José Antonio Aponte, icono de la subalternidad
25/3/2021
Desde el siglo XIX quedó establecida, más para la reflexión política que para los estudios históricos, una frase: “es más malo que Aponte”, y es que en un contexto en el que solo se construían figuras paradigmáticas a partir de los individuos que pertenecían a las élites blancas, resultaba conveniente demonizar la otra cara de la moneda, aquella que reflejaba las acciones de los sujetos subalternos, más aún si eran negros.
José Antonio Aponte era un hombre libre, inteligente, astuto e ilustrado, tenía el oficio de carpintero pero esculpía tallas con singular arte; al igual que sus antepasados formaba parte del Batallón de Morenos de La Habana; su tío Nicolás y su abuelo Joaquín, criollos y capitanes de ese cuerpo, habían luchado contra los ingleses durante el sitio a la capital, en Bacuranao el primero y en la Chorrera y Puentes Grandes el segundo —este último fue condecorado más tarde con la medalla de oro de la Real Efigie—. José Antonio continuó esa tradición familiar miliciana y se desempeñó como cabo primero; cuestión que, además de conferirle cierto prestigio social, le proporcionó algunos conocimientos militares, enseñanzas que aprovechó para involucrarse, junto a otros miembros de su Batallón, en actividades sediciosas.
El siglo XIX se había iniciado con múltiples situaciones conflictivas, algunas de las cuales se convirtieron en revolucionarias. En 1804 Haití había sentado un precedente al proclamar su independencia; pero diez años antes de ese acontecimiento se había producido una acción importante en el Santo Domingo español: la creación, auspiciada por la Corona, de las Tropas de Negros Auxiliares, un cuerpo cuyo objetivo expreso era defender los intereses de esa monarquía en un territorio conflictivo. A este cuerpo pertenecieron, como oficiales con distinto rango, Jean François, George Biassou, Toussaint Louvertoure, Gil Narciso y algunos otros, hombres todos de origen muy humilde —algunos antiguos esclavos—, que por sus acciones militares alcanzaron un prestigio que corría de boca en boca entre los morenos y pardos de los Batallones. Eran figuras admiradas y reconocidas socialmente; en consonancia con la jerarquía que habían alcanzado, acudían a las fiestas y agasajos en los espacios privados y públicos con sus vistosos uniformes y eran atendidos con esmero. Jean François, por ejemplo, era homenajeado con banquetes y recepciones, viajaba en una calesa tirada por seis caballos, vestía el uniforme de general del ejército español y portaba la medalla que el monarca le había otorgado por sus actos de valor.
Más de 1000 hombres de las milicias disciplinadas procedentes de Cuba habían viajado en 1794 a Saint Domingue presididas por el marqués de Casa Calvo y habían entrado en contacto directo con las Tropas. Desde ese momento comenzó a tejerse entre los milicianos negros y mulatos que formaron parte de ese cuerpo un imaginario integrado por conductas, acciones y combates que fueron re-creados y mitificados primero, narrados después y divulgados de boca en boca más tarde por los hombres que habían guerreado en Saint Domingue o por aquellos que habían escuchado sus relatos, cuestión que influyó de manera notable en las conductas subversivas adoptadas por algunos integrantes del Batallón de Morenos Libres de la Habana.
A pesar del tiempo y también de la dispersión geográfica que había fragmentado a las Tropas Negras Auxiliares, en la mente de los negros libres y esclavos perduraba un imaginario construido a partir de aquellas acciones y del modo de vida de sus integrantes. Ese prestigio social era diferente al que detentaban los milicianos negros y mulatos de la Isla de Cuba quienes, bien entrenados en el ejercicio de las armas y con una participación efectiva y muy destacada desde los años 70 del siglo XVIII, solo habían logrado alcanzar una representación modesta en el imaginario colectivo de la sociedad habanera. Por esta causa —entre otras—, la relación que se estableció entre los pardos y morenos de Cuba y la revolución haitiana no solo puede explicarse a partir de la influencia de la insurrección de los esclavos, como tradicionalmente se asume, sino por la manera en que ese proceso contribuyó a la conformación de una mentalidad pletórica de aspiraciones en los hombres que integraban sus cuerpos armados. Estos asumieron la importancia que tenía el prestigio militar a partir del reconocimiento y los honores recibidos por los principales caudillos haitianos, convertidos en brigadieres del ejército español tras la creación de las mencionadas Tropas.
Por otra parte, en mayo de 1804 Napoleón Bonaparte se había convertido en emperador y desplegaba sus ambiciones de control sobre el continente europeo. Una de esas acciones fue la entronización de su hermano José en España; entonces las oligarquías locales, descontentas con esta presencia foránea, se organizaron en juntas, igual ocurrió en algunos sitios de América. En la de Cádiz se discutió en torno a la abolición de la esclavitud. Esas noticias y otras de similar corte, llegaban a Cuba y circulaban entre los estamentos “de color” y magnificaban una libertad que aún no se les había concedido.
En la Isla, el poder político y económico era detentado por una oligarquía criolla en pleno despegue económico estrechamente vinculada a las instancias monárquicas —muy alejadas de cualquier intento abolicionista—, en tanto las intenciones liberales y subversivas circulaban vinculadas a los masones y a las capas populares, sobre todo las formadas por algunos negros y mulatos que tenían conocimiento de las discusiones en las cortes y de los procesos juntistas de México y Nueva Granada. De forma paralela existía cierto despliegue de algunos antiguos oficiales de las Tropas de Negros Auxiliares, quienes, alentados por su antiguo jefe Jean François, no habían perdido la mentalidad ni la condición de cuerpo armado. Entre ellos estaba Gil Narciso, que arribó a la rada habanera a principios de 1812; también Juan Barbier llegó en ese momento y adoptó el nombre del principal caudillo haitiano. La unión de estos factores influyó en la concertación conspirativa.
Todo comenzó cuando fueron descubiertas dos de las figuras claves del movimiento sedicioso: José Antonio Aponte y Francisco Javier Pacheco, quienes habían redactado, divulgado e incluso emplazado en uno de los muros del Palacio de los Capitanes Generales, un pasquín llamando “con tambores y trompetas” a la revuelta de los negros. Esta acción puso en guardia a las autoridades sobre la conjura que se tramaba.
Los primeros levantamientos de la Habana se produjeron el 5 de marzo en el ingenio Peñas Altas de Guanabo. En paralelo debía ejecutarse un plan citadino que consistía en ocupar el Castillo de Atarés —un plano de esta fortaleza fue ocupado en la casa de Clemente Chacón— y el Cuartel de Dragones, sede de los Batallones de Morenos y Pardos, que sería tomado por Salvador Ternero. Esta segunda parte resultó abortada.
El movimiento insurgente se había fraguado en varios espacios privados: la vivienda de Clemente Chacón, que también era taberna, bodega y casa de huéspedes, cuestión que permitía enmascarar las reuniones y las relaciones con los complotados de las áreas rurales que allí pernoctaban; la casa del cabildo Mina Guagui, del que era capataz Salvador Ternero, cuyas actividades también permitían disimular el trasiego de los conspiradores y la casa de José Antonio Aponte, donde radicaba su taller. Pacheco, Chacón, Ternero y Aponte formaban parte del Batallón de Morenos y mantenían relaciones de amistad y trabajo desde hacía muchos años, los interrogatorios a que fueron sometidos reflejan diferentes versiones sobre el liderato del movimiento, el propio Aponte declaró textualmente el 30 de marzo que Clemente Chacón era el “principal autor de la conmoción que se intentaba” ya que aseguraba que “en las montañas de Monserrate (…) estaban cinco mil hombres dispuestos a venir en su socorro para el citado levantamiento (…)”(sic).Chacón, por su parte, exponía que Aponte le había referido que tenía más de 400 negros bajo su mando para la rebelión.
Según Ternero, Aponte era un hombre de bien y Chacón un pícaro. Pero todas estas formulaciones caen en el campo de declaraciones que posiblemente se hicieron bajo presión y en las que cada uno de los acusados trataba de resultar exculpado. Cualquiera de ellos pudo ser la figura principal, pero Aponte fue el elegido. Los interrogatorios a los implicados condujeron a las autoridades a su casa-taller que fue registrada con sumo cuidado y los objetos encontrados permitieron definirlo como el ideólogo de ese movimiento. Allí se hallaron un estandarte blanco y la imagen de Nuestra Señora de los Remedios, patrona del Batallón de Morenos, con los que compondría la bandera del movimiento; varias reales cédulas que concedían fueros y privilegios a los milicianos negros; los retratos de Henry Christophe, Jean Jacques Dessalines y Toussant Louverture, llegados de Haití “en tiempos de la campaña de Ballajá”, otro de George Washington y uno suyo. Pero lo más trascendente era un libro de imágenes, algunas pegadas, otras pintadas que había confeccionado. No es difícil entender las intenciones de Aponte con respecto a este manual. Un libro no es solo un conjunto de hojas encuadernadas, manuscritas o impresas, sino una forma adecuada de trasmitir ideas y conocimientos, de sentar pautas, de divulgar un mensaje. La mayor parte de los negros y mulatos de Cuba eran analfabetos por lo que un documento escrito necesitaba pasar, para estar a su alcance, por la interpretación de otros; la imagen, sin embargo, podía trasmitir de inmediato el mensaje del autor. El libro de Aponte estaba destinado, sin dudas, a ese público y fue construido para mostrar a los negros que su pasado descansaba en tradiciones ilustres y que estaba alejado de la oprobiosa cotidianeidad de la esclavitud y del desprecio hacia el subalterno del que eran víctimas, posiblemente su principal propósito fuera el de proporcionar una historia de cierto lustre y distinción a los negros y mulatos.
En cada una de las hojas del libro se reproducía una escena creada a partir de lecturas y experiencias muy diversas, algunas son históricas y se remontan a la antigüedad, otras refieren asuntos mitológicos o bíblicos, muchas tienen planos detallados de la ciudad y también de sus fortalezas; pero las más interesantes desde el punto de vista social y cultural son aquellas que muestran la vinculación de los negros a la esfera militar, por una parte, y al cristianismo por otra, específicamente a la santidad y el sacerdocio. Estos dos ejes temáticos constituyeron, para Aponte, una forma de elevar la estimación social de su raza, al vincularla no solo a los Batallones de Morenos y Pardos sino también a la religiosidad oficial y, por lo tanto, sancionada, representada en la cotidianidad por la relación de los miembros de los Batallones con algunas las cofradías católicas. Se debe recordar que la virgen de los Remedios, cuya imagen iba a colocar Aponte en su bandera, era la patrona del Batallón de Morenos.
La intención de Aponte se evidencia cuando se analizan las imágenes que reconstruyen la presencia de oficiales negros en acciones defensivas. Aparece dibujado Juan José Ovando, quien fue el primer Capitán del Batallón de Morenos en el año 1701, “comandante que fue del mismo Batallón” y tenía la medalla de la Real Efigie. También su abuelo, el Capitán Joaquín Aponte, que mandaba en el Torreón de Marianao, representado con la bandera de la Cruz de Borgoña, que era la de su Batallón, y que había dirigido a 600 hombres contra los ingleses. Además dibujó a otros oficiales morenos como el Teniente Hermenegildo de la Luz, el subteniente José Antonio Escobar y su tío Nicolás Aponte, a caballo recuperando el castillo de Bacuranao y participando en la invasión a la isla de Providencia en 1782 con los buques que condujeron a los miembros de su Batallón. Aparece su autorretrato con el laurel en el pecho, el compás, el banco de carpintería y, sobre este el tintero, la regla y los botes de pintura. Dibuja al monarca Carlos III con la mano sobre el sombrero de Antonio de la Soledad uno de los militares negros que participó en la defensa de la Habana contra los ingleses y al subteniente Ignacio Alvarado, ambos fueron condecorados en 1764 con la medalla de la Real Efigie.
En el libro confeccionado por Aponte hay otros elementos destinados a reforzar el prestigio de la raza negra, que se relacionaban con las aspiraciones de movilidad social de los negros y mulatos, pues estaban destinadas a recrear y a reforzar un imaginario de tradiciones y acciones que posiblemente formaban parte de una historia transmitida de manera oral de generación en generación. Algunos se vinculan al cristianismo y a la actuación y participación de algunos negros como sacerdotes, cuestión que se remonta a una hagiografía medieval, otros tienen que ver con prácticas masónicas, pero también aparece cierta mitología bíblica.
La monarquía etíope, representada por Aponte en diversas láminas, era más antigua que la europea, lo cual proporcionaba a las capas negras y mulatas una legitimidad trascendente. Tal vez las más simbólicas eran las que representaban al abate Preste —también vinculado a las leyendas tejidas en torno a los Reyes Magos, sobre todo al rey Melchor y a la expansión marítima europea, en particular a la de Portugal, a partir del siglo XV—; al Ber de Alejandría, que era una especie de sultán turco y a los caballeros de San Antonio Abad, que de cierta manera contribuían a la inclusión de los africanos en la esfera de la cristiandad.
En varios momentos de su explicación, Aponte se refiere la presencia de sacerdotes abisinios que integraban un cuerpo que rodeaba a San Antonio Abad. Esta orden había sido fundada por San Basilio, en Etiopía, en el siglo IV, todos sus miembros eran negros y tenían, como mandato expreso, la fundación de conventos, razón por la cual se dispersaron por sitios tan distantes como Chipre, Florencia y Armenia. Algunos de estos monjes se albergaban en la iglesia de San Esteban, en el Vaticano, que fue calificada por este motivo como “de los moros”. También aparecen representados Abalseo, primer apóstol moreno ordenado por el propio San Felipe y la bandera de Abisinia. Las referencias a esta región son continuas. Se dibuja a Jacobo, un cardenal moreno y a otro religioso de igual color perteneciente a la orden de San Benito de Palermo. Se representa a la reina de Saba, al rey negro Tarraco, a Santa Ifigenia que es conducida en andas por cuatro morenos y a Nuestra Señora de Regla con dos negros a sus pies, en posición de abrazarla y defenderla. Aponte dice que aunque no sabe latín supone que las palabras nigra sum, que ha dibujado en un libro, significan “ser negra, pero la más hermosa”.
Durante un interrogatorio exhaustivo, Aponte tuvo que explicar la significación de todas aquellas imágenes que resultaban “comprometedoras” a los ojos de sus encuestadores, en sus respuestas está la evidencia de su intención. El libro estaba concluido en 1806, seis años antes de que la conspiración fuese descubierta, constituía una apología de la subversión y tal vez por eso las autoridades lo desaparecieron, solo se conserva el relato de sus imágenes, pero este basta para demostrar que este hombre humilde, pero sabio, era el ideólogo de ese movimiento.
El 9 de abril de 1812 tanto José Antonio Aponte como sus camaradas Clemente Chacón, Salvador Ternero, Estanislao Aguilar, Juan Barbier, Juan Bautista Lisundia y los esclavos del ingenio Peñas Altas, Esteban, Tomás y Joaquín Santa Cruz, fueron ahorcados sin juicio previo; el Capitán General marqués de Someruelos tomo esa criminal decisión que ha pasado a la historia. La cabeza fue cortada y exhibida en una jaula, en el cruce de las actuales calles de Salvador Allende y Belascoaín, lugar cercano a su vivienda, con el propósito de aterrorizar a todos los que pretendieran subvertir el orden establecido.
Seis meses después, el 23 de octubre, era ajusticiado el negro criollo Francisco Javier Pacheco que, al igual que Aponte —de quien fue aprendiz—, era carpintero y miliciano. Su cadáver también fue decapitado y su cabeza, ensartada en una estaca, se colocó a la entrada del barrio de La Salud, donde había residido. Pero para la Historia prevaleció la figura de José Antonio Aponte. Aquellos que lo condenaron, que criminalizaron sus acciones y trataron de convertirlo en un ser diabólico, no pudieron borrar el relato de su proceder y, paradójicamente, lo transmutaron en un símbolo que trascendió a su época. Esto es lo que ocurre con los mártires y con los héroes.