Mella: magnetismo, pensamiento preclaro y voluntad de acero (I parte)
13/1/2020
El 25 de marzo de 1903 —exactamente en el octavo aniversario de la firma del Manifiesto de Montecristi, por José Martí y Máximo Gómez, el cual serviría de base programática para el reinicio de las gestas libertarias en la Mayor de las Antillas— nació en La Habana Julio Antonio Mella.
El niño fue el primogénito de la irlandesa Cecilia Mc Partland y del dominicano Nicanor Mella Brea. Si bien ambos coincidieron en nombrar a la criatura Nicanor, no fue posible inscribirlo con el apellido paterno. Los prejuicios sociales imperantes en la época (Nicanor estaba casado con la dominicana María Mercedes Bermúdez Ferreira, con quien tenía tres hijas) determinaron que el pequeño, al igual que sucedería con su hermano Cecilio, solo recibiera las designaciones de su progenitora. Esto, sin embargo, no fue óbice para que su padre les brindara las atenciones materiales y espirituales requeridas.
Es importante consignar que Nicanor era uno de los cuatro hijos del general dominicano Matías Ramón Mella y Castillo, quien junto a Juan Pablo Duarte y Francisco del Rosario Sánchez —al frente de un movimiento denominado Los Trinitarios—, se consideran los tres padres fundadores de la República Dominicana, el 27 de febrero de 1844. Se alcanzó así la independencia de Haití, país al que pertenecían desde 1822[1].
A ellos se añade, como prócer cimero, Gregorio Luperón, quien emergió de los estratos más populares durante la Guerra de Restauración, entre 1863-1865 —cuyo propósito fue precisamente restaurar el Estado dominicano— y mediante la cual los patriotas caribeños se libraron de la dominación española, establecida en su etapa más reciente a partir de 1861[2].
Los estudios más exhaustivos sobre la familia Mella[3] apuntan a que, en torno a 1875, Nicanor arribó a Cuba, estableciéndose en la ciudad de Colón. Antes, junto a sus hermanos Ramón María e Idelfonso (América, la “muchachita” del héroe quisqueyano, viajó a Estados Unidos), recibió una refinada educación en colegios superiores de Francia lo que, además del dominio de la cadenciosa lengua romance, le permitió entrar en contacto con las últimas tendencias de la moda parisina.
Ello explica por qué decidió trabajar como sastre en territorio matancero, donde radicó 15 años, y más tarde, a su traslado a la capital, como propietario de varias instalaciones relacionadas, de una u otra forma, con la confección de vestuario masculino.
Cecilia Magdalena conoció a Nicanor en uno de los frecuentes recorridos de este por Estados Unidos, en búsqueda de telas para trajes. De esa manera, deslumbrada por su cultura y comportamiento de galán, se unieron extramatrimonialmente en 1902, decidiendo trasladarse a nuestro país. Para la fecha era una encantadora joven de 20 años y él un señor apuesto de 51.
En 1909 Mc Partland enfermó de los pulmones, lo que hizo que se instalara temporalmente, con sus dos hijos, en Norteamérica. A su retorno, mientras observaba una nueva relación amorosa de Nicanor y el hecho de que empeoró su quebrantada salud, decidió marcharse definitivamente. De esa forma inesperada y trágica para cualquier niño, Julio Antonio y Cecilio quedaron únicamente al abrigo de su padre.
Con el paso de los años, los adolescentes viajaron a Nueva Orleans para acompañar a su madre, llegando a matricularse en una escuela privada dirigida por religiosos protestantes. Es justo reconocer que Julio Antonio siempre mantuvo estrechos vínculos con Nicanor, que igualmente le profesaba cariños especiales. El futuro combatiente latinoamericano creció escuchando pasajes de las epopeyas emancipadoras, en la voz de viejos luchadores que frecuentaban a su padre.
De esta etapa merece destacar que Julio Antonio, al conocer en 1917 la incorporación de Estados Unidos a los países aliados, durante la Primera Guerra Mundial, se las ingenió para alistarse —parecía mucho mayor a sus 14 años— en el ejército. El envío, desde el consulado habanero, del certificado de nacimiento por el padre impidió que se trasladara al campo de batalla. A esa altura el viejo Nicanor ya no albergaba dudas de que, aunque su hijo admiraba el buen vestir, no se dedicaría a administrar el negocio familiar. El 30 de septiembre de 1921 solicitó ingresar a la Universidad de La Habana, luego de concluir los estudios de bachillerato en Ciencias y Letras en el Instituto de Segunda Enseñanza de Pinar del Río.
Un año antes, en abril de 1920, Mella, al finalizar sus estudios en la Academia Newton, viajó a México —el ideal bolivariano en mente—, con el objetivo de incorporarse a la Escuela Militar de San Jacinto, como su abuelo paterno. A lo largo de ese periplo por tierras aztecas escribió 46 crónicas.
En la del 19 de abril observamos su reacción ante el sismo que afectó a la capital:
Hoy hubo un temblor de tierra. Me hallaba a varios pisos del suelo, haciendo una visita a una familia. El miedo siempre es ridículo. ¡Oh dónde estará su fuente para mandarla a secar! A través del prisma con que yo veo la vida no se mira esa fuente. Mucho me felicito[4].
El 15 de noviembre de 1921 efectuó un llamamiento que denominó “Manifiesto a los estudiantes de derecho”, en el que se oponía a la intención de un grupo de profesores de conferirle el título de Doctor Honoris Causa, al general Enoch H. Crowder y a Leonardo Wood, segundo gobernador durante la primera intervención yanqui en Cuba.
El 11 de agosto de 1919, curiosamente desde el balneario de Varadero, el Presidente Mario García Menocal sancionaba la Ley, aprobada de manera previa por el Congreso de la República, que facultaba a la Universidad de La Habana, único centro de su tipo en el país, a conceder a nacionales y extranjeros grados honorarios. El 3 de marzo de 1921 el Rector Casuso propuso al Decano de la Facultad de Derecho el otorgamiento de la distinción al mencionado Crowder. En el Manifiesto, publicado en El Heraldo, el estudiantado deja clara su posición ante el servilismo de algunas autoridades docentes.
En la situación porque atraviesa el país, sin formol en las Salas de Anatomía y Disección, con nuestros edificios a medio hacer, la Biblioteca pobre y desvalida, los maestros públicos del interior entrampados y hambrientos, y los poderes del Estado, sin distinción alguna, vejados a cada paso, como en Santo Domingo y en Haití, es una imprudencia que nos duele, que se acuerden del imperialismo yanqui de la postguerra, como una justificación de cuanto aquí se está haciendo para entregar la Patria al extranjero[5].
Dos destacados historiadores cubanos se refieren a la figura nefasta del interventor Crowder. En una documentada obra, con abundante testimonio gráfico de la época, apuntan:
Desde su primer día en la silla presidencial, la gestión de gobierno de Zayas se vio tutelada intolerablemente por el enviado especial del Presidente de Estados Unidos […]. Desde su llegada a Cuba en 1906, comisionado para elaborar una serie de leyes complementarias a la Constitución de 1901, en particular una Ley Electoral “a prueba de fraudes”, el general y abogado Enoch H. Crowder se comportó como un verdadero procónsul.
Los propios investigadores mencionan, como expresión suprema de genuflexión de los gobernantes de turno al imperialismo yanqui, el planteamiento de Earl T. Smith, último embajador de Estados Unidos en Cuba, en 1959, quien señaló sin sonrojo:
Hasta Castro, los Estados Unidos eran tan abrumadoramente influyentes en Cuba que el embajador americano era el segundo hombre más importante, a veces más importante que el presidente cubano[6].
La visión continental que se plasma en dicho Manifiesto era también resultado de las inquietudes del joven por sucesos de gran relieve, como el surgimiento de la Tercera Internacional Comunista o la aparición —ambos acontecimientos en 1919— del trabajo “La ocupación de la República Dominicana por los Estados Unidos y el derecho de las pequeñas nacionalidades de América”, de Emilio Roig de Leuchsenring.
Mella estaba convencido de la importancia del deporte, como actividad forjadora de carácter y proveedora de salud física y mental. En esa línea, luego de jugar un papel activo en la constitución de la Comisión Atlética Universitaria el 16 de enero de 1922, organizó la Fraternidad de Los Manicatos, vehículo para llevar adelante varias de sus ideas y concepciones, las cuales, por su significación, desbordaron en verdad el ámbito atlético.
Uno de los más apasionados estudiosos de su pensamiento, el profesor Juan Jorge Lozano Ros, se refiere a este hecho:
El joven de diecinueve años había escogido a una treintena de condiscípulos de varias facultades que consideró intachables, casi todos destacados deportistas. Propuso como nombre una palabra aborigen que significa valentía y que fue el primer grito de combate contra la opresión colonial: manicato. La denominación de la nueva agrupación estudiantil se entendía entonces como “fraternidad de los treinta valientes”. Los fraternos designaron a Mella como Hermano Mayor […]. Por aquella época, copiando una desagradable costumbre de las universidades de Norteamérica, se ejecutaban en la colina de la calle San Lázaro las llamadas “novatadas” […]. Los Manicatos decidieron erradicar por medio de la fuerza tales hechos al iniciarse el curso escolar 1922-23[7].
En diciembre de 1922 una visita impactó al estudiantado de la colina. El arribo del rector de la Universidad de Buenos Aires, José Arce, despertó hondas aficiones teniendo en cuenta sus nexos con la evolución de las casas de altos estudios gauchas, a la vanguardia hemisférica desde la Reforma de Córdoba, en 1918.
A fines de ese mes, el 20 para mayor precisión, Mella fundó la Federación Estudiantil Universitaria (FEU). Casi tres años más tarde, el 16 de agosto de 1925, en uno de los símbolos más hermosos de la unidad entre todas las generaciones de revolucionarios, participó junto a Carlos Baliño, y otros compañeros, en la constitución del primer Partido Comunista de Cuba.
El Comandante en Jefe, al reflexionar sobre él, afirmó:
Mella fue un joven extraordinariamente capaz y precoz, una de las principales figuras que descollaron después de Martí. Él hablaba, incluso, de una “universidad obrera”, idea brillante […]. Mella era muy martiano, y simpatizante decidido de la revolución bolchevique. Eso tiene que haber influido en el hecho de que, junto a un marxista que había sido amigo de Martí, Carlos Baliño, fundara el primer Partido Comunista de Cuba[8].
En un artículo de la periodista Clara Mayo, el cual apareció en Juventud Rebelde en el 60 aniversario de su asesinato en la ciudad de México, Ángel Ramón Ruiz Cortés, quien participó en aquel gran suceso relacionado con la creación de la organización comunista, narró lo siguiente:
El colegio Ariel, en Calzada entre A y B, donde hoy se levanta el teatro Hubert de Blanck, y que era propiedad de Bernal del Riesgo —Alfonso, (HPC)—, y de Mella. Él asistió como delegado de las agrupaciones comunistas de La Habana y de Manzanillo. Para la segunda jornada se le encomendó a Mella que buscara otro lugar, por el temor de que se hubiese propagado la noticia de que allí nos reuníamos y fuimos entonces para los altos de una casa, situada en Paseo entre 19 y 21, si no recuerdo mal. En los bajos vivía Amelia, la hermana de nuestro Martí. Allí se eligió el Comité Central que integró Mella quedando a cargo de Educación Marxista y Propaganda. Bernal y yo fungimos como suplentes[9].
En el propio 1925 dio a conocer el trabajo “Cuba, un pueblo que jamás ha sido libre”. Poco después el consejo disciplinario de la Universidad ordenó su expulsión del centro. Julio Antonio, gladiador en todos los órdenes de su vida, no permaneció inmóvil y ripostó enviando a las autoridades de la institución una viril protesta. Por si fuera poco, cruzó a nado un tramo de la Bahía de Cárdenas para visitar al buque soviético Vatslav Voroski. El 27 de noviembre fue detenido por la policía y enviado a presidio. Sostuvo así su legendaria huelga de hambre.
Tras 19 días sin probar bocado, y ante los oídos sordos del régimen de Machado, el Comité Pro Libertad de Mella decidió que Martínez Villena, Gustavo Aldereguía, y Muñiz Vergara, conocido por el “Capitán Nemo”, se entrevistaran con el Secretario de Justicia para obtener la fianza que lo excarcelara. A punto de dialogar con el licenciado Jesús María Barraqué, se personó el presidente de la república. Pablo de la Torriente describió el suceso en su artículo “Un minuto en la vida de tres protagonistas”. Roa recuerda esa narración:
Rubén, que había estado ligeramente apartado, pero atento al diálogo, irrumpió de pronto, y dirigiéndose a Machado le habló así: “Usted llama a Mella comunista como un insulto y usted no sabe lo que es ser comunista. ¡Usted no debe hablar así de lo que no sabe!”. El energúmeno balbuceó: “Tiene usted razón… Pero a mí no me ponen rabo ni los estudiantes ni los obreros, ni los veteranos, ni los patriotas… ni Mella…! Yo lo mato, lo mato…! ¡Lo mato, carajo…! ¡Sí, lo mato, lo mato!”. Villena le salió al paso con velocidad felina: “Yo no lo había oído nunca; yo no lo conocía; solo había oído decir que era un bruto, un salvaje… Y ahora veo que es verdad todo lo que se dice…”. Y dirigiéndose a Muñiz Vergara, que ensayaba vanamente calmarlo: “¡Pobre América, capitán, que está sometida a estos bárbaros…! Porque éste no es más que un bárbaro, un animal, un salvaje, una bestia…! Un asno…! ¡Un asno con garras…!”[10].
Esa tarde Mella fue puesto en libertad. Desde ese instante su figura, apenas de 23 abriles, representó el puño más robusto en el enfrentamiento a la tiranía. Obreros, campesinos e intelectuales vieron en él al combatiente dispuesto a entregar su vida, antes que renunciar a los principios que enarbolaba. Ese carácter intransigente —consustancial en cualquier período a los verdaderos revolucionarios— significó, al mismo tiempo, la confirmación para los oligarcas de que no claudicaría en la lucha. Ello hizo que los amos de Wall Street, víspera de su primera crisis atronadora, y las marionetas del capitolio habanero, en conciliábulo dantesco, decretaran su sentencia de muerte.
Era tal la imantación generada por él que los ecos se percibían en sitios distantes del hemisferio. De haber permanecido en Cuba, el crimen se habría consumado de inmediato. Por ello la única opción disponible fue marchar a pueblos amigos para, desde el calor brindado por los nuevos hermanos que lo arroparían, no darle ni un segundo de tregua a los jerarcas envalentonados del norte, ni a las cipayos que guardaban sus espaldas por estos lares.