La política cultural de la Revolución cubana (II)

Juan Nicolás Padrón
11/1/2021

Entre los diferentes frentes de batalla de la Revolución por los años 60 el Comandante en Jefe estaba construyendo la política cultural, pues sabía que este era estratégico. Quizás por eso no habló del documental que había servido de pretexto para la reunión, y hasta aseguró no haberlo visto; prefirió abrir con el tema principal: “el problema fundamental que flotaba aquí en el ambiente era el problema de la libertad para la creación artística”.[1] La sombra del estalinismo, real y propagandístico, había desacreditado la práctica socialista. En 1960 Jean Paul Sartre publicó Crítica de la razón dialéctica, un intento de unidad entre existencialismo y marxismo, y ese mismo año llegó a Cuba junto a su esposa, la narradora feminista Simone de Beauvoir; en el periódico Revolución había salido un trabajo periodístico de Lisandro Otero recogido con el título de “Conversaciones en la Laguna”, y el líder de la Revolución lo mencionaba. También en su intervención hizo referencia a un planteamiento del sociólogo norteamericano Charles Wright Mills, que en 1959 había escrito La imaginación sociológica, en que intentó articular las exigencias de la sociedad y la necesidad de la Historia bajo la tensión entre el Estado moderno y el individuo, contradicción que siempre ocasiona malestares. Sartre era un crítico profundo del estalinismo y un defensor de la posibilidad de convivencia entre el socialismo y la libertad individual; Wright Mills abogaba por un espacio para la individualidad frente a las tensiones de las sociedades modernas.

 En 1960 Jean Paul Sartre publicó Crítica de la razón dialéctica, y ese mismo año llegó a Cuba junto a su esposa, la narradora Simone de Beauvoir. Foto: Alberto Korda / Tomada del sitio web Fidel, soldado de las ideas
 

Fidel aludió indirectamente al peruano Eudocio Ravines, quien había escrito La gran estafa, libro de desengaño de la ideología socialista después de dos viajes a la Unión Soviética de Stalin, que se leía en Cuba por aquellos años. Había miedo, y resultaba lógico creer que existían peligros para la práctica de la política cultural socialista en relación con los artistas y escritores, un asunto que en Cuba nadie había definido. La razón de este temor la sintetizó Fernando Martínez Heredia años más tarde en “Cincuenta años de Palabras a los intelectuales” cuando explicó que estaban vigentes las Organizaciones Revolucionarias Integradas —ORI—, convertidas en “un grupo sectario y ambicioso que pretendió, en pleno Caribe, expropiar la revolución popular y convertir el país en una ‘democracia popular’ como las que dirigía la URSS en Europa”.

El documental PM de Sabá Cabrera Infante y Orlando Jiménez Leal con fotografía de Néstor Almendros, un corto sobre la vida nocturna de los sectores pobres y marginales de La Habana, ocasionó la reunión de la Biblioteca con los intelectuales. El joven líder —la dirección de la Revolución estaba llena de jóvenes— no llegó con un recetario de doctrinas: fue a escuchar y consensuar en aras de la unidad frente a los planes enemigos. Conocía, porque a esas alturas existía suficiente información, lo que Aurelio Alonso resumiría en “Las Palabras a los intelectuales a la vuelta de medio siglo”: “La experiencia del marxismo soviético está cargada de ejemplos de esa suerte de hermenéutica distrófica del pensamiento revolucionario, concebida para justificar las arbitrariedades políticas consumadas”.

Fidel fue allí a razonar sobre los principios que debían regir la política cultural de la Revolución cubana ante un acoso que, con mayores o menores grados de sutileza, no ha cesado. El primer principio estuvo relacionado con la libertad de expresión: “Permítanme decirles en primer lugar que la Revolución defiende la libertad, que la Revolución ha traído al país una suma muy grande de libertades, que la Revolución no puede ser por esencia enemiga de las libertades; que si la preocupación de alguno es que la Revolución vaya a asfixiar su espíritu creador, que esa preocupación es innecesaria, que esa preocupación no tiene razón de ser”. Más adelante aseguraba: “Nadie ha supuesto nunca que todos los hombres, o todos los escritores, o todos los artistas tengan que ser revolucionarios”. Por tanto, dejó bien claro que la libertad de expresión estaba garantizada no solo para escritores y artistas revolucionarios sino también para quienes no lo fueran. Ningún líder socialista se había pronunciado así sobre la libertad. En aquellos momentos casi todo el pueblo se sentía parte de la Revolución, no era una cuestión ajena a ellos: “la Revolución” eran ellos mismos, y el propio Fidel lo razonaba: “Es que cabemos todos. Porque esta es obra de todos nosotros: tanto de los ‘barbudos’ como de los lampiños; de los que tienen abundante cabellera, o de los que no tienen ninguna, o la tienen blanca”. En este sentido y en aquellos momentos, el concepto de formar parte de la Revolución se parecía mucho a ser integrante del pueblo de Cuba defendiendo las conquistas para todos, entre estas, la libertad personal, un derecho individual como parte de los derechos sociales.

El segundo principio, vinculado indisolublemente al primero, se refiere al derecho, y también al deber, de la Revolución y los revolucionarios a defenderse: “Contra la Revolución nada, porque la Revolución tiene también derechos; el primer derecho de la Revolución es el derecho a existir”. Cualquiera podía comprender que frente a los intereses de la gran mayoría del pueblo que garantizaba esa libertad y soberanía, no se podía alegar un derecho contrario. Comparto la nota 7 de Luis Toledo Sande en “Quince notas sencillas sobre Palabras a los intelectuales”: “El discurso ratificó un deber, más que un derecho, de la Revolución: defenderse, como obra transformadora que seguirá costando grandes esfuerzos”.

Este derecho-deber permanece inalterable, aunque el nivel de consenso no sea el mismo. No pocas veces he comprobado que, debido a malas políticas y, sobre todo, a mala aplicación de ciertas políticas, incluso a finales de esa misma década, varias personas renunciaron a ser parte de la Revolución. Hay que tener en cuenta tales distinciones y ajustar a estos tiempos la política cultural: no se puede renunciar a la libertad de expresión ni tampoco al derecho-deber de la Revolución en el poder a defenderse, pero de aquel tiempo a este hay bajas. Las circunstancias de ahora no son las mismas de entonces, ni las personas, ni los medios. Las plataformas digitales gestionan una dispersión en burbujas y no se puede aplicar la misma política informativa de hace 60 años: la guerra cultural ha adquirido un descomunal desarrollo, por lo cual se requiere una defensa en que se singularice creativamente cada respuesta. Hoy cualquiera puede filmar con su móvil y aparecer cientos, miles de PM, aptos para burlar cualquier prohibición; hoy tendrá que defenderse la Revolución con razones culturales y políticas que cuenten con la inteligencia del pueblo y el uso adecuado de las nuevas armas mediáticas. El derecho-deber de los revolucionarios cubanos de hoy sigue siendo defender a la Revolución, pero de otra manera. La ingenuidad de ocultar información, manipularla, o no saber enfrentar campañas por falta de preparación, constituyen derrotas; usar viejos métodos para enfrentar los ataques provenientes de los medios digitales, lejos de ganar terreno, lo pierde, y se acumula desconfianza hacia la verdad que esgrimimos.

“Las plataformas digitales gestionan una dispersión en burbujas y no se puede aplicar la misma política informativa de hace 60 años”. Foto: Internet
 

Un tercer principio se refería a la auténtica democracia revolucionaria y no a la “dictadura del proletariado”, planeamiento muy audaz para su época: “Nuestra preocupación fundamental siempre serán las grandes mayorías del pueblo, es decir, las clases oprimidas y explotadas del pueblo. […] la Revolución nunca debe renunciar a contar con la mayoría del pueblo, a contar no solo con los revolucionarios, sino con todos los ciudadanos honestos…”. Este tercer principio dejó el diálogo abierto para contar con los intelectuales y artistas, y evitar el sectarismo, el dogmatismo y la concomitante burocracia. El espíritu democrático que lo anima no se ha desarrollado lo suficiente, y a veces se ha convertido en lo contrario, porque es preferible un ciudadano honesto, aunque no sea revolucionario, a uno que hipócritamente diga serlo.

Después del fracaso de la Zafra de los Diez Millones, Cuba no pudo mantenerse independiente económicamente; avanzó la influencia de un estalinismo remanente en algunos de nuestros entusiastas revolucionarios, que lo potenciaron para secuestrar esta política cultural, hasta llegar a los desastres de los años 70. No pocos dijeron ser revolucionarios sin serlo; algunos dejaron de ser parte de la Revolución; otros se marcharon, los más se quedaron. En 1961 Fidel no ordenó, ni decretó; ni siquiera condenó el documental PM. Pero parece que en el encuentro previo en la Casa de las Américas se había sido muy duro, pues se había solicitado “paredón” para los realizadores del filme. El líder de la Revolución cubana sabía que el fantasma del “realismo socialista” y el control político convertido en policial sobre el contenido del arte y la literatura habían cosechado una mala fama bien ganada en la URSS con la aplicación, bajo la etiqueta de “dictadura del proletariado”, de políticas culturales inadmisibles, que propiciaron represiones criminales a los artistas y escritores por parte de funcionarios incapaces de entender las relaciones entre política y estética. Eso había dejado un rastro de miedo e hipocresía. Por eso Fidel preguntaba: “¿A quién tememos? ¿Qué autoridad es la que tememos que vaya a asfixiar nuestro espíritu creador? ¿Qué compañeros del Consejo Nacional de Cultura?”.

Las preguntas fueron respondidas diez años después, en 1971, precisamente por ciertos funcionarios visibles de ese Consejo, aunque existían otros no tan visibles en algunas instituciones, que según métodos aviesos suelen permanecer ocultos. La democracia socialista en la política cultural enunciada por Fidel como principio comenzó a aplicarse después de 1976 con la creación del Ministerio de Cultura con Armando Hart al frente; hubo otros persistentes batalladores por establecerla bajo sólidos principios de decencia y honradez, no pocas veces contra viento y marea, como Eusebio Leal, pero los frenos debidos a las malas aplicaciones por funcionarios ineptos u oportunistas aún duran, y cuesta mucho trabajo desarraigarlos; todo ello sigue implicando un costo de desencanto y desánimo. Sin embargo, no sería justo ni inteligente desconocer las buenas políticas y la ingente labor cultural de la Revolución, como si solo las desviaciones mencionadas anteriormente hubieran existido; muchas de esas prácticas se han convertido en derecho, y son tan naturales para los nacidos en las últimas décadas, que les parecen inmanentes.

 “La democracia socialista en la política cultural enunciada por Fidel como principio comenzó a aplicarse después de 1976 con la creación del Ministerio de Cultura con Armando Hart al frente”. Foto: Roberto Salas / Periódico Granma
 

Para construir esa democracia socialista cubana de inclusión consciente para todos que Fidel soñaba, se necesitan no solo voluntad y persistencia, sino también otros dones en los líderes que puedan estar, o no, al frente de instituciones, porque hoy la institucionalidad no es la única vía para desarrollar las políticas culturales; la atención a esos liderazgos que no suelen aparecer con suficiente frecuencia, es indispensable para potenciarlos. Se precisa regular a través de mediaciones; construir estructuras que apoyen las esencias de la política cultural en una sociedad más flexible jurídicamente, y a la vez, con mayor previsión, con sentido de integralidad legal junto a principios enunciados en el concepto de Revolución que Fidel nos legó, casi como despedida, para actualizar el sentido revolucionario de la Revolución y despojarlo del conservadurismo de lastres acumulados en décadas. No en balde su primer enunciado para fortalecer la democracia socialista en Cuba está expresado en la primera frase: “cambiar todo lo que debe ser cambiado”. El reto de los revolucionarios de este momento es detectar ese “deber ser” y actuar con transparencia. En cualquier caso, la preocupación fundamental fidelista por las grandes mayorías queda intacta. Se sabe que no vivimos la mística de aquellos tiempos, pero la Revolución sigue contando con la mayoría del pueblo. Hoy sus dirigentes están en la obligación de dialogar y consensuar no solo con esa mayoría, sino con las minorías honestas.

Un cuarto principio de la política cultural de la Revolución definida por Fidel en su discurso en la Biblioteca tiene que ver con el pensamiento crítico. La crítica y las posturas diferentes entre revolucionarios, o de quienes no lo son, forman parte de la libertad de expresión y de la amplia democracia socialista. El respeto al pensamiento crítico resulta coherente con su necesario espíritu emancipador y democrático; por esta razón, es natural que se inserte en la dinámica social y política del país. Es muy conocido que en la Cuba de entonces se movían diferentes posiciones, pero dos dominaban el teatro de operaciones de la reunión: las encabezadas por Carlos Franqui y las lideradas por Alfredo Guevara. Sin mencionar nombres, Fidel se refería a esas pugnas y críticas:

Y que ha habido querellas, ¿quién lo duda? Y que ha habido guerras y guerritas aquí en el seno de los escritores y artistas, ¿quién lo duda? Y que ha habido críticas y supercríticas, ¿quién lo duda? Y que algunos compañeros han ensayado sus armas y han probado sus armas a costa de otros compañeros, ¿quién lo duda? […]. Que ha habido críticas duras, ¿quién lo duda? Y en cierto sentido se planteó ese problema. Y esos problemas nosotros no podemos pretender dilucidarlos con dos palabras. Pero creo que de las cosas que se plantearon aquí, una de las más correctas es que el espíritu de la crítica debía ser constructivo, debía ser positivo y no destructor. Eso, hasta los que no entendemos nada absolutamente de crítica, lo vemos claro. Por algo la palabra crítica ha venido a ser sinónimo de ataque, cuando realmente no quiere decir eso.

“El respeto al pensamiento crítico resulta coherente con su necesario espíritu emancipador y democrático”.
Ilustración: Osval / Diario digital 5 de septiembre

 

Fidel veía normal la crítica, y la consideraba mucho más que un señalamiento negativo; por otra parte, emitir un dictamen a favor de una posición u otra hubiera sido superficial. Sí se debía intentar una aproximación o acercamiento, entendimiento o comprensión, y en el mejor de los casos, una solución a los problemas expuestos, y a eso se refería cuando abogaba por la crítica constructiva. La que destruía y solo atacaba, especialmente a las personas, erosionaba la estabilidad del sistema, propósito esencial de los enemigos de Cuba. El líder revolucionario advirtió que la crítica puede ser válida cuando se hace en aras de la solución de un problema, porque la edificación socialista necesita del pensamiento crítico como el aire para respirar, y cuando en ese proceso no existe, la obra languidece, se anquilosa y se va autodestruyendo.

Hoy resulta imposible que la Revolución avance sin estructurar de manera permanente la crítica para encontrar el consenso necesario para la construcción socialista. En tiempos de Internet, con un pueblo no solo alfabetizado, sino poseedor de muy diversos conocimientos y saberes, quien dirija cualquier proceso —político, cultural, productivo, comercial, de servicios…— ha de practicar una sistemática comunicación receptiva y atención permanente; sincronía eficiente y sintonía eficaz con todos los planteamientos de la población; capacidad y pericia para dialogar, atender y consensuar, sin soberbia ni violencia; además, proponer soluciones o explicaciones que permitan buscar alternativas; de lo contrario, violaría este principio de la política cultural de la Revolución, y hasta las leyes, en tiempos en que con la nueva Constitución se perfecciona el Estado de derecho.

El quinto principio de la política cultural de la Revolución está encadenado con los demás: mantener y, ojalá, fortalecer la unidad de los cubanos por una patria digna, soberana y fuerte, frente a poderosas presiones externas desintegradoras y no menos intensas fuerzas internas —algunas, serviles a las órdenes del propio enemigo externo; otras, corruptas, oportunistas y enmascaradas bajo un hipócrita mensaje revolucionario, que pretenden conducir el proceso hacia intereses egoístas—, ambas, negadoras de la aspiración martiana de “con todos y para el bien de todos”. Acciones que dividan, fraccionen o segmenten a los cubanos van contra la integridad de la nación acechada por las históricas apetencias de Estados Unidos; esa unidad puede exigir a todas las partes no abroquelarse en determinados criterios negociables, lo cual es siempre preferible a la falsedad.

“Acciones que dividan, fraccionen o segmenten a los cubanos van contra la integridad de la nación acechada por las históricas apetencias de Estados Unidos”. Ilustración: Osval / Tomada de Internet
 

A veces algunos vehementes camaradas creen que aplicando medidas contundentes salen victoriosos de ciertas contingencias, sin valorar la importancia de no desgajar más revolucionarios potenciales. La unidad solo se construye en la diversidad; no existe unidad desde la misma unidad, pues solo resulta viable en la variedad y en las diferencias. Por ello debemos reconocer con valentía las discrepancias, si no perjudican al país y están dentro del espíritu de alcanzar una Cuba cubana y próspera. Decía Fidel: “La Revolución no les puede dar armas a unos contra otros, la Revolución no les debe dar armas a unos contra otros”. Unos y otros existían en ese momento y van a seguir existiendo, como existen hasta en familias formadas bajo idénticos principios. Todavía hoy resuenan los aplausos arrancados por la siguiente afirmación: “Creo que cuando a un hombre se le pretende truncar la capacidad de pensar y razonar lo convierten, de un ser humano, en un animal domesticado”.

 

Notas:
 
[1] Un texto absolutamente vigente. A 55 años de Palabras a los intelectuales. Compilado por Elier Ramírez Cañedo, Ediciones Unión, La Habana, 2016. Excepto que se indique lo contrario, todas las citas recogidas en el presente texto han sido tomadas de este libro.