Doce estaciones de un diálogo
30/12/2019
Rubén Darío Salazar se ha dado a la aventura de enormes travesías, a descubrir y conquistar nuevas cartografías, siempre al mando de su nave esencial: el Teatro de Las Estaciones. Sus andanzas y hazañas cumplen, en este 2019 que termina, un cuarto de siglo dentro del orbe titiritero de Cuba, así como en importantes plazas y circuitos de buena parte del mundo.
No temo pecar de “absolutista” si digo que Teatro de Las Estaciones es, con justicia, el grupo de figuras insigne de nuestro paisaje escénico. Y Rubén, un maestro ineludible. De su noble viaje argonáutico y los “vellocinos” alcanzados durante el amplio trayecto —favorecido por la gracia de Eufemo— es que dialogamos.
¿Crees que el teatro contribuye a crear un mundo mejor?
Lo creo, si no lo entendiera así me hubiera dedicado a otra profesión que contribuyera a esa necesaria acción de mejorar algo de este mundo. Nadie es dueño de la verdad absoluta, pero en ese fragmento de verdad frágil o fuerte que cada ser humano guarda dentro de sí, pienso como ese hombre inmenso que es José Martí: “Las pasiones deben levantarse en el teatro, cuando se levantan gradual, incontrastable y visiblemente, naturalmente, como las olas del mar, —levantan en alto, por reacciones grandiosas; el hombre como debe ser”.[1]
Quedarse en el mismo sitio —Matanzas—, lejos de los estadios privilegiados de la capital, no ha impedido que Teatro de Las Estaciones se mantenga en un constante movimiento creativo, sea en terrenos nacionales e internacionales, u ostentando importantes premios y el siempre codiciado aplauso del público. ¿Cuál es la clave?
Hacer teatro en la capital no necesariamente aporta a los teatristas lo que del teatro se exige y espera. Hacer teatro o dedicarse a cualquier género escénico no es un asunto geográfico, sino de compromiso y entrega donde quiera que este surja o se desarrolle. Wuppertal, donde radica la Compañía de Pina Bausch, no es la capital de Alemania. Tampoco Holstebro, donde se levanta el cuartel del Odin Teatret, es la capital de Dinamarca, para citar tan solo dos ejemplos de agrupaciones revolucionarias de su arte. No es Matanzas quien tiene la clave —caso de que existiera alguna explicación o cifrado para lo que solo se consigue con trabajo y aptitud— para no desaparecer en una localidad de provincia. Somos nosotros, enamorados perdidos (o encontrados) de lo que elegimos para vivir y ser.
Eres titulado, como otros muchos directores esenciales del teatro cubano, del Instituto Superior de Arte de La Habana, algunos en las especialidades de Teatrología y Dramaturgia y también en Actuación, como es tu caso. ¿Cómo ha tributado ello en tu posterior trayectoria como pensador escénico? ¿Quiénes fueron tus maestros entonces? ¿Y quiénes los maestros que luego de graduado han influido en tu formación?
A diferencia de algunos de los colegas que aludes, no estudié teatrología ni dramaturgia en el Instituto Superior de Arte, sino actuación, pero tuve acceso a los mismos privilegios que ellos, contar con profesores y maestros de excelencia dentro del panorama de la enseñanza y la escena cubana. Nadie que estudie arte puede seguir pensando igual después de una clase de la doctora Graziella Pogolotti, del crítico e Investigador Rine Leal, del escritor Francisco López Sacha o de los dramaturgos Nicolás Dorr y Freddy Artiles. Ellos y otros consiguen que el raciocinio humano, si te interesa de verdad el estudio del teatro, se dispare en diferentes direcciones, trazados que no abarcan solo los ámbitos culturales, sino también los científicos, sociales, ideológicos y filosóficos. Todo eso lo completa la experiencia que surge al iniciarnos en el teatro profesional. Llegan nuevos maestros, nacionales e internacionales, visitamos otros sitios fuera de los predios escolares. El aprendizaje, si estás dispuesto y desechas la soberbia y la vanidad, que son sentimientos completamente inútiles, se ensancha, se atomiza. Se siente que todo aporta, que los conocimientos nunca se completan del todo.
¿Cómo concibes la dirección? Te hago esta pregunta porque existen muchos tipos de directores, y personalmente he conocido a algunos que “resaltan” por arbitrarios.
Un director despótico, injusto o absurdo, no es un director de escena, es otra cosa que no me compete a mí calificar. Para mí sería penoso resaltar por eso. Guiar, coordinar, aunar, organizar criterios, ideas y talentos lleva pericia, respeto, responsabilidad. Una autoridad que jamás debería ser arbitraria, sí inspiradora. Dirigir teatro es para mí como regir un barco, una familia, un país… hay que poseer un tacto extremo, saber de equilibrios sin perder el norte de la brújula que sostienes en la mano. Estar preparado para lidiar con las agendas ocultas y expuestas de los componentes de tu núcleo creativo. Todo eso sin perder el optimismo ni la imaginación, y contar con una capacidad de regeneración más eficaz que la de las salamandras.
Involucras en tus espectáculos titiriteros, además de las cualidades de artes plásticas evidentes en los acabados y concepciones del maestro Zenén Calero —tanto de sus muñecos, la escenografía y el resto de la utilería—, mucha música y mucha danza. ¿En qué radica esta implicación?
El teatro de títeres ha mutado mucho desde sus orígenes a la actualidad, también su nomenclatura: teatro de figuras, teatro de formas animadas… El género está más cerca hoy del teatro total. Desconocer esa transformación es involucionar en el oficio titiritero, estancarse, andar desorientado. Que eso suceda en medio de un siglo altamente tecnológico, donde la información está a la mano de quien la busque, quiera o necesite, no tiene ningún sentido. Vivo al ritmo de mi tiempo, sin desconocer la historia de la profesión que practico, promuevo y me interesa desarrollar. La implicación de todas las artes en el universo de los retablos es fuerza, crecimiento, realización.
Además de tus distintas versiones dramatúrgicas, el nombre del andaluz Federico García Lorca, y de los cubanos José Martí y Norge Espinosa Mendoza, salvando las distancias, son recurrentes en tu repertorio. ¿Qué ha conectado al Rubén director con estos autores en particular?
Agregaría a esos nombres ilustres, de aquí o de allá, de ayer y de hoy a Dora Alonso, si de recurrencias en nuestro repertorio hablamos. Adoro el duende infinito de Lorca. Me conecta con la gracia de los títeres andaluces, parte fundamental de la raíz del linaje titeril cubano. Es un autor que pasa de la tradición a la vanguardia de forma rápida. Es siempre sorprendente. En Martí está el alma cubana y con eso se dice todo. Nadie como él ha escrito para la niñez. Su estilo es diferente, es esencial. Tiene el don de la universalidad siendo tan nacional. Norge Espinosa es un poeta, y eso lo conecta con Lorca, Martí o Dora Alonso, sin salvar ninguna distancia. Son poetas en el concepto mayúsculo de la palabra. No tuve a Lorca y a Martí físicamente a mi lado, no fueron mis amigos. Sí lo fue Dora, lo es Norge, dos autores que resumen cubanía por los cuatro costados, sin perder la perspectiva del mundo de una manera alta, mágica, lúdica y lírica.
Recientemente, y durante los festejos por los veinticinco años de labor del Teatro de Las Estaciones, apareció publicado por Ediciones Matanzas el libro 25 miradas a Las Estaciones, cuya selección —en la que estuvo tu aporte— y el prólogo estuvieron a cargo de la teatróloga y asesora teatral Yudd Favier. ¿La selección de críticas incluidas en este volumen demuestran ese “acompañamiento” a tus espectáculos? ¿Por qué?
Estar acompañado es una sensación compartida. Para ello, quienes hacemos teatro no podemos aislarnos, mirándonos obsesivamente el ombligo. Se aprende de los otros, acompañando a otros. De lo contrario se corre el riesgo de vivir en soledad, sin diálogos, sin intercambios fructíferos y necesarios. No somos cineastas, pero acompañamos a la gente del cine e intercambiamos aspectos de nuestras especialidades, lo mismo sucede con el ballet, la pintura, la literatura, el circo, la ópera. También hemos acompañado a la crítica, hemos sido parte de sus conferencias, paneles, mesas de opinión, de sus análisis y reflexiones…, por tanto, no hemos sido bichos raros para los teatrólogos, filólogos o periodistas, algo extraño observado con lupa. Hablamos el mismo idioma, el idioma del arte, que implica tantos aspectos de la vida. En esas reciprocidades, imagino, estén esos “por qué” que mencionas.
Tus creaciones son pura “calidad”, esa palabra que nadie puede explicar, dice Peter Brook, pero que todos podemos percibir. Sé que no eres director de fórmulas preestablecidas, ¿crees que ahí radica la clave de tus éxitos? ¿En empezar de cero en cada nuevo proyecto?
Los teatristas somos (o deberíamos ser) por condición, personas osadas, pues estamos expuestos al criterio subjetivo de una masa de miles de ojos y corazones. Vivimos (o deberíamos vivir) en perenne riesgo. Eso conlleva, claro está, a estar a poca distancia del error, que no es lo mismo que del fracaso. Los tropezones son propios de la vida humana, que no sería tan divertida sin esos traspiés que implica el experimentar lejos de las zonas de confort de la creación artística. Prefiero equivocarme investigando y probando nuevos caminos que seguir andando sobre los pasos que ya anduve y que sé cómo y por qué funcionan. Soy amante de las máscaras, no de las muecas, que tampoco son la misma cosa. La sociedad contemporánea y algunos de sus entes, con almas mercenarias, manipuladoras, adoran el éxito fácil, a cualquier precio, que también equivale a éxito frágil, perecedero. Me niego a seguir esa senda, aunque me cueste la incomprensión, la difamación, el ataque de aquellos a quienes le encanta poseer un gavetero teatral, con teatristas moldeados y clasificados. Son los mismos que luego se van a aburrir de esa clasificación y le exigirán rompimientos y cambios a tu creación. No empiezo de cero los nuevos proyectos, eso sería negar lo aprendido y aprehendido, pero intento alejarme en cada nueva producción de lo que el público ya vio, para sorprenderlos, y continuar ese juego tentador y peligroso que es el teatro.
En una ocasión, y de manera informal, un amigo muy querido me dijo que uno de los problemas actuales del teatro de títeres en la Isla es que aún padece, en sentido general, de vicios muy “setenteros” u “ochenteros”, incluso, “noventeros”, de los que se debía despojar ya de una vez.
Una cosa es respetar la tradición y otra cosa es acercarse a ella de manera convencional y aburrida, cómoda, sin alma. El arte de calidad no envejece, el hombre sí. Un instrumentista de hoy, aunque toque un instrumento barroco no puede desprenderse de todo lo que vive en la sociedad contemporánea, por tanto, hará un acercamiento vivo a la viola de gamba o a la mandolina, lo mismo sucede con la interpretación de un ballet romántico, o cuando un pintor de hoy se vale de técnicas antiguas. Algo cambió y nuestra inteligencia no puede ni debería desecharlo, pues caeríamos en la caricatura de lo que creemos sucedió en otras épocas. Estilo y sentimiento deben hacer un viaje de conjunto, que es lo que insufla el aliento fresco a la obra de arte. Pareciera una disquisición complicada, pero existe mucha tela por donde cortar en este asunto. Ni el bunraku japonés, ni los títeres acuáticos de Viet-Nam, ni las sombras turcas o de Indonesia deberían ser aburridos en estos tiempos, como no lo fueron en el suyo ¿por qué? Ahí es donde se enfrenta el artista al reto de lo viejo y lo nuevo, dos cosas con un límite tan delicado como una hoja de papel de seda.
Recién has estrenado un espectáculo dedicado a nuestra, infelizmente desaparecida cantautora, Teresita Fernández, ¿era una deuda por saldar? ¿Por qué?
Todos los países están en deuda con sus creadores desaparecidos, sobre todo con los excepcionales. Al no estar físicamente se impone la continuación de su legado. Así como la literatura no debe dejar morir a sus mejores autores, tampoco se debería dejar morir a músicos y compositores fabulosos. De 2013, año en que fallece Teresita Fernández, a 2019, cada vez se escuchan menos sus canciones, aunque se realizan homenajes, tributos, nuevas grabaciones insuficientemente radiadas o televisadas… El teatro puede contribuir a la perpetuación de alguien tan especial como Teresita. Una cantautora intemporal, raigalmente cubana, alguien que le cantó a nuestros animales autóctonos, la jutía, el manatí, la jicotea, a insectos como el grillo o el cocuyo, aves como el zunzún o la cotorra, la gigantesca ballena, una lombriz de tierra, los perros callejeros… En mi criterio personal, Teresita debería estudiarse en la escuela primaria. Formaríamos mejores niños, con un sentido ecológico y espiritual que vamos necesitando cada día más. En tanto desde el teatro hacemos lo nuestro y de verdad que nos vuelve mejores. La música de Teresita alivia la tristeza, estimula la alegría e incita a ser solidarios y amistosos con los demás.
Te voy a mencionar un nombre y quiero que me digas qué significa él tanto en tu vida como en tu carrera: Zenén Calero.
Como no me importan las interpretaciones ajenas cuando son maledicentes, porque no le aportan nada a mi existencia, tan efímera como la de los demás, voy a contestarte a camisa quitada. ¿Has visto el logotipo de Teatro de Las Estaciones que está conformado por el sol y la luna? Pues Zenén es ese sol resplandeciente, que aun cuando no lo veamos, es quien ilumina a la luna, otorgándole ese reflejo lejano e iridiscente. Sin su labor, su talento y entrega, su humanidad y sencillez, Teatro de Las Estaciones no fuera lo que es, ha sido y será. Tampoco yo en mi vida personal. Respiro, vivo, como, duermo y me despierto en el teatro y ahí está él, que no es menos en esa vibración común, sin usurpar ni un ápice de mi personalidad, ni absolutizar mi espacio propio. Ser así, como es Zenén, es un regalo en la vida de cualquiera.
Para terminar, cuentan veinticinco años erigiendo el Teatro de Las Estaciones, de infatigable trabajo, esfuerzos; espectáculo tras espectáculo, festival tras festival…, y conociendo que eres un Rubén “inagotable”, pues se impone la pregunta: ¿ya piensas en nuevos proyectos?
Yo siempre pienso en nuevos proyectos. No me va a alcanzar el tiempo ni la vida para las tantas ideas que me rondan y habitan. Padezco esa locura maravillosa que es el estar asaltado constantemente por nuevos proyectos creativos. Algunos ya han sido consumados y otros siguen a la espera. Nada me mata la ilusión del teatro. Cuando me entristezco el teatro me salva. Cuando me alegro el teatro me completa. Cuando sueño el teatro me despierta, exigiéndome hacer realidad lo que desanda en mi cosmos onírico. Estoy enfermo de teatro y hacerlo es el antídoto, la medicina que me salva.