María Teresa
7/2/2021
Una noche, siendo un niño, fui a hacerle la visita a mi madrina, Zoila Muñoz, a su casa de la calle Escobar entre Lagunas y Ánimas. Era uno de esos viejos caserones de dos pisos del barrio de San Leopoldo, donde vivía una buena parte de la clase media negra de La Habana. Mi madrina era una mulata que, como se decía en ese tiempo, vivía bien. Tenía dos hijas fiesteras y simpáticas: Lidia y Nené y una nieta de mi edad que se llamaba Yarita por el Grito de Yara. Mi madrina que era viuda, disfrutaba de una muy buena pensión del que fuera su esposo y aunque yo vivía en una de esas casonas no muy lejos de allí, nunca había visto una sala del tamaño de aquella casa. Mi madrina Zoila era devota de la Caridad del Cobre y aquella noche era día de la Caridad.
Como todos los años ella daba una gran fiesta con muchos invitados entre ellos músicos y compositores amigos suyos. Pero aquel festejo se demoraba en comenzar y era porque faltaba alguien a quien se debía esperar. Ella me llevaba de la mano por toda la casa que tenía una cuadra de largo y en la saleta, donde estaba la escalera, se detenía a mirar.
La casa ya estaba muy llena cuando vinieron a avisarle que había llegado la que faltaba. Mi madrina bajó varios escalones, no lo había hecho con nadie, y vi el rostro risueño de María Teresa Vera. Llevaba en la mano un estuche con su guitarra y venía acompañada de sus músicos. Besó a Zoila, me besó a mí y me apretó contra su cuerpo. Subimos juntos los tres escalones de la gran casa. Aquello estalló en un aplauso y ella, ya muy canosa, sin maquillaje, con los labios sin pintura y un vestido que contrastaba con la elegancia de mi madrina, se persignó ante el gran altar de la virgen y comenzó a cantar.
Han pasado muchos años. Aquellas mulatas de Escobar ya no existen. Pero queda aquel recuerdo, aquellos acordes tocados por la dama más grande de la trova cubana.