Con una lata y un palo (I)
5/11/2020
Llegó a nuestra vida radial y cotidiana de forma inesperada. De la noche a la mañana, parte importante del estribillo de uno de sus temas se convirtió en la frase más recurrente entre los habitantes de esta isla: “(…) con una lata y un palo (…)”. Era el grupo Afrocuba.
El teléfono inalámbrico nacional había esparcido una versión que para muchos resultaba creíble: “son los protegidos de Irakere, ahí toca el hijo de Oscar Valdés”; y es justo decir que de la misa la mitad. Ciertamente Oscarito Valdés —el tercero en orden sucesorio con ese nombre y apellido—era el baterista de este Afrocuba fundacional; pero de ahí a ser los protegidos de la banda que lideraba Chucho Valdés, había un gran trecho.
Repasemos algunos hechos.
Es 1978, acaba de terminar el XI Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes. Desde hacía algún tiempo el saxofonista Nicolás Reinoso tenía la intención de formar una banda para ejecutar lo más avanzado del jazz. Para nadie es un secreto que Irakere es la brújula que marcaba “el norte musical” de ese momento; pero Reinoso quería más y decidió comenzar a reclutar músicos, sobre todo aquellos que estuvieran a punto de graduarse en los conservatorios y en la Escuela Nacional de Arte (ENA); también podía —y estaba dispuesto— a admitir a aquellos que no tuvieran una fuerte o sólida formación académica. Solo debían dejar la piel ante el instrumento y el pentagrama.
Para ese entonces tenía otro proyecto llamado Sonido contemporáneo, en el que indistintamente militaban, entre otros, los saxofonistas Lucía Huergo, José Carlos Acosta y Germán Velazco; y que trabajaba todos los días en el salón Las Antillas del hotel Habana Libre, comúnmente conocido como Las cañitas. Asimismo, era un espacio abierto a recibir y dar una oportunidad a todos aquellos músicos, amigos suyos o no, que estuvieran en disposición de “descargar un rato” y, sobre todo, tuvieran “filin” para el jazz.
tuvo por nombre Las maravillas”.
Era el laboratorio perfecto para probar aquellas ideas musicales que bullían en su mente. Reclutados los músicos, vendría después la tarea de lograr una plantilla estable, para el tema económico; mientras tanto, se podía tocar aquí o allá, todo ello por obra y gracia de la capacidad de Nicolás para las relaciones públicas. Esas presentaciones fueron perfilando y ajustando la maquinaria musical y el primer sonido o estilo del proyecto al que llamaría Afrocuba.
Una maquinaria en la que cada engranaje humano podría definirse como la crème de la crème de una generación de músicos en los que aún estaban activos los vasos comunicantes de las sonoridades anteriores a 1960 y las que se habían gestado posteriormente. Una generación para la que su estado natural era hacer música siempre que fuera posible —la música era una forma de vida, no un medio en sí—. Instrumento por instrumento, el grupo Afrocuba era una versión de esos tiempos de aquella formación que en los años cuarenta tuvo por nombre Las maravillas y que dirigiera el flautista Antonio Arcaño.
A comienzos de 1980 Reinoso recibió la buena nueva de que ya tenía una plantilla que reconocía profesionalmente la existencia de su proyecto, al que pretendió sumar a los saxofonistas José Carlos Acosta y Germán Velazco —este último no se incorporó al ser llamado por Chucho Valdés para sustituir a Paquito D´Rivera—; solo que para ese momento sus intereses profesionales dieron un golpe de timón y, a los pocos meses, dejó la dirección del proyecto en manos del flautista Oriente López.
Y mientras ello ocurría, la voz del cantante Eddy Peñalver comenzó a llegar a todos los rincones del país, primero por la radio y después ante la popularidad del coro “(…) con una lata y un palo, arma un guateque el cubano (…)”. Este será el primer gran tema que pondrá a Afrocuba en la mira de los bailadores y de los amantes de la música. Algo grande habrá de ocurrir con esta banda en años venideros.