La historia de Cuba tiene un gran mito: José Martí. Lo es porque en él se sintetiza de modo ejemplar una larga legión de héroes, próceres y pensadores de un siglo de hechos e ideas que revela el carácter singular del proceso cubano y lo sitúa como la continuidad histórica, a finales del siglo XIX, de la epopeya independentista de nuestra América iniciada a comienzos del mismo siglo.
Es precisamente asumiendo esta tradición martiana y además el pensamiento social y filosófico más avanzado de la edad moderna, lo que nos permite hoy resaltar la importancia de los factores económicos y sociales, y reconocer a su vez el valor de la psicología individual y colectiva. De aquí el acento en la transformación moral del hombre a través de la educación y de su capacidad de asociarse en el trabajo y en el estudio. Asociarse es el secreto único de los hombres y de los pueblos y la garantía de su libertad, subrayó el Apóstol.
Los intelectuales cubanos de hoy asumimos el legado ético y cultural de Várela y, además, el pensamiento social y filosófico más avanzado de la edad moderna: tenemos el compromiso de honor de estudiar, a partir de Martí, los fundamentos científicos de la espiritualidad que se constatan en la actuación de los hombres en la historia de manera tan real y concreta como en el terreno económico.
Sin la espiritualidad que los hombres poseen como un atributo singular no habrían sido concebibles las más grandes creaciones de la historia universal. Ella alcanza escalas superiores en la cosmovisión martiana y nos puede orientar en el empeño de conocer y desentrañar prácticamente su papel en la vida social. Toma especial significación para tal propósito lo expresado por el Héroe Nacional cuando nos habló de la “ciencia del espíritu”. Esto constituye un punto esencial para la reflexión filosófica cubana hacia el siglo XXI. Podemos encontrar por ese camino una síntesis posible que nos permita arribar a importantes conclusiones de interés práctico para la educación y la política culta.
Si los métodos electivos en la búsqueda del conocimiento y de los caminos de la acción que él nos enseñó los relacionamos con los principios lucistas —“todas las escuelas y ninguna escuela, he ahí la escuela”, y de que “la justicia es el sol del mundo moral”— y con el propósito martiano de echar la suerte con los pobres de la tierra y sus ideas en relación con el “equilibrio”, tendremos un núcleo central del pensar filosófico cubano de incalculables consecuencias para fundamentar el quehacer pedagógico y la política culta. Nada de esto entra en antagonismo con las esencias del pensamiento filosófico más avanzado de la edad moderna que los cubanos hemos asumido.
Desde luego, es necesario actualizarlo con los progresos de las ciencias naturales y sociales y las enseñanzas de los acontecimientos históricos del siglo XX. La ferviente búsqueda del equilibrio indisolublemente relacionada con Martí y con la acción liberadora la concreta en su escala universal cuando señala como deber de Cuba trabajar para, junto a las Antillas libres, servir de freno y evitar la guerra que calificó de “innecesaria” entre las dos secciones adversas del hemisferio. El proyecto suele ser acusado de utópico pero, en todo caso, lo honesto es planteárselo como utopía realizable hacia el futuro, porque constituye una necesidad de los pueblos desde Alaska a la Patagonia y, en definitiva, del mundo. Pero no lo olvidemos, sino que, por el contrario, tomémoslo como enseñanza: el equilibrio a que el Apóstol aspiraba requirió la “guerra necesaria, humanitaria y breve”, que garantizara la independencia de Cuba con respecto a España y los Estados Unidos y la plena soberanía de los pueblos de las Antillas. Por esto último son tan importantes nuestros vínculos y relaciones, cada vez más fortalecidos, con el mundo del Caribe.
Este mismo propósito de equilibrio en el mundo lo concreta el Apóstol en su escala más profundamente humana e individual cuando postula que los hombres deben aspirar a lograr, cada uno de ellos individualmente, el equilibrio entre las facultades emotivas e intelectuales, y a desarrollar a partir de ello la voluntad creadora. Esto tiene hondas raíces psicológicas que deben servir a nuestra pedagogía y nuestro quehacer político.
Emoción y razón, entender e imaginar, constituyen los polos de una contradicción que se da en el alma humana y que Martí, con las enseñanzas de Várela y De la Luz, exalta en sus ideas sobre la ciencia del espíritu. El gran reto está cuando el problema se plantea en una amplia escala social.
Por muchos análisis y elaboraciones intelectuales que se hagan alrededor de las consecuencias de los procesos económicos, científicos y tecnológicos, y de ese inmenso laberinto que muestran los datos e informaciones económicas, si no se asume una conciencia genuinamente humanista, y con talento y amor se ponen en movimiento la voluntad individual y social, no se encontrarán los caminos de solución del drama de nuestra época que se visualiza de manera muy concreta en las contradicciones entre la identidad de las comunidades humanas, su derecho a alcanzar una civilización superior, y las exigencias que impone la universalización de las riquezas. Esto solo puede abordarse de una manera eficaz sobre el principio de un humanismo pleno, radical y genuinamente universal, fundamentado en una ética consecuente con el hombre y su historia, y cuyo valor intelectual superior está en sustentarla en la realidad y la ciencia. Esta manera de pensar nos viene del maestro Félix Várela, de sus continuadores y de la escuela cubana.
La maldad tiene sus raíces en la conciencia y en la subconsciencia humana. Son los hombres quienes la generan y mantienen a partir de sus instintos egoístas. Es importante asumir esta lección de la historia para no continuar creyendo que las concepciones sociales, políticas y filosóficas, y los programas que de ellas se derivan, van a establecer por sí solas la moral y la justicia entre los hombres. Solo la formación de un hombre nuevo podrá hacer prevalecer la moral en las relaciones sociales.
Para Martí, tenemos que liberarnos de la explotación del hombre por otro hombre, pero para lograrlo de forma radical, debemos hacerlo también de la fiera que todos tenemos dentro —expresión martiana— y asumir las riendas adecuadas que el Apóstol aconsejó. El propio héroe de Dos Ríos advirtió que ello es factible a partir de la capacidad humana de asociarse. Cuando el hombre se siente asociado a los demás y trabaja por el bien común, se hace más feliz.
Sin el ascenso moral del hombre es prácticamente imposible la victoria plena de la justicia. Para el Apóstol, el carácter se alcanza con la armonía en lo individual entre la inteligencia y el modo que orienta y alienta la voluntad. Señalaba que “el hombre es la fiera educada”; aseguraba, además, que era un ser excelente que podía ponerle riendas a la fiera de forma que adquiriera la más alta categoría humana. El carácter “es el denuedo de obrar conforme a la virtud”. Lo más importante desde el punto de vista filosófico y más revolucionario en el orden político y educativo es que esta aspiración de nuestro héroe no la divorcia de la naturaleza, sino que la fundamenta en ella y la exalta a un plano superior de la escala universal que “cuando falla, de nuevo empieza”, como dice en su poema “Yugo y estrella”.
Hombre en este sentido radicalmente vareliano es, en esencia, el que se plantea una misión, un trabajo en la sociedad, es decir, en relación con los demás hombres, que puede ser modesto, sencillo o de enorme complejidad y trascendencia histórica. Pero el que con humildad y sencillez se propone un trabajo útil para ayudar a los demás, es ya hombre o mujer en el cabal sentido vareliano y martiano. Consagrarse al trabajo creativo es sostén para esta escuela de pensamiento en la más simple o elaborada forma de hacer. Pero hay más. La felicidad que el hombre logra cuando pone en tensión inteligencia y amor en favor de la creación y de la práctica es fundamento esencial de la ética cubana. Este valor encierra la idea de que la felicidad se puede encontrar en la lucha en favor de la redención humana.
Si todo hombre responde a un interés individual, hay que orientar el mismo en forma en que se exprese a través de la virtud de la creación con el propósito de ayudar y cooperar con los demás. Así será un hombre completo y podrá aspirar a la genuina felicidad. Este rumbo nos conduce, pues, por el tema de la ética y de la importancia de los factores subjetivos en la historia y, por consiguiente, al papel de la educación y la política culta, que es desde donde debemos abordar los retos que se propusieron desde los años sesenta.
Como antecedente de estos principios está la tradición pedagógica y educacional de nuestra América, que viene desde la época de Simón Rodríguez, el maestro de Bolívar, y aun de antes. En Cuba, especialmente con Várela y Martí, se alcanzaron altísimos grados de la cultura espiritual de nuestra América. Por esto, el Apóstol podía aspirar a que nuestro país fuera universidad del continente. Tales corrientes de pensamiento, sentimientos e ideas filosóficas están como telón de fondo y antecedente de las ideas revolucionarias cubanas y explican su valor latinoamericano y universal, que forman parte integral de la cultura nacional desde sus orígenes hasta hoy, lo cual debe ser siempre así en el futuro.
Las raíces de este pensar y sentir se encuentran en haber relacionado ciencia, amor y poesía en un saber y un actuar sobre el fundamento de una composición social donde no cristalizó una clase burguesa poseedora del ideal nacional.
Razones económicas, sociales, culturales e incluso geográficas hicieron que en “el crucero del mundo”, en la antesala de las dos Américas, surgiera esta nación que ha sido capaz de hacer la última gran Revolución social que ha tenido lugar en el siglo XX.
Las nobles aspiraciones de la Ilustración y el humanismo de los siglos XVII y XIX llegaron a nuestro país, pero en las condiciones de la sociedad cubana evolucionaron hacia la defensa de los sectores y capas desposeídas de la población. Ellas se plantearon y crecieron en Cuba sin las mistificaciones que le impusieron las desigualdades clasistas de las sociedades estadounidense y europea.
Carece de sentido práctico elaborar alternativas acerca de lo que pudo ser y no fue. Solo tenemos derecho a realizar utopías hacia el mañana. Únicamente es válido esto último para entender mejor el pasado y extraer lecciones provechosas hacia el porvenir.
¿Y cuál es el valor actual de la utopía martiana para el siglo venidero? Para algunos puede ser irrealizable. Quienes sentimos a Cuba al modo martiano no vamos a renunciar al sueño. No encontramos otra forma de ser cubanos, no apreciamos otra manera de ser hombres. En todo caso estamos hablando de la utopía del hombre que la humanidad de hoy necesita para salvarse del infierno de una civilización que, tras los dramáticos acontecimientos que nos simbolizamos en la caída del muro de Berlín, se acabó por imponer con el más vulgar y feroz materialismo, hermano gemelo de una espiritualidad que en muchas ocasiones la historia de Occidente había situado en antagonismo con la ciencia. En la cultura cubana no existe ese antagonismo.
El colapso de las civilizaciones ha ocurrido a lo largo de la historia y uno de los síntomas de tales catástrofes ha estado, precisamente, en la pérdida de valores éticos sin los cuales no pueden perdurar.
Los esquemas éticos en las distintas etapas históricas pueden ser insuficientes o, incluso, conducir a graves tragedias humanas. Pero no hay civilización sin cultura ética y sin paradigmas morales y culturales. O los hombres encuentran nuevos paradigmas o la humanidad estará perdida.
Ante estas encrucijadas, los cubanos nos abrazamos con más fuerza que nunca al legado ético y político de José Martí, que ha sido durante el siglo xx, y con mayor consecuencia y profundidad a partir de los heroicos sucesos del Moncada en 1953, la fuente esencial que nutre y explica la existencia de la nación.
Cuba tiene que enfrentarse a ese mundo y lo hace fortaleciendo y enriqueciendo la tradición espiritual y moral que he descrito, perfeccionando su cultura jurídica y las instituciones que le sirven de fundamento, a cuya cabeza se encuentra la Constitución Socialista de la Revolución y los métodos y formas de hacer política que nos enseñó Martí y que Fidel Castro ha llevado en este siglo a su plano más alto. Estas formas y maneras de hacer política superan radicalmente la vieja consigna de “divide y vencerás”, para exaltar el principio revolucionario de “unir para vencer”. Es el mensaje que la historia de la patria de Martí transmite al mundo.
*Fragmento del texto José Martí y el equilibrio del mundo, del intelectual cubano Armando Hart Dávalos.