Fichas sutiles

Laidi Fernández de Juan
21/1/2020

En materia de servicio al público, reconozcámoslo, poco hemos mejorado. En las tiendas, en los agros, en salones de belleza, y en los temibles Bancos, nos vapulean, por no mencionar que en los locales destinados al sufrimiento burocrático (o mejor dicho, a la agonía de cumplir ordenanzas y trámites, casi siempre en garajes o en edificios cuya estática resulta milagrosa, y esto incluye las oficinas del Ministerio del Trabajo, adonde acuden —acudimos— pensionados) se ofrece y, por tanto, se recibe un trato deplorable. Es como si un enojo aplastante perteneciera naturalmente al contexto del lugar donde estamos.

“Es muy gratificante cuando un camarero recibe al visitante esbozando una sonrisa de bienvenida,
y, solícito, pregunta qué desea” Foto: Internet
 

Los dependientes/funcionarios están disgustados, como quien recibe un castigo que considera inmerecido. Y los clientes, o sea, nosotros, también. No entendemos por qué nos han remitido al sitio, o, en cualquier caso, estamos satisfaciendo una necesidad que puede ser conseguir un artículo, o pelarnos, pagar un impuesto o comprar sellos, solicitar un acta de nacimiento o corregir un error en el certificado de matrimonio. A todo esto, nos hemos acostumbrado, hartos ya de exigir mejor trato, y una digna consideración. Al final, justificamos el desdén al que somos sometidos porque “pobre muchacha de la Oficoda, trabajando con este calor, y pobre dependienta de la tienda, con esos tacones y esa corbata al mediodía, y ¿te fijaste en la pobre  muchacha de los Actos de última voluntad, sin casco protector bajo ese techo que se viene abajo sin miseria?”.

Sin embargo, a pesar de dicho acostumbramiento, cuando se trata de un recinto destinado a visitantes foráneos o nacionales, dígase un hotel, un bar, un restorán, un café, no hay excusa posible. Son lugares donde no debe llegar el asfixiante sopor del mediodía, ni deben estar agrietadas las paredes, ni el personal tiene razones para mostrar esa mueca de hastío tan frecuente en los ya mencionados. Y, efectivamente, esos inmuebles están remozados o recién inaugurados, o son construcciones antiguas, pero fuertes. Y elegantes. En términos generales, en los hoteles, bares, restoranes y cafecitos, se respira otro aire. Hay aire, para empezar, y es respirable, además.

Es muy gratificante cuando un camarero recibe al visitante esbozando una sonrisa de bienvenida, y, solícito, pregunta qué desea. Hasta ese instante, todo marcha bien. Aunque estemos siempre alertas, vigilantes para protestar si somos maltratados, poco a poco la ternura gana la batalla, y nos relajamos. Suspirando de satisfacción, seleccionamos lo que nos gusta, y le ofrecemos la carta a nuestro acompañante, con ese gesto de orgullo mal disimulado que significa “mira qué buenos y lindos somos los habaneros”. Todo debería fluir con naturalidad. Y lo hace, hasta que el visitante, incauto extranjero amigo nuestro, le dice al camarero: “Por favor, tráigame un daiquirí, pero en lugar de ron carta blanca, échele ron añejo, que es delicioso ese ron vuestro, Dios mío, el otro día, en la Plaza de Armas lo probé, y me he quedado, vamos, encantado con ese licor delicioso…”

El camarero, por su parte, se ha quedado con la sonrisa congelada. “Disculpe el señor, pero eso no va a poder ser posible. La ficha técnica del daiquirí no permite ese cambio”, dice. Mi acompañante se dirige a mí, a punto de la carcajada. “Qué bromistas los cubanos, siempre con el chiste a flor de labios…”, me dice mientras ya estoy en guardia, porque sé que estamos a punto de caramelo, dígase al borde de algo muy incomprensible. “¿Cómo es eso, compañero?” pregunto, ya no tan feliz. “La ficha técnica del daiquirí (repite) dice que el ron es blanco, y así es, compañera, ron blanco”.

“Pero, hombre, vamos a ver (espeta el extranjero, todavía sin dar crédito), yo le pago el costo del ron dorado, y aquí paz y en el cielo gloria, lo importante es el daiquirí ¿no? El de Hemingway, pero con añejo…digo yo que no sea tan difícil…” “La ficha técnica del daiquirí”, insiste el dependiente, “no permite, compañero turista, ningún cambio, lo siento” “Ay chico, no seas tan cuadrado” (digo, en fase de alarma ciclónica), “un ron por otro no es una catástrofe, por tu madre”, y murmura entonces “Es que la ficha…”

Foto: Internet
 

Mi amigo y yo nos fuimos, como es lógico. Llegamos a otro hotel, recién abierto al público, y en aras de apaciguarnos, nos sentamos en una espléndida terraza, desde donde se contemplaba el magnífico mar de La Habana. “Disculpa al muchacho camarero”, le digo, “es joven y no sabe, pobre”. “No pasa nada, tranquila. Aquí voy a invitarte a un Blody Mary”. Acto seguido, me relata la historia de esa bebida, cuya creación se atribuye a un tal Fernand Petiot, quien la inventó en 1921, en París. “No me gusta el vodka”, aclaro, “mejor lo pedimos con brandy”. “Hagámoslo, mujer, no faltaba más”, responde mi amigo. Y así lo pedimos a la camarera, sonriente, amable y solícita. “No, disculpen los señores, pero eso no será posible”, nos dice. “¿Cómo que no, señorita?” pregunta el turista, mientras yo me concentro en un barco anaranjado que entra en la Bahía. “No, señor, no se puede cambiar la ficha técnica del Blody Mary, que es con vodka y jugo de tomate”.

“¡Ay! ¡Ni una ficha técnica más!” exclamo, sin compostura de ninguna clase. “Mira, cariño” (le digo a la muchacha, pero también a mi amigo), “olvídate de Blody y de Mary. Tráenos un par de cafés, por tu madre, antes de que a este hombre le suba la presión y a mí me dé un patatús”. La camarera insiste en detallarnos la puñetera ficha técnica, esta vez de la bebida francesa, pero levanto la mano como si fuera un entrenador de boxeo pidiendo tiempo. “Dos cafés, mi amor, por favor, por piedad, dos cafés”, repito, cuando ya el barco bordea el faro. “¿Cómo los desean?” inquiere la joven. “El mío, normal. Café caliente, amargo, fuerte y espeso, como toda la vida”, digo. “¿Y para el señor?”, pregunta con amabilidad.

La respuesta de mi acompañante fue el acabóse: “El mío, que sea descafeinado, en taza mediana, con azúcar parda, medio trozo de hielo, y apenas cortado”, explicó con tanta prolijidad, que hasta yo me quedé pasmada, igual que la dependienta, cuyo bolígrafo no atinaba a anotar semejante pedido. “¿Y qué es ‘apenas cortado’?” preguntó ella, leyéndome la mente. “Hombre, una nubecita de leche, una florecita, una cosita de nada, ¿no entienden ustedes? Ah…y que la leche sea de almendras, por favor”.

La criatura llamada camarera sufrió un ligero desmayo. Me disculpé ante todos los presentes en la terraza ya no tan espléndida, y luego de auxiliar a la muchacha pasándole una servilleta mojada por la cara, recogí lo que quedaba de mi amigo, y a rastras nos fuimos. “¿Qué fue lo que pasó, qué está pasando, me puedes explicar?” preguntó, cuando llegamos a la calle. “Nada, querido, nada. Hay fichas técnicas que no entienden de sutilezas, mejor caminemos por el malecón, que, hablando en plata, es ahora mismo lo más recomendable para el alma divertir”.