Los derechos de la mujer, una deuda de la humanidad toda
9/3/2020
En los debates sobre los derechos de las mujeres parece frecuente que escasee la presencia de varones, como si el logro de tales derechos fuera una aspiración que corresponda solo a una parte de los seres humanos. Pero es una necesidad que toda la especie tiene ante sí para llegar en su conjunto a la plenitud que le permitirá merecer cabalmente el nombre de humanidad.
Reconocimiento sin retaceo de ningún tipo merece el empeño de las mujeres en reclamar sus derechos, comenzando por negarse a seguir siendo invisibilizadas y tratadas como si, por mandato divino o fatalidad histórica, estuvieran condenadas a la inferioridad. En algunos sitios ello se aprecia hasta en el plano salarial, cuando realizan el mismo trabajo que los varones y reciben un pago menor.
Se ha preferido usar aquí varón y varones, para no reproducir, hablando precisamente de igualdad, la tradición lexical que hace del vocablo hombre sinónimo a la vez de macho y de ser humano. Ese es uno de los numerosos elementos por los cuales el pensamiento progresista contemporáneo insiste en fomentar variantes no sexistas del lenguaje, y procurar formas inclusivas.
No se trata de convertir el lenguaje en un fárrago indigerible, contrario a la comunicación, sino de recordar debidamente que el llamado género neutro o no marcado del español —cabría hablar también de otras lenguas— no es fruto natural ni obra divina. Encarna un reflejo ostensible de la realidad social imperante. Con la renuncia al género neutro que se pudo haber tomado del latín, en español se hizo norma que el masculino abarcase a ambos géneros, o los representara, aunque se trate de un conjunto donde haya un solo elemento masculino y muchos femeninos.
Que incluso mujeres entiendan innecesario llamar la atención sobre ese hecho —que las minimiza—, tampoco es resultado de una ley de la naturaleza o de un mandato de dioses, sino de la estructura social que les impone desventajas. Cuando hace pocos años el autor de este artículo escribió otro contra ciertas pretensiones de ridiculizar el lenguaje inclusivo y convertir los dictámenes lanzados contra ese afán por la Real Academia Española —la misma que impidió el ingreso a su claustro de mujeres como Gertrudis Gómez de Avellaneda y Emilia Pardo Bazán, y que no ha renunciado a llevar en su nombre el “Real” monárquico— en leyes que no cabría ni discutir siquiera, algunas de las mayores, o para él más dolorosas expresiones de desaprobación que recibió, le llegaron de mujeres.
Isabel Moya —Isabelita, a cuya memoria desean asociarse estas líneas— reprodujo el texto en la revista Mujeres, y cuando el articulista le comentó aquel hecho, ella le respondió entre sonriente y apesadumbrada: “Es que también entre mujeres hay mucho machismo”. En realidad, el pensamiento dominante —y el machismo aún lo es— rige a la parte que domina y a la dominada. Ocurre asimismo en todos los tipos de sometimiento, empezando por el clasista.
El peso del machismo suscita que a veces el feminismo se entienda erróneamente como una mera contraparte mecánica de aquel. El feminismo luminoso que se abre camino, y merece seguir haciéndolo, no se debe confundir con expresiones sectarias y revanchistas a las que de ningún modo se les ha de permitir que nublen la visión de la realidad. Cuando las mujeres reclaman que se respete y se cumpla la plenitud de sus derechos, contribuyen de un modo importante a la dignificación de la humanidad toda, que no estará bien mientras exista un derecho menguado o en cualquier sentido se desconozca y se viole la justa equidad.
Claro que en esa lucha todos los seres humanos —mujeres y varones— deben extirpar de sí el pequeño o gran machismo que arrastren. Esto recuerda la convocatoria a erradicar el pequeño racista que todos llevamos dentro. El llamado racismo es otro crimen que, de tan tremendo que es, lleva el mal en su mismo nombre: queda por sentada la existencia de razas en la humanidad, cuando está probado que no las hay. Pero la herencia del mal —en el que las colonizaciones han hecho lo suyo— es tan grande que incluso para reclamar justicia y equidad se habla de “la igualdad de las razas”.
No es ese, no, el tema central de las presentes líneas, sino los derechos de la mujer. Pero está claro que la violación de esos derechos suele agravarse por efectos de eso que, mientras no seamos capaces de encontrarle otro nombre —hallazgo que sería toda una conquista humana cultural y en todos los sentidos—, parece que tendremos que seguir llamando racismo. Y en la defensa de los derechos, como en la marcha general de la justicia, donde no se adelanta no solo se producen estancamientos, sino también retrocesos.
A ello se ha referido el autor en otros textos, y volverá a referirse. Ahora —valga la reiteración— se detiene en los derechos de las mujeres, a las que no solo se les priva de los que les corresponden, sino a menudo se les imponen tratamientos material y moralmente criminales. Se cometen imprecisiones también cuando se habla de la mujer como si su realidad fuera ajena a las clases sociales y a las luchas entre estas. En algunas cartas la reina Victoria se quejó con sus hijas de las desventajas sufridas por ellas —las mujeres— en Inglaterra.
Sí, seguro que a los varones de la nobleza se les concedía en general mayores prerrogativas. Pero, para saber hasta dónde llegaban las desventajas de las mujeres, habría que pensar en las sirvientas de cuyo trabajo se beneficiaban la reina y sus hijas, o en el conjunto de siervas y esclavas explotadas por el capitalismo británico —es solo un ejemplo de tal realidad— dentro y fuera de sus lindes territoriales.
Algo en 2016 ratificó la necesidad de saber muy bien de qué se habla al mencionar la falta de equidad alcanzada entre hombre y mujer. Hubo quienes, incluso en Cuba, mostraron preocupación porque las elecciones de ese año en los Estados Unidos “beneficiaban a un hombre contra una mujer”. Pero ese hombre y esa mujer representaban grados más o menos similares de bienestar personal y de poderío —o “empoderamiento”, palabra tan exitosa: no será por gusto—, así como de capacidad para generar guerras y asesinatos. Había, pues, y hay, hechos que van más allá de la diferencia de géneros.
En todo lo hasta aquí esbozado, vale o se debe pensar siempre, no solo con motivo de otro 8 de marzo, efeméride que desde el siglo XIX viene creciendo con el significado que la hace familiar. Se trata de un contenido vinculado con la lucha por los derechos de las mujeres, en la que han tenido gran peso las ideas socialistas. Por contraste, junto a esas luchas ya seculares, la relevancia de la fecha la han abonado los actos represivos de las fuerzas “del orden” representantes de los opresores, y los opresores mismos, contra las participantes en reclamos de justicia.
Dentro de tales actos cuenta la muerte de mucho más de cien obreras en 1911, no el 8 de marzo, sino el 25 de ese mes, en una fábrica incendiada en Nueva York. El origen del fuego no parece haberse aclarado del todo, pero a la intencionalidad punitiva por parte de propietarios violentos, o asesinos, apunta la elevada cifra de víctimas —146 trabajadoras, según fuentes— y el encierro que sufrían en la fábrica, todo para dominarlas. Son las muertas a cuyo vestuario, y al humo del incendio, se atribuye —¿realidad, leyenda?— el color morado que identifica al feminismo.
Por muchos motivos, la conmemoración del 8 de marzo desborda, o debe desbordar, el mero acto de felicitar a las mujeres. Más pertinente y justo resulta apoyarlas en su lucha, y, cualquiera que sea el género al cual se pertenezca, contribuir a su triunfo, sin olvidar que la victoria nunca estará completa mientras haya algún otro tipo de injusticia que erradicar.
Asimismo ha de saberse que la lucha por el todo no puede librarse al margen de la que sus distintas partes requieran ir llevando a cabo resueltamente. El 8 de marzo, fecha que ha devenido relevante y merece reconocerse como tal, es solo un hito que estimula, pero el camino no empieza ni termina en ese punto. Aceptar tal limitación sería —si ya no lo es a veces— una manera de reducir el alcance de una brega cuyo logro, pendiente, se halla entre las grandes aspiraciones y deudas de la humanidad. Nunca cabe soslayar ese hecho, y menos cuando una feroz derechización sistémica marca el andar del mundo. Ocurre en general, y en las Américas se aprecia de manera especialmente ostensible.