de América Latina con mayor cantidad de escritores canónicos, literatura esa, la latinoamericana, a la que Bloom asigna tres centros: Borges, Neruda y Carpentier. Precisamente acerca de Carpentier sostiene Bloom: “…puede que el tiempo demuestre la supremacía de Carpentier sobre todos los escritores latinoamericanos de este siglo”.
Alberto Garrandés se extiende acerca de la existencia de lo que denomina “el triunvirato inexorable”: El siglo de las luces, de Alejo Carpentier; Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante y Paradiso, de José Lezama Lima, triunvirato al que agrega Garrandés un cuarto elemento —como lo hiciera Dumas en Los tres mosqueteros—: El mundo alucinante, de Reinaldo Arenas. He ahí un canon: cuatro grandes novelas, cuatro grandes autores. Pueden citarse, sin embargo, ocho nombres que conformen —me permito citar nombres y no obras—, una suerte de octágono inexorable, autores de los que señalaré fecha de nacimiento y muerte: Dulce María Loynaz (1902—1997); Enrique Labrador Ruiz (1902—1991); Alejo Carpentier (1904—1980) —Harold Bloom en El canon occidental, se dice que de la mano del profesor Roberto González Echevarría, le confiere cuatro novelas canónicas: Los pasos perdidos, El siglo de las luces, El recurso del método y El reino de este mundo, resultando el escritor cubano con mayor cantidad de obras canónicas; José Lezama Lima (1910—1976); Virgilio Piñera (1912—1979) —quizá entre los canónicos quien mayor huella ha dejado en la cuentística cubana de los últimos 30 años—; Guillermo Cabrera Infante (1929—2005) —Harold Bloom le adjudica dos novelas canónicas: Tres tristes tigres y La Habana para un infante difunto—; Severo Sarduy (1937—1993) y Reinaldo Arenas (1943—1990). Todos autores nacidos entre 1902 y 1943, e infortunadamente fallecidos entre 1976 y el 2005.
De las obras de cada uno deriva, se conforma y reconforma, el canon narrativo cubano actual. Señalaba el poeta y crítico Virgilio López Lemus, en artículo aparecido en el 2007 en La letra del escriba, que el canon que guiaba a los poetas cubanos de hoy día era, en el contexto nacional, un canon muerto. Todos los grandes poetas cubanos, sostenía López Lemus, han fallecido. Lo enunciado para la poesía tiene su paralelo en la narrativa: infortunadamente los grandes narradores cubanos, los canónicos, esos dioses, han fallecido.
El canon trunco: Diáspora, canon y ruptura
Desde el fallecimiento en España en 1873 de Gertrudis Gómez de Avellaneda —autora que residió en ese país desde los 22 años, no olvidar que el mismo Apóstol residió mucho más tiempo en el extranjero que en Cuba— la narrativa cubana no ha dejado de estar signada por la dispersión. La diáspora. Dispersión y diáspora lastradas, infortunio mediante, por múltiples fallecimientos. Fallecimientos, otra vez aludamos al infortunio, en suelos extranjeros. Este hecho se torna todavía más marcado tras 1959 por motivos harto conocidos: Enrique Labrador Ruiz, Reinaldo Arenas, Guillermo Cabrera Infante y Severo Sarduy —entre otros muchos— para citar otro cuarteto inexorable, viven importantes periodos de sus vidas lejos de Cuba, y mueren, no debo dejar de citar el infortunio, lejos de su tierra natal. Esta circunstancia —y especialmente los avatares y enquistamientos políticos en los casos de Reinaldo Arenas y Guillermo Cabrera Infante— han impedido, por años, la publicación de estas obras en Cuba. Los escritores cubanos nos hemos procurado esas obras desde préstamos, envíos y/o compras desde el exterior, o lecturas en formato digital. Ellas, urge decirlo, las lecturas en formato digital —y la Internet— en gran medida, han salvado al escritor y al lector cubanos del aislamiento de esa parte —insustituible y extraordinaria— del velado canon insular, veladura a la que se suman obras de autores extranjeros de alto impacto y novedades del mundo literario. Lo mismo acaece en el campo de la sociología, la filosofía, la historiografía, la politología y la psicología.
Para la sociedad cubana, para el mundo editorial cubano —más allá de que lectores y escritores nos procuremos esas obras a como Dios procure y disponga— se trata de un canon oficialmente ausente. Un canon trunco. Huella trunca: memoria trunca. Un canon que para el libro cubano, ese, el publicado en Cuba, duerme y espera. No obstante, la existencia salvadora del libro digital —y de Internet— habría que determinar hasta qué punto y en que profundidad la condición de canon no totalmente develado, canon trunco, canon que duerme y espera, está presente en la narrativa cubana hoy y puede derivar en cierta ralentización—mutilación del proceso de apropiación y alejamiento de ese canon. Precisamente al tratarse de un canon ausente desde semejante ausencia… asoma el fetiche.
El síndrome del libro fetiche
Marx nos legó el fetichismo de la mercancía. Los lectores y escritores cubanos llegamos a ciertos libros después de muchos años de haber escuchado hablar de ellos. De veneración ausente. No se llega a un libro entonces: se llega a un fetiche. No contemplamos un libro, el libro nos contempla. Helo ahí, nos lo ha traído alguien de regalo desde el extranjero, nos lo han prestado, lo hemos logrado en formato epub para nuestro ereader. El libro, despectivo y hierático —como una chica bella y orgullosa que nos desprecia— nos contempla. Son obras cuya ausencia han marcado, marcan y marcarán, ineludiblemente, la narrativa cubana. No solo se marca desde la presencia: muescas no menos profundas llegan desde la ausencia. Desde la presencia ausente o ausente presencia. Todos nos hemos rendido ante alguno de esos libros. Todos hemos sentido ante ellos el erizamiento ante algo sagrado: ese escozor solemne y augusto. De la mano de ese canon trunco, esa veneración ausente —que genera fetiches—, se llega a un jardín donde los senderos, esos dos senderos borgeanos, se bifurcan: el Sendero 1 conduce a la adoración rendida ante la consecuente anulación del juicio crítico; el Sendero 2, al rechazo iconoclasta, al desaliento postlectura ante las muy altas expectativas: “esto no era lo que yo esperaba”, la clásica postura del iconoclasta: “no sé por qué todos veneran esto”. Todo fetiche —como todo enamoramiento— obnubila juicios. Tales posturas sueltan amarras desde la adoración de fetiches o su rechazo. Desde la veneración ausente.
Regresemos, de la mano del síndrome del libro fetiche, al canon trunco: de acuerdo con Bloom: “cualquier obra nueva para ser canónica debe poseer elementos contra canónicos”. Recordemos a Severo Sarduy: “Heredero es el que descifra, el heredero al descifrar, funda”. ¿Cómo ser herederos en mitad de un canon trunco? ¿Cómo ser contra canónicos? ¿Cómo fundar desde la trunca heredad? Al menos la existencia del libro digital —y de la Internet— nos coloca a salvo del absoluto maderamen de ese infierno. Mas… algo del maderamen nos circunda.
La cantidad y el hechizo: ¿Maldición insular o virtud genésica?
Más allá del espacio y el tiempo —¡ambos tan breves!— se ha escrito mucho —¡y muy bien!— en Cuba. Salvo en las Islas Británicas —Japón o Irlanda— quizá no alcance a nombrarse sitio insular en el que se haya escrito más y mejor. Hemos escrito los cubanos en Cuba y fuera de Cuba, el cubano parece marcado por un cronotopo singular: todo cubano no solo es la extensión de su amada isla aunque el cuerpo no ocupe el sacro espacio de la isla, sino también es la prolongación del tiempo y hechos que han marcado a la isla, muescas que lleva sobre sí —y sobre su literatura— no importa el tiempo y el espacio que transcurra, la generación de la que forme parte o el sitio del mundo en el que viva. Entre el caos y el infortunio —impenitente regresa la palabra— de la dispersión han nacido muchas de las obras de la literatura cubana. Se ha escrito desde la insularidad y lejos de la insularidad. Por ella y a pesar de ella. En este mismo instante alguna mano cubana, eso es seguro, no importa el sitio del mundo, caos e infortunio mediante —eso también es seguro—, se afana sobre algún texto. A algunos la creación desde el extranjero les ha favorecido: Carpentier escribió buena parte de su obra sin la condición del agua por todas partes: 14 años residió en Venezuela; allí escribió Los pasos perdidos y El siglo de las luces. A otros la lejanía les ha resultado adversa: las obras de mayor fuerza las urdieron en Cuba, adviértase que empleo el verbo urdir, no escribir o reescribir. A posteriori, según el consenso, no lograron obras de mayor fuerza. La dispersión ha alzado a unos y lastrado a otros.
Cuba hic et nunc: los tres senderos
Desde hace ya algún tiempo en el panorama editorial del planeta —no me refiero a la Editorial Planeta, sino a este vapuleado mundo nuestro— impera la novela. Se privilegia la publicación de novelas. En Cuba ello se ha traducido en cierto auge en el abordaje de ese género. Francisco López Sacha señaló alguna vez la ligereza de algunas. De seguro no faltarán casos en los que la mera calidad literaria se difumina tras un entramado donde lo político, lo social, lo sexual, lo folklórico, lo religioso o lo histórico intentan el remedo de la muy compleja situación cubana. En las últimas dos décadas cada vez son más los autores que se han lanzado a escribir novelas. Jóvenes autores que aducen haber escrito tres o cuatro novelas que permanecen inéditas. Pueden haberse escrito, si ello fuera cuantificable, más novelas que en décadas anteriores. Obsérvese que señalo “escrito”. No empleo el término “publicado”. El siglo XXI podría devenir en su primera mitad boom cuantitativo para la novelística cubana. Lo cuantitativo —tal vez— podría llevarnos a las grandes obras. En qué medida cantidad y calidad se imbrican —o se excluyen— al día de hoy resulta un buen escorzo para el debate.
Desde la mera subjetividad avizoro tres senderos —esta vez son tres los senderos— que se bifurcan hoy día en el jardín de la narrativa cubana: profusión, levedad y contaminación.
Profusión porque nunca antes han existido tantos seres empeñados en escribir como existen hoy en Cuba. La alfabetización inicial, el logro de cada vez mayores cotas educacionales y culturales, el boom de talleres literarios —imposible no colocar acá, en sitio cimero, la labor —¡extraordinaria!— que por más de 20 años desarrolló el Maestro y narrador Eduardo Heras León al frente del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso, labor que hoy continúa la importante narradora Dazra Novak—, aliado a indudables elementos de corte sociológico —esos dejémoselos a los sociólogos—. Nunca antes existieron en Cuba tantos menores de 35 años empeñados en el arte de escribir. Escribiendo. Haciéndolo bien, además. A salvo de esa “manía de primates” que es el nacionalismo, según Jorge Luis Borges, confieso tener dudas acerca de que alguna otra nación latinoamericana muestre hoy día semejante proporción de escritores por kilómetro cuadrado.
Levedad[1] porque no existen obras, al menos publicadas al día de hoy, cuya fuerza pueda homologarse con aquellas otras, las escritas por los canónicos, antes o después de 1959. Desde la desaparición de los canónicos, la narrativa cubana no parece haber logrado grandes obras. Adviértase que empleo el término “no parece”. Cuantitativamente reconocemos un crescendo sostenido e impactante. Nadie puede asegurar, no obstante, que grandes obras no duerman ahora mismo entre el polvo de las gavetas o entre el misterio de gigabytes de algún disco duro. O que tales obras existan, se hayan publicado y no lo hayamos advertido. El narrador cubano escribe hoy vapuleado por el síndrome de la inmediatez, presionado —hasta el hartazgo— por el desvencijado y problemático aquí y ahora, lastrado por la precariedad de su bolsillo, precariedad que lo impulsa/compulsa a preocuparse/ocuparse mucho más en obtener aliento/sustento que a pensar/escribir. Goethe demoró 60 años en escribir Fausto. Hemingway escribió 39 veces el final de Adiós a las armas. Faulkner reescribió varias veces El sonido y la furia. Dostoievski reescribió un buen número de páginas de Crimen y castigo, obsesionado por hallar un narrador más efectivo. Robert Musil tardó 13 años en trabajar en El hombre sin cualidades, y murió dejándola inconclusa. Thomas Mann comenzó Confesiones del caballero Felix Krull en 1910 para concluirla en 1954. Nuestros narradores, y me incluyo, nosotros, pretendemos comenzar un texto para concluirlo la semana entrante. Quizá para enviarlo a un premio. Autores menores de 40 años pueden haber escrito la friolera de más de 30 obras. ¿Inquietud creacional? ¿Ganar un poco de dinero? Se gana muy poco, reconozcamos. El aliento llega desde el sustento y… viceversa. “No solo de pan…”, nos legó Shakespeare, mas… ¡urge el pan! ¡Y tanto! Shakespeare, según creo, siempre tuvo algo más que pan. La ligereza hunde. La inmediatez lastra. Quizá la inmediatez nos lleve —a empellones— hacia la levedad.
Contaminación: He ahí un país donde muchos escriben. Un país en el que todos leen a unos y unos leen a todos. Incluso, antes de que las obras —de unos y todos— sean publicadas. Esta particularidad fue llamada por Yoss hace ya algunos años “relaciones incestuosas en la narrativa cubana”. Gina Picart adujo “instinto gregario”. Se trata de relaciones de contaminación —estilístico y/o temático—. Esto era algo ya muy marcado en la década de los 90 del siglo XX. Recordemos aquella desaforada insistencia en cuanto a ciertos actantes: balseros, jineteras, drogadictos, infaustos guerreros internacionalistas, marginales, reclusos, rockeros, actantes de un realismo sucio que otros llamaron realismo tangencial. En los últimos años el predominio de muchos de esos actantes ha desaparecido, o disminuido sensiblemente. Entre los que persisten —e incluso cobran auge— pueden citarse los marginales —en nueva modalidad: ya no solo citadina, ahora pueblerina y rural, marcada desde la material y espiritual desolación— y los reclusos. Quizá la contaminación, esa, la actancial, resulte hoy menos evidente. Pero existe. En cuanto a la contaminación estilística, muy marcada hace algunos años, sus huellas han comenzado a ser —levemente— borradas desde la diversidad que llega con la profusión. Mas… también existe. No faltan, por ejemplo, quienes remedan estilos y discursos de narradores cubanos que en los últimos años han cobrado influencias —ello sucede, por ejemplo, en el caso de jóvenes que intentan hacer suyos los modos y decires de la excelente y sui generis narradora y poeta Legna Rodríguez Iglesias—. A pesar del llamado instinto gregario, los escritores cubanos hoy día parecen sentir menos la necesidad de constituir grupos —ansia que tuvo su apogeo durante la década de los 80 y 90 del siglo XX, El Establo, el círculo alrededor de Naranja Dulce, los asiduos a La Madriguera o a la azotea de Reina María Rodríguez, puede que el entorno cubano no facilite precisamente hoy la existencia de tales grupos—. Ello sucede cuando en Cuba los escritores escribimos para ser leídos —mayoritariamente— por otros escritores. En porcentaje muy elevado los autores cubanos —nosotros— se leen —nos leemos— entre nosotros mismos en una suerte de lecturas interautores, coto cerrado en el que esos autores —nosotros—, contaminados e incestuosos, generalmente leen —leemos— las mismas obras. Lecturas para uno: lecturas para todos. En buen cubano: todos solemos leer lo mismo. Leemos lo que escribimos entre nos y leemos lo que logramos poseer de autores extranjeros, en formato digital o impreso porque —en solidaria gestión— ofrecemos al colega los libros que de autores extranjeros tienen la suerte de llegar a nuestras manos. Llamemos a esto “circularidad de lecturas cautivas”. En no poco eso redunda en favor de la contaminación.
El hic et nunc: La camada insular
Cinco grupos generacionales escriben hoy en Cuba. Permítaseme rebautizarlos: 1. Los herederos de los canónicos, esos que los conocieron, los escucharon, fueron sus muy jóvenes colegas —a modo de ejemplo citaré a un cuarteto que respeto y admiro: Antón Arrufat, Eduardo Heras León, Reinaldo González y María Elena Llana —; 2. Los llamados Nuevos Narradores —anteriores a los 90—: Leonardo Padura, Senel Paz, Francisco López Sacha, Arturo Arango, entre otros; 3. Los Novísimos —la Generación de los 90, esos que en Los nuevos paradigmas, Jorge Fornet llamara “generación del desencanto”; de esta generación me aventuro a citar un nombre: Ena Lucía Portela, a quien identifico como la narradora —viva y residente hoy mismo en Cuba— de mayor fuerza—; 4. La Generación del 2000 —lo que uno de los narradores de ese grupo bautizara como Generación Año Cero y la crítica posteriormente aludiera como Generación Cero—; 5. La Generación —que me atrevo a bautizar, para llamarla de algún modo— Post Año Cero: los hoy menores de 35 años. Adicionemos… los electrones libres, esos que toda taxonomía desprecia.
Triunvirato de tres: Novísimos, Año Cero y Post Año Cero
Recordemos lo planteado por Lukács acerca de las diferencias Balzac/Flaubert. Balzac —que nace en 1799, 22 años antes que Flaubert, y muere en 1850, 30 años antes que Flaubert— lleva a sus obras un capitalismo que a Flaubert ya no interesa; el impacto del capitalismo en el campo del espíritu —que tanto subyugó a Balzac— para Flaubert es ya asunto concluido. Esto lo señala muy inteligentemente Jorge Fornet en Los nuevos paradigmas. Entre nosotros se ha producido, entre la narrativa de los 90, la del 2000 y la actual, cierta flaubertización: a los autores del 2020 ya no les interesan los temas de los 90 o del 2000. Viven —y escriben— un mundo otro, una Cuba otra. Aires y sentires otros llevan a libros otros.
A Generación Cero —al menos a su núcleo fundacional inicial— la hicieron nacer los escritores que la conformaron: en operación de autogénesis la bautizaron y delimitaron sus primeros miembros. Si se compara edad de autores, años de publicación de obras, elementos temáticos y estilísticos, elementos actanciales —personajes que van a pulular en sus obras, roles o acciones que desarrollan, autores venerados o teoría literaria que los nuclea —Deleuze y Guattari: la llamada “literatura menor”, la Klinica, la escritura rizomática—, contextos en los que se mueven: hechos históricos o contexto político y social en los que nacen, viven —y escriben—, pues la Generación Cero se deslinda —más allá de la vera de todas las lindes— de los Novísimos. Ello cuando precisamente un Novísimo fue el profesor y generador —literario e incluso ideológico— de lo que puede ser llamado el núcleo central de la Generación Cero: el escritor Jorge Alberto Aguiar Díaz (JAAD). Aquí aparece algo que el crítico y ensayista Gilberto Padilla llamó en enjundioso y sagaz ensayo el “Factor Cuba”. Los Novísimos hicieron surgir en la literatura cubana personajes, situaciones y entornos ajenos a ella —prostitutas, balseros, rockeros, drogadictos, matavacas, reclusos—, tocaron multitud de temas tabú en una literatura que rompió los estrechos y muy almidonados cánones del vetusto y edulcorado realismo socialista —no olvidemos aquellas por entonces famosas novelas de Manuel Cofiño, recordemos aquel título, hiperfalocéntrico y megaheroico: La última mujer y el próximo combate— para recrear lo más escabroso y mefítico del entorno social cubano. Ello precisamente atrajo la atención de multitud de estudiosos extranjeros —estudiosos que analizaron esta literatura desde su connotación estrictamente socio/ideo/política—.
Si ello sucedió con los Novísimos, ¡otra vez sucede con la Generación Cero! Si bien en el caso de Generación Cero muchos de los personajes fetiches de los Novísimos van a desaparecer, y el andamiaje contextual —e incluso estilístico— va a mutar, asoma otra vez el “Factor Cuba” enunciado sagazmente por Gilberto Padilla: los estudiosos extranjeros —¡quizá ahora con mayor brío que antes!— van a identificar a la Generación Cero con el desencanto y la distopía, es decir, ¡otra vez! la crítica extranjera —profesoral, académica, literaria, ensayística—, colocará toda la atención en el factor socio/ideo/político. Y ello acaeció no precisamente porque la fuerza de esas dos generaciones se centrara —exclusivamente— en ese contexto. No. Se trataba de una literatura de fuerza, en lo estilístico, lo lingüístico y lo estructural. Tengo la sospecha de que precisamente eso provoca hoy el raro silencio de la crítica acerca de lo que puede ser —e indudablemente es, siguiendo los patrones de Ortega y Gasset, Petersen et al.— esta nueva última generación, esa que acá me aventuro en llamar Generación Post Año Cero. En Cuba, se ha repetido hasta el hartazgo, prácticamente no existe crítica literaria; mientras a la Academia rara vez suele interesarle quiénes escriben o qué se escribe hoy en nuestro país, centrándose —mayoritariamente, salvo honrosas excepciones— en autores canónicos ya fallecidos.[2]
A los Novísimos, recordemos, los descubrió, prohijó y lanzó Salvador Redonet desde aquella antología memorable: Los últimos serán los primeros —en decisiva, honrosa y extraordinaria intervención de la Academia en la literatura cubana en los últimos 30 años—. Cuando estos autores cobraron personalidad propia, publicaron crítica, elogios y reseñas sobre los libros de los colegas de generación. Si bien cada generación, una vez que cobra fuerza y logra jerarquías, conforma jurados de premios literarios —con lo que puede legitimar a miembros de la propia generación—, resulta en extremo significativo que escritores de generaciones anteriores han obviado el posible conflicto generacional al legitimar —premios mediante— obras de escritores de la generación subsiguiente: la generación anterior a los Novísimos lo hizo con estos últimos; los Novísimos premiaron a miembros de Generación Cero; la Generación Cero y los Novísimos han premiado en los últimos años a los Post Año Cero. La existencia de premios literarios —premios locales, Calendario, Pinos Nuevos, David, Uneac, Alejo Carpentier— que se estructuran desde una dinámica de participación jerarquía/bloques etarios —autores noveles no establecidos a autores cada vez más maduros y establecidos— facilita lo anterior.
Si esa crítica —extranjera— podía encontrar en los Novísimos y Generación Cero predicamento político, ¡eso no cree encontrarlo ahora —con los cabellos y señales de antes— en la Generación Post Año Cero! Y al no hallarlo— ¡pues hace mutis! Creen —erróneamente— ausente el “Factor Cuba” y… dado que la crítica académica y literaria en Cuba ha resultado, y resulta hoy, mayoritariamente foránea, y dado haberse tradicionalmente centrado esa crítica foránea en las últimas tres décadas en ese contexto —el socio/ideo/político—, pues he ahí que hoy día esa crítica no se refiera —con la insistencia con la que antes lo hizo sobre Novísimos y Generación Año Cero— a lo que hasta hoy ha emanado de la Generación Post Año Cero. Cabría preguntarse, ¿acaso lo que puede ser llamado “Factor Irlanda” no bulle y rebulle en los cuentos naturalistas y aparentemente sosegados de Dublineses, de James Joyce? Por otro lado, y esto también resulta innegable, esta última generación es reciente, no ha logrado, hasta hoy, detentar evidente poder literario institucional —presencia en revistas, jurados, consejos editoriales, instituciones—, poder que sí lograron —en plazo menor, urge admitirlo— las dos generaciones anteriores.
Esos elementos han motivado que acerca de la más reciente generación la crítica, la nacional —prácticamente inexistente—; la extranjera —centrada en lo socio/ideo/político— diga bien poco. Si bien Novísimos y Generación Cero se mostraban cada uno, como generación, muy bien fundidos, nucleados, delimitados, en el caso de Generación Cero tanto que tal vez pueda sostenerse que, al menos inicialmente, más que una generación parecía tratarse de un grupo, la generación posterior no puede confundirse en modo alguno con un grupo: se trata de una muy superior cantidad de autores, mucho menos sectorizables o encasillables, más disímiles; no parecen, salvo excepciones, estar nucleados por centro alguno; no han sido prohijados, descubiertos o lanzados por alguien; carecen de núcleos imantadores, fundacionales o genésicos, de mecenas, maestros o preceptores; tampoco han logrado —hasta hoy— poder literario institucional, salvo excepciones, como pueden ser los espacios que ha dirigido la excelente narradora, dramaturga y poeta Elaine Vilar.
Si en los Novísimos se tiene una figura que los prohíja, un muy fuerte instinto grupal, vasta contaminación literaria —temática, estilística; de lecturas y/o autores, teórica, ensayística, y sin lugar a dudas, ideológica—, lograron nuclearse alrededor de una revista —recordemos Naranja Dulce— y de ciertos sitios de debate y/o reunión —La Madriguera, la azotea de Reina María Rodríguez—, ello de alguna manera se va a repetir en el caso de Generación Cero —no olvidar ese e-zine que fue The Revolution Evening Post y otros como Desliz, 33 y 1/3—. Sin embargo, en la Generación Post Año Cero ese afán o instinto de cohesión / ideología grupal,[3] o al menos sus visibles manifestaciones resultantes, no van a resultar tan visibles. Esa cohesión grupal facilitó, en el caso de los Novísimos y de Generación Cero, el hibridaje o contaminación y la circularidad de lecturas cautivas. Al no evidenciarse con idéntica fuerza el instinto grupal —o sus manifestaciones— en el caso de una generación más nutrida y diversa como lo es la Generación Post Año Cero, el hibridaje y/o contaminación devienen menos marcados o decisivos, lo que a su vez puede llevar a la preeminencia de caminos individuales, o al menos sectorizados, a suertes de tribus de un solo miembro, duales —parejas de escritores en la vida y en la literatura— o minigrupales, cotos mucho más cerrados y endogámicos, y desde ello, menos impactados desde lo gregario generacional. En otras palabras: el gnomo de la diversidad e individualidad prolifera. La ausencia de revistas, núcleos fácticos aglutinadores, maestros o preceptores, mecenas, espacios físicos para reunirse asiduamente —al estilo de las generaciones anteriores— quizá lastre de alguna manera el pensarse a sí mismos, elemento muy presente en las dos generaciones anteriores.
De la Generación Post Año Cero puede avizorarse irrefutable fuerza y potencialidad —me disculpo al nombrar solo cinco narradores—: ahí están Elaine Vilar, Martha Acosta, G.V. Anderson, Elizabeth Reinosa —la publicación de su única y premiada novela le otorga la potencialidad de esa fuerza— y Claudia Alejandra Damiani. De ellos, vaticino, puede esperarse lo grande. Pero hay otros: ¡son muchos! De esos muchos podría aguardarse lo mismo. Esta generación tiene la insistencia de contar historias más allá de los fuegos artificiales del estilo —aunque no faltan quienes buscan forjar un estilo distintivo y cuidado—; la ironía; la insistencia en la ciencia ficción y el absurdo, destacando cierta recreación de la vacuidad de la vida, elemento que confluye ¡otra vez! en el “Factor Cuba” enunciado por Gilberto Padilla: ficcionalizan la inane intrascendencia de la muy inane cotidianidad con el afán, se diría, de hacer trascender la intrascendencia. Son textos talados de ardor/dolor, o tal vez una rara mixtura de ausencia de placer/ausencia de dolor. Anomia. Anhedonia. Hipoalgesia. Un nirvana sin nirvana. Los personajes semejan bonzos sin credo. Es un locus eremus sin lamentos. Camus y su Extranjero: ataraxia, vacío, resignación, inmovilidad. Ficcionalizan el vacío con la abulia de un muy desdeñante y abúlico desdén. Hasta el sexo asoma abúlico. Calmo. Sin fasto. Ya no es el sexo un espacio de libertad o rebeldía. Es solo un espacio más. No son gregarios: son individualizantes, insiders, su horizonte actancial es interno o dual —de pareja—, el personaje y su chico(a). No les obsede la sociedad: sin que algo les obseda aluden al individuo. No miran hacia afuera: miran hacia adentro. La épica no les dice ni mu. Desinterés. Catatonia. Lobotomía. Paso de todo: pasoteo. La intrascendencia de la cotidianidad es todo el lleno del vacío que trastocan —sagazmente— en literatura. A diferencia de los Novísimos o de la Generación Cero —que sexualizaron el sexo hasta lo hipersexualizable—, el sexo ahora llega con la naturalidad de la lluvia cuando es tenue y apenas humedece. Como sucedía con Pirrón, nada es bueno o malo, verdadero o falso, herético o sagrado: los personajes no parecen desear, condenar, agredir, juzgar o soñar con algo. No aluden al pasado. Tampoco al futuro. En solipsismo que recuerda el argumento escéptico de Bertrand Russell son personajes para los que el mundo parece haber comenzado a existir hace apenas cinco minutos. En esos minutos respiran. Tranquila. Pausadamente. Y ficcionalizan el respirar: miran al sol, fuman, y… se rascan. Es el aquí y el ahora. La (re)visitación insularizada del concepto de “cuerpo grotesco” enunciado por Bajtín en Rabelais: un grotesco otro, del espíritu, no del cuerpo, una zombificación de lo grotesco despojada de gozo o comicidad. No manejan el desencanto ¡porque no conocieron encanto alguno! No manejan la distopía ¡porque no conocieron la utopía! Manejan la ataraxia. El encogimiento de hombros. Hacen suyo el “Dios ha muerto” de Nietzsche sin dejar de aludir con desdén, burla y abulia a… Dios y a la muerte. Y ello sin faltar cierto innegable garbo. En pocos años —espero— escucharemos mucho de ellos. Tendremos sus obras; la crítica o la Academia pueden seguir calladas. Una vez más “los últimos serán los primeros”.
Las huellas y las cuitas
Dado el objetivo de este texto no es posible citar in extenso los elementos que signan —de manera rotunda— hoy día a la literatura cubana, nombremos pues algunos: el auge de autoras, muchas de ellas menores de 35 años; manipulaciones del cronotopo o fugas espacio-temporales: narraciones en las que el espacio en el que trascurre la trama se ubica distante en el espacio —entiéndase el extranjero— o distante en el tiempo —cierto regreso a la historia pasada de la nación como leitmotiv ficcional, como variante de estos dos elementos puede entenderse el auge de la ciencia ficción—. Lo anterior puede explicarse desde el hartazgo a la profusa y sostenida reincidencia en temas del aquí y del ahora. Con respecto a lo que puede ser llamado fuga espacial —y esto en modo alguno resulta novedad: nos separan más de 400 años desde que William Shakespeare eligió indistintamente como escenario de sus obras a Verona, Dinamarca o Venecia— se tiene un cuento de Emerio Medina, “Los tikrits”, texto en el que los personajes, el espacio, ¡todo! es estrictamente ruso, literatura rusa escrita por cubanos, pudiera decirse; una novela de Ahmel Echevarría que se mueve en EE. UU. e involucra a un pobre tipo que pelea en Irak; una novela del tunero Carlos Esquivel en la que un cubano vive en el hogar de un español en Madrid; una novela de Alberto Garrandés en la que se recrea la estancia —orgiástica— de Byron y sus afamados amigos en una mansión lejana; un libro de cuentos de Ariel Fonseca Rivero —que fascinara a uno de los jurados del Premio Casa de las Américas 2020— cuyo escenario resulta un motel norteamericano en el que se mueven personajes típicos de ese entorno; los bien urdidos cuentos offshore de Abel Fernández Larrea; el excelente libro de cuento Los caminos de Agar, con el cual Lázaro Zamora Jo acaba de ganar el Premio Guillermo Vidal 2021, que recoloca a cubanos en sitios tales como Rusia, Alemania, Madrid, Francia, Estados Unidos. Lo cubano se descentraliza. Si antes desde la diáspora —literatura mediante— se insularizaba, ahora desde la ínsula —literatura mediante— se diasporiza. Ni lo primero ni lo segundo puede separarse de lo que Leonardo Padura llamó “recolección de memoria”. Resulta interesante que autores Novísimos, Año Cero y Post Año Cero coincidan en idénticos escenarios. ¿Globalización? ¿Hastío del entorno insular? ¿Guiño de ojos a editores extranjeros? —Muy poco o nada ha significado en ese sentido hasta hoy todo el maderamen de guiños, tics y convulsiones de ojos—.[4] No puede obviarse una profunda intertextualidad —los textos místicos y elegantes de Osdany Morales—, la literatura dentro de la literatura, textos en los que el hecho narrado se desarrolla desde la condición de escritor del autor/narrador: ahí está La soledad del tiempo, esa excelente novela del narrador Alberto Guerra.
Algo a destacar: si bien en los últimos 30 años se tuvo una marcada insistencia en el contexto citadino —algo común al entorno latinoamericano desde el Post Boom, a McOndo a la Generación Crack—, y a La Habana como actante, en los últimos años comienza a aparecer una narrativa, especialmente en el caso del cuento, en la cual asoma lo rural y/o pueblerino, escenario que en algunos autores emulsiona con una suerte de realismo sucio que inunda desde una triple precariedad: la del entorno, la material y la espiritual; elementos propios del discurso postmoderno: la inmigración, la globalización, la fusión entre alta cultura y cultura popular, el empleo de la ironía, la parodia, la farsa, el kitsch, el pastiche, la carnavalización bajtiniana, la incorporación de elementos propios de la música, el pop art, el bad writing, la cultura de masas —cine, TV, la informática, lo ciberpunk o fantaciber, el chat, el mundo de las series—; el uso del absurdo, especialmente en el cuento; el auge del cuento corto; la recurrencia del ambiente penitenciario y el personaje del recluso —re/ataviado ahora ya no desde lo gay o lo típicamente villanesco, sino desde el papel del pobrecito, el desdichado, la víctima del entorno—.
En lo que respecta a la carnavalización bajtiniana me permito citar dos categorías, de las ocho que enumera el ruso, muy presentes en la narrativa cubana de los últimos años. La llamada “Categoría III: Las disparidades carnavalescas”, aniquilación de distancias entre valores, ideas, fenómenos y hechos, se anulan las fronteras entre bueno y malo, se invierte o difumina su carga valorativa, sin faltar la asunción de valores del contexto marginal, la marginalidad como mundo otro, leyes otras, mundo fuera del mundo, al margen del contrato social oficial —recordemos el Homo Ludens de Huizinga cuya característica resulta crear mundos otros, virtuales, con sus propias leyes, al margen del mundo real—. O la llamada “Categoría IV: La profanación”: lo considerado sagrado se desacraliza. Parafraseando a Nietzsche, no solo Dios ha muerto: ¡todo lo sacro ha muerto!
No debo dejar de aludir a ciertos elementos extraliterarios —y por supuesto, negativos— que signan a los autores, y por lógica extensión —los libros no se escriben solos—, a la literatura cubana actual: los exiguos recursos materiales del escritor; el ineludible trabajo no literario que obliga a abalanzarse sobre el teclado de la PC solo a la noche; los muy bajos derechos de autor —todos nos ufanamos hoy de las obras de Lezama, de Virgilio, de Dulce María Loynaz, obras que colocan a la literatura cubana en un lugar cimero, obras que el mundo ha leído, lee y leerá por siempre; no se alude, sin embargo, a las penurias en las que hubieron de vivir y escribir, hecho que de seguro afectó la creación literaria y tristemente la felicidad existencial de los hoy muy admirados canónicos[5]—; las ansias por alcanzar premios —lo que alguna vez llamé el síndrome de la premiofilia— escribiendo en muchos casos obras ad hoc, aspecto que puede asimilarse a la ya citada levedad, y cuya génesis no resulta en modo alguno la mera vanidad, ¡no!, sino —parafraseando otra vez a Shakespeare— reside ¡en la mera necesidad de obtención del mero pan para sostener la mera vida! No olvidemos la existencia de un lector… ¡que no lee!: en Cuba los escritores escribimos mayoritariamente para otros escritores o para especialistas. Y no desconozcamos ese otro síndrome, el de eterna juventud, que raramente han endilgado ad aeternum a los narradores cubanos: todos —aunque suframos hipertensión, peinemos canas o mostremos calvicies, aun cuando padezcamos de más de cinco décadas de vida— seguimos siendo llamados jóvenes narradores. tal vez un día nuestra prensa pueda informar: “… a los 74 años ha muerto de una penosa enfermedad el joven narrador…”.
Hoy se abalanzan cambios sobre Cuba. Asoma lento —y quizá con no precisamente mesurado impacto— un país otro. Tales cambios harán mutar el panorama literario cubano. Recordemos la última década del siglo XX: el boom de los Novísimos llegó con el —eufemísticamente— llamado Periodo Especial, asomando, entre otros innumerables males, una muy marcada y sostenida crisis del papel que afectó, en grado sumo, a las poligráficas y, desde ello, al libro cubano. En el último cuatrienio ocurre algo similar: un nuevo periodo —no precisamente especial— sacude nuestra ínsula, provoca nuevo sismo en nuestras poligráficas y en el libro cubano. ¿Esta nueva sacudida en la vida y la economía hará llegar un nuevo boom literario? ¿De la flaubertización, es decir, desde el inscape, regresaremos otra vez a Balzac, al landscape, quién sabe si para diez años más tarde regresar a flaubertizarnos? El eterno retorno, ¡siempre el eterno retorno nietzscheano!
El pájaro y la jaula
No es ético solo tirar las piedras. Denostar. Todos hemos tirado las bíblicas piedras. Por años. Las manos, los dedos, los esfuerzos y las neuronas no parecen haberse movido. Y si se han movido nada han resuelto. Por años hemos lanzado piedras sobre las veleidades de la Crítica y el desinterés de la Academia. ¿Quién se ha propuesto delimitar las causas y establecer un plan de acción para suprimirlas? Debatir sobre la actualidad de la literatura cubana debe ser oficio, deber y posibilidad de todos los que hoy mismo están haciendo la literatura cubana. Se habla de diálogo, debate e intercambio entre creadores e instituciones. Echemos mano a métodos de gestión de información, ánalisis de problemas y establecimiento de soluciones: diagrama de Ishikawua, matriz DAFO, brain storming. Y debatamos. Todos. Establézcanse nexos y acuerdos entre Mincult / Uneac / Ministerio de Educación Superior —Facultad de Artes y Letras, ISA— que vinculen firmemente la literatura cubana a la academia y viceversa. Hagámoslo con la Famca, de modo que sus alumnos tengan mayores facilidades para tomar las obras de la literura cubana en función de sus trabajos de grado y de tesis. Con el ICRT. Con el Icaic. Instituciones, funcionarios, escritores, críticos, academia, editoriales: Establezcamos nuestra matriz DAFO: nuestras Debilidades —para minimizarlas—, las Amenazas —para enfrentarlas—, nuestras Fortalezas —para maximizarlas— y nuestras Oportunidades —para aprovecharlas, tomar ventaja desde ellas—. Y hagámoslo ya. ¿No existe papel? Optemos por revistas digitales. ¿Son muy bajos los derechos de autor? Elevemos los derechos de autor: no se puede pagar 75 pesos a un reconocido crítico cubano por una reseña y aguardar que la crítica en Cuba exhiba salud. La literatura cubana es hoy una suerte de coto cerrado a lo Jurassic Park: los escritores cubanos semejamos dinosaurios separados del panorama literario del planeta, al margen de las novedades literarias del mundo y el mundo al margen de las novedades literarias de Cuba. Sufrimos los cubanos un bloqueo económico y financiero por más de 60 años. Sufrimos también una suerte de bloqueo literario —y este no es precisamente obra del enemigo—, bloqueo que aísla a la literatura cubana del mundo. Quizá lo primero resulte infranqueable, dada la imposibilidad de pagar derechos de autor a escritores y editoriales foráneas. En cuanto a medidas que solo al país y a sus instituciones conciernan, sorteando en lo posible matices económicos, muchas resultarán posibles. Nuestras editoriales, la Agencia Literaria Latinoamericana, el Instituto Cubano del Libro, la Uneac, el Mincult, ¡quién sea!, bien pudieran —poseen personalidad jurídica propia para ello— establecer conversaciones con editoriales foráneas con el laudable objetivo de lograr la publicación en el extranjero de obras que las partes juzguen notables, premiadas o no en Cuba, con beneficio justo y equitativo para todas las partes. No se dejaría ese campo a emprendedores —timadores o no—. No se dejaría ese campo a emprendedores —timadores o no—. Si ello lo hace el Inder hoy día con futbolistas, voleibolistas y peloteros, ¿por qué no hacerlo desde la cultura con nuestra literatura? La literatura cubana es hoy día tan poderosa como nuestro deporte. Rompamos ese bloqueo. Ganaría el escritor, ganaría la literatura cubana, ganaría el mundo, ganarían nuestras editoriales, ¡ganaríamos todos!
Epílogo
A modo de conclusión, conclusión de esta —muy subjetiva— mirada a la narrativa cubana actual, mirada tímida —dubitativa—, ideas que en modo alguno residen en el campo de las certezas, conclusión del texto, no del muy necesario y amistoso intercambio de ideas, he de decir que confío en que la profusión —de la mano del tiempo, ese que, según Azorín, juega a los dados— nos coloque lejos de la levedad y nos lleve a las grandes obras. Cada situación crea per se el camino de salida de los propios problemas que plantea. Este texto no es, en modo alguno, un lamento.
Imaginemos por un momento a Lezama, a Virgilio, a Carpentier, en la década del 40 o 50 del siglo XX, exponiendo en texto similar sus cuitas reacionales o proponiendo soluciones. Nadie habría movido un dedo. Nada habría cambiado. Aquellos gobiernos no se interesaban por el arte, la literatura o la cultura. La situación es hoy otra. Hoy podemos, debemos y tenemos que pensar la literatura entre todos: gobierno, instituciones y escritores. Ahí está la frase, ineludible: “La cultura es lo primero”.
Cierta vez enuncié a la narradora y poeta Marilyn Bobes algo de lo que acá he expuesto —la levedad, los canónicos infortunadamente fallecidos, la ausencia de grandes obras—. Marilyn me escuchó para sorprenderme con una idea que me hizo enmudecer: “Rafael —me dijo—, puede que los canónicos caminen ahora mismo entre nosotros y en tanto ser nuestros colegas, nuestros amigos, no nos demos cuenta”. De inmediato imaginé a los canónicos, esos monstruos que hoy reverenciamos, bebiendo uno junto al otro un café en la calle Obispo, hablando —o lanzándose piedras— en mitad de una calle. Eran colegas. Contemporáneos. No se tomaban por canónicos. No se reconocían como tales. Inmersos en su aquí y en su ahora —el que en suerte exigua o vasta les correspondiera— escribían. Solo eso. Puede que así suceda hoy. Puede que precisamente por colegas, por tomarnos un café allí, una cerveza allá o simplemente por —a falta de café o cerveza— respirar uno junto al otro —¡nunca por tirarnos piedras!— no los reconozcamos. De seguro caminan entre nosotros. El futuro nos hará reconocerlos. Mientras… respiremos el aquí y el ahora —este, el que en suerte exigua o vasta nos correspondiera— y ¡sigamos escribiendo! El tiempo, ya lo dijo Azorín, es un niño que juega a los dados.