Menos de lo mismo, más de lo nuevo
16/6/2020
Se sabe, las crisis generan desarrollo porque nos ponen a pensar de manera distinta. Nos obligan a cambiar. ¿Somos más eficientes tras los replanteos a que nos conminan las situaciones de carencias? Creo que sí, aunque a veces exageremos.
Hoy me remito a ese aparente contrasentido para enfocarme en la promoción de la literatura en nuestro país. Considero necesario razonar sobre el tema con el propósito de que la gran inversión ejecutada en las últimas décadas en la infraestructura editorial no caiga en saco roto y rinda lo necesario. La cosecha más promisoria en ese terreno, sin dudas, ha sido el enriquecimiento espiritual de una población cada día más necesitada de productos culturales.
Por regla general se comete el error de suponer que a un salto cuantitativo siempre le sucede, de manera automática, un estadio de calidad de mayor nivel. La dialéctica lo asume, pero cabría una precisión: cuando solo aumentamos rutinariamente lo mismo que venimos haciendo, con resistencia (reconocida o no) a lo nuevo —lo que a veces se identifica con un proceder tradicional—, el tránsito hacia lo cualitativo se puede experimentar a la inversa. Sin renovación no hay desarrollo, como mismo no lo hay si desdeñamos lo legítimo de una tradición cimentada en los dominios de la identidad. Desconocer estas prerrogativas hace que derivemos, torpe y alegremente, hacia la involución.
Todo es relativo, nadie lo duda: hasta la democracia. El uso modélico del concepto de mayoría como regulador incorruptible, tras ser secuestrado por el poder financiero, las mafias políticas y los medios masivos a su servicio, pasó a integrar el repertorio de las falacias sociales donde se autentifican procederes y procesos que —paradoja abrasiva— recorren los escenarios del planeta como non plus ultra de los derechos humanos. Una democracia coherente, en lo político electoral, prescinde de la propaganda al servicio de partidos que, acogidos a un sistema que llaman multipartidismo por lo general reduce la multiplicidad a dos o, cuando más, a tres; una democracia verdadera se centra solo en las personas y su demostrada vocación altruista y comunitaria. Los cubanos lo sabemos bien, porque durante más de cuarenta años así lo venimos viviendo.
Pero, lejos de ese fenómeno performático donde se orquestan los procesos electorales de la llamada democracia representativa —y centrados en la que se expresa en la cotidianeidad—, las acciones inclusivas que distinguen la política de un país no deben atrincherarse en un concepto de representación a ultranza, si este se salta los requisitos de merecimiento que la competitividad impone. Resulta inobjetable que el algoritmo institucional es el idóneo para que el estado estructure y active políticas abarcadoras que, tras procesos acumulativos, se planteen cotas de rigor centradas en el reto de mayores exigencias a quienes aspiren a incluirse en los dominios de lo selectivo.
Considero que, por muy justas que nos resulten ciertas políticas de masividad, si no son sometidas a cruentos balances —de manera que se conjure el conformismo del acceso al amparo de un igualitarismo ramplón—, terminarán generando consagraciones espurias. En el terreno de la literatura no tiene sentido prescindir del escabroso trayecto de construcción de currículos a partir de la legítima acumulación de resultados.
A inicios del presente siglo, en el panorama editorial se asumió una política expansiva que recibió de inmediato, por parte del estado, su aseguramiento logístico. Aunque parezca festinada la comparación, fue algo así como un equivalente de la Ley de Reforma Agraria de los días iniciales de la Revolución. A cada persona con vocación de escritor, su parcela; es decir: su libro publicado.
Pero en el terreno de los bienes espirituales las cosas no funcionan de la misma manera que en la esfera material. El aumento caótico de la cantidad de autores y libros nos enfrentó a consecuencias cualitativas indeseables. En algunos de mis textos de la época hablé del espejismo de progreso adonde nos podía conducir el aumentar los emisores sin tomar en cuenta las demandas de los receptores; sobre ese punto no insistiré entonces, sino que me referiré al apagón de público que desde entonces empaña las actividades de intercambio.
Tengo la certeza de que el fenómeno derivó de la sobreabundancia, el desigual nivel de lo publicado, lo repetitivo de los formatos y la desprofesionalización del producto total. Mi posición siempre fue considerar de mayor provecho el generar menos actividades con formatos más novedosos y jerarquizados. No creo que me hiciera entender de forma plena. La fiesta del “demos” impidió conjurar los posibles peligros.
Entre los logros de aquel programa, sin dudas, están la consolidación de un sistema editorial más descentralizado y —¿cómo no?— la aparición de títulos y autores notables, cuyo período de cocción se hubiera prolongado en exceso de no ser por las nuevas oportunidades que afloraron. También vale celebrar la ampliación temática de los catálogos. Esas, hoy, son realizaciones indiscutibles. El balance tiende a lo positivo, pero los males asociados se han hecho refractarios al rediseño, no por disposiciones administrativas, sino por su apariencia de “derecho conquistado”, lo cual los inviste de una engañosa galanura justiciera.
En los días previos a la llegada de la Covid-19, nuestro sistema editorial, un tanto macrocefálico, comenzó a enfrentar su primera crisis generalizada y sistémica. Mientras algunas editoriales consolidaban sus pautas, otras adeudaban la ejecución de varios planes anuales. Llegó entonces, en 2019, el momento crítico de recrudecimiento del bloqueo y se decidió no hacer plan 2020 para saldar las deudas de 2019 y 2018. Luego la pandemia paralizó las labores de edición sin que, hasta hoy, se avizore el momento en que retomemos el camino. Como se ha dicho, la normalidad venidera nunca será igual a la previa y en este terreno las incertidumbres son aún mayores.
Las suspensiones de actividades con público a que obligó la pandemia trajeron consigo un repensar la institución literaria, que se vio conminada a volver los ojos hacia otras plataformas —como la TV, la radio, los medios de Internet y las redes sociales— para los intercambios públicos. A modo de táctica extrema de salvación ha funcionado con relativa efectividad, pero su destino final debe ser de complementación, aunque quizás con una cuota de protagonismo nunca antes visto en nuestra dinámica. A fin de cuentas, esta, constituye una poderosa herramienta, poco y mal usada antes de la crisis.
La irrupción entusiasta y vigorosa de lo virtual, unida al replanteo riguroso de la producción editorial y el plan de eventos, de seguro nos conducirá a un nuevo clima cultural. Lo virtual no debe engullir lo palpable, pero tampoco seguir a la saga. Menos de lo mismo y más de lo nuevo, pero con equilibrio, tal vez sea la fórmula adecuada para que la literatura siga jugando, en nuestro entorno, el papel que legítimamente le corresponde.