Rutinas de pandemia
23/9/2020
El azoro y la consecuente paralización de los primeros días de la pandemia ceden lugar a una nueva rutina, aunque no acabemos de admitirlo. El 11 de marzo del 2020, fecha en la que se detectaron los primeros tres enfermos en Cuba, coincidió con la última función de la obra Oficio de Isla, al menos en su primera temporada. El teatro Bertolt Brecht, atestado de público, fue el mejor escenario para despedirnos de nuestra dinámica vital hasta ese momento. Tuve la inmensa suerte de presenciar esa noche ―ya en segunda ocasión y por tanto más reposadamente― dicha obra, escrita por Arturo Sotto y dirigida por Osvaldo Doimeadiós. La función del 11 de marzo fue una despedida por todo lo alto, sin que sospecháramos la debacle que se avecinaba.
Han sido violentados los actos que cotidianamente realizábamos sin pensarlo: actos mecánicos, irreflexivos. En su lugar, lo que al principio parecía transitorio, ocupa lugar definitivo. El nuevo hábito de cubrirnos nariz y boca, por ejemplo, ya no solo pertenece a la rutina diaria, sino que recibimos castigo si lo incumplimos. Desinfectar con cloro o alcohol las superficies que tocamos, las suelas de los zapatos, los envases de todo lo que compramos, y los brazos de sillas y sillones es un acto que también hemos incorporado con cierta naturalidad. La manera de saludarnos sufre transformaciones que vamos adoptando según las recomendaciones de médicos e investigadores, que no saben mucho más que nosotros, pero a quienes todos preguntan con insistencia, y alguna respuesta deben dar. Primero se sugirió utilizar el puño cerrado, luego la parte externa de los codos, y ya vamos por la tercera variante, que consiste en colocarnos una mano en el pecho, a la altura del corazón. Si alguien ha estado observando el modo de saludar, tendrá que asumir que de repente parece que formamos parte de una secta, cuya reverencia significa algo imposible de descifrar.
En las mañanas, la mayoría de nosotros escucha el informe que resume el comportamiento de la pandemia en el día anterior, y aunque queramos evitar la angustia, y a veces evitemos ver la transmisión de la conferencia, de una forma u otra nos enteramos del parte de cifras de contagiados, de muertos, de sospechosos, y de altas médicas/epidemiológicas. Como los informes no se limitan a nuestro país, sino que reportan lo que acontece a nivel mundial, se multiplican el miedo y la desesperanza por amigos, familiares, conocidos desperdigados por el mundo (y, en última instancia, porque se trata de la especie humana). Las mañanas son aterradoras, para qué negarlo. Conozco personas que se entretienen apostando las cifras de contagiados. Y a veces ganan las apuestas. Macabra forma de entretenimiento.
Disponemos de más tiempo libre, lo cual equivale a decir que hay que gastarlo. Además de tiempo, se consume mucho dinero en estar pendiente de las redes sociales, ya sea para estar al tanto de lo que sucede más allá de la pandemia, o para saber qué se mueve, en términos de ventas/compras/trueques. Es pavoroso el cúmulo de discusiones entre artistas, entre científicos y entre gente común. En ocasiones, Facebook asquea. En lugar de solidaridad, consuelo, ánimos estimulantes y alguna brizna de optimismo, abundan el insulto barato, horrendas ortografías, amenazas al estilo de la mafia y rencores de todos los estilos posibles. Los llamados retos muestran cuán aburridos estamos: hay algunos originales, como publicar portadas de los libros que más gustan, o fotos de nuestras madres, o imágenes de cuando éramos felices y no lo sabíamos. Las secciones de comercio también tienen peculiaridades novedosas. Lejos de promocionar la venta de cosas imprescindibles en la nueva rutina (mascarillas, gel desinfectante, cloro, soluciones alcoholadas), aparecen anuncios de cachorros, de clases de rumano y de pinturas oleosas y seguramente robadas. Es como si todos sufriéramos algo de locura, una especie de neurosis colectiva, un trastorno de personalidad aún no descrito por la ciencia. Mi amigo Víctor me contó que al solicitar “laxante”, así, entrecomillado, en uno de esos sitios comerciales, la respuesta que recibió fue “bajante de antena”, también entre comillas, y según mi amiga Hilda, al pedir “artículos para mascotas”, aparece “coche de bebé, cuna y corral”.
Las colas, con sus respectivas causas y consecuencias, integran lo peor de la rutina actual. Por mucho que se llame al recogimiento, a ese “quédate en casa” ―el lema más repetido desde hace medio año―, salir a lo que antes se llamaba “forrajear” resulta inevitable. Hacemos colas en la farmacia, en los agromercados, en las tiendas donde se compra lo que haya en tres monedas distintas, colas para conseguir cloro, pan, dulces, el periódico.
Así, entre noticias, reyertas, dosis de cloro por doquier, lavado de manos y colas descomunales, transcurren los días de la nueva rutina, hasta que llega la noche. Desde las 7:00 p.m. los habaneros quedamos atrapados, y los aplausos de la hora del cañonazo se van atenuando cada vez más. Con estos horarios de gallinero, adquirimos el hábito monjil de acostarnos a dormir temprano, y despertarnos cuando canta el gallo. Siempre hay uno en el vecindario. Mucho más podría decirse de la nueva rutina (por ejemplo, el recién adquirido conocimiento de agricultura suburbana, con los pequeños huertos domésticos que comienzan a florecer, de lo cual hablaré en próxima estampa), pero, hablando en plata, falta risa, faltan ímpetus y sobran cansancio, tedio y ganas de volver a despertarnos en el mundo que dejamos estropear. Obviamente, no es tiempo de ceremonia, sino de estas rutinas de pandemia.