Roberto Fernández Retamar: Poeta y pensador. Señor de la palabra
7/11/2019
Agradezco a Marcia Leiseca el privilegio de dirigirles las palabras que en esta jornada dedicaremos a Roberto Fernández Retamar, cuando no ha cerrado aún la herida que dejó su partida en los que caminamos a su lado en este tiempo fecundo de existencia creativa, en la Casa de las Américas. La Casa que alguien caracterizara, en justicia, como un “estado del alma”, lo cual ya recordé hace unos días en la sala Manuel Galich.
Cuando me senté a redactar estas líneas lo primero que hice fue retornar a su antología de Pensamiento Anticolonial de Nuestra América, publicada por CLACSO en 2016, cuya selección tuve el honor de ayudarle a ordenar y prologar, porque considero que esta compilación logra un recorrido esencial, si bien incompleto, por su pensamiento. Habría que añadirle, al menos, en nuevas ediciones, el ensayo Notas sobre América. En vísperas de los sesenta años de la Revolución Cubana, que redactó para el número conmemorativo de esa celebración, en su revista, el 294, a cuya presentación no alcanzó a llegar, y en el cual se percibe la fuerza del legado vital de su pensamiento americano, con la actualidad de quien cumplió a plenitud con su tiempo, y con su lucidez, la obra de su vida.
Señor de la palabra porque su pluma supo dar, con fidelidad, poesía a nuestra revolución y revolución a nuestra poesía. Su mirada consiguió desentrañar el significado profundo de la metáfora de Caliban y rearmarla en el proyecto martiano. Roberto había logrado hacer suyo a Martí desde muy temprano en su vida, “Martí es para mí [nos dice al comienzo de su Introducción a José Martí] una criatura viva e ígnea, y así me he acercado a él desde que tengo uso de razón… en un diálogo inconcluso, una búsqueda cuyo hallazgo no se da por sentado”.
El probado antimperialismo del Apóstol, deducido de la permanencia del estado colonial en Cuba, cuando el continente tiene más de medio siglo de haberse despojado del yugo español, no se origina en una fuente doctrinal, teórica —como sucede en los casos de Lenin y Rosa Luxemburgo—, sino en un piso geopolítico: la dura cáscara de la dependencia del país pequeño. Pero lejos de disminuirle su carácter pionero en la defensa más radical de la soberanía nacional, la única que podía llevar a un resultado efectivo, aquel despegue se lo consagra. Anhelo frustrado, con posterioridad a su muerte temprana en combate, por la ocupación estadounidense, tragedia que él había previsto con claridad. Roberto valora en profundidad la importancia de la comprensión de la radicalidad martiana en este y otros ensayos.
La lectura le previene de un Martí estático, compartimentado, siempre igual a sí mismo: “como todo pensador experimentó una evolución que suelen olvidar quienes citan indiscriminadamente sus textos”. Tanto su crítica americana del imperialismo como su concepción del partido, como vanguardia de las clases populares, cuyo protagonismo se desprende del ideal revolucionario, denotan el momento de madurez de su pensamiento. Con la creación del Partido Revolucionario Cubano, precisa Roberto, “anunciaba las vanguardias políticas que guiarían la guerra revolucionaria de este siglo”, del XX quiere decir, y del XXI, valdría añadir.
Dentro del encuadre geopolítico que convirtió a nuestra Isla en el último bastión del enclave colonial español en el continente, el pensamiento de Martí devenía así la más alta expresión de radicalidad posible. “Fue, pues, [nos dice Roberto] el aguerrido y militante ideólogo de las clases populares… mientras la burguesía criolla se veía representada por los autonomistas […] no hubo ni podía haber posición más radical que la suya”.
Terminó Roberto Fernández Retamar sus estudios de Filosofía y Letras en 1954 y enseguida se incorporó al claustro de su universidad, hasta que José Juan Arrom, crítico literario, ensayista y profesor ya consagrado, que enseñaba literatura en la prestigiosa Universidad de Yale, lo invitó a integrarse a su cátedra, donde trabajó enseñando e investigando a su lado, durante dos fructíferos años. Allí se ganó ese respeto de lo más sano de la academia norteamericana que siempre mantuvo. Renunció cuando su éxito en el aula era más promisorio para su carrera, porque la Revolución de Fidel había logrado la victoria, y aquí estaba su lugar. A su regreso se reincorpora a su cuna académica, la Escuela de Letras de la reabierta Universidad de La Habana. A partir de ahora la Universidad revolucionaria, donde compartirá el podio con figuras de la talla de Camila Henríquez Ureña, Vicentina Antuña, Beatriz Maggi, Mirta Aguirre, Alejo Carpentier, José Antonio Portuondo y otras, algunas de las cuales no habían tenido antes acceso a las aulas, a pesar de su prestigio intelectual, debido a sus posiciones políticas o ideológicas. Son muchas las hornadas de estudiosos, narradores y poetas, profesores y críticos en deuda con sus largos y consagrados años de enseñanza universitaria.
Su poema “El otro” expresa desde su arribo mismo a la patria liberada el 1ro. de enero de 1959, la hondura de la identidad del intelectual con el proceso vivido. Los versos del comienzo: “Nosotros los sobrevivientes/ ¿a quiénes debemos la sobrevida?”, retumban en la sensibilidad de generaciones y generaciones, e introducen, en los versos que siguen, una meditación de validez universal y perpetua. El poeta salvadoreño Roque Dalton, su amigo entrañable, solía decir que para ser poeta había que escribir un gran poema, no muchos, con uno bastaba, pero tenía que resultar un gran poema. De no haber escrito otros tantos que merecieran recordarse, aquellos versos de 1959 plasmaban desde entonces la extraordinaria altura literaria de Fernández Retamar.
Quiero recordar hoy también su activa participación frente a las tentaciones dogmáticas, en el contexto de la polémica desencadenada a principios de los años sesenta sobre el cine, al extenderse esta al tema de la política cultural en el socialismo, donde su voz se destacó junto a las de Ambrosio Fornet, Alfredo Guevara y otras voces que contribuyeron a la defensa de nuestra identidad de los clichés artificialmente importados.
Es conocido que a mediados de marzo de 1965 Che Guevara le dio a leer el manuscrito de su carta a Carlos Quijano, director del semanario Marcha, de Uruguay, la cual hoy conocemos como El socialismo y el hombre en Cuba, pieza indispensable para comprender la solidez y originalidad del pensamiento maduro de aquel líder revolucionario. Roberto, que sentía, y siempre sintió, una gran admiración por él, le expresó, junto al reconocimiento elogioso de sus reflexiones sobre el socialismo, su discrepancia con la identificación mecánica de las vanguardias artísticas y literarias con la decadencia burguesa, y la caracterización de la no presencia de la intelectualidad cubana en la conducción de la lucha revolucionaria como “pecado original”. Che le pidió que redactara los argumentos que Roberto le expuso en aquella conversación sostenida en Shanon, mientras el Britannia de Cubana de Aviación era reparado, para convertirlas en polémica pública. Roberto lo hizo y se las envió, pero ya el guerrillero había salido de la vida política interna para entregar su esfuerzo por entero a otros pueblos del mundo, como se supo meses después.
Esta polémica sobre los intelectuales y la Revolución no pudo tener lugar y las reflexiones de Retamar permanecieron inéditas hasta 2001, año en que aparecieron en el no. 223 de Casa de las Américas bajo el título “Para un diálogo inconcluso sobre El socialismo y el hombre en Cuba”. Me he detenido en este episodio porque los argumentos que expuso Roberto en aquellas líneas, desarrollados un año después en su artículo “Hacia una intelectualidad revolucionaria en Cuba”, publicado originalmente en México en Cuadernos Americanos, constituyen también un hito esencial de su ensayística revolucionaria. Una importantísima parcela de su contribución.
En dicho ensayo, quiero comenzar por recordar la vindicación del papel del grupo de la revista Orígenes, tan relevante en nuestra cultura, y tan impropiamente valorado durante las primeras décadas que siguieron al triunfo de nuestra Revolución debido a su activa devoción católica. Roberto siempre reconoció su importancia sin reservas, colaboró con ellos y estimo que jugó incluso un papel importante en que se terminara por reconocer su meritoria existencia. Sus integrantes principales se mantuvieron en el país, con una única excepción, y no dejaron de hacer aportes valiosos a nuestra cultura, sin dejarse vencer por “parametraciones”. Pero lo más significativo para mí en este ensayo radica en la ponderación del peso específico del cambio revolucionario ocurrido, el baño de libertad de la victoria y la radicalidad ansiada desde nuestras guerras de independencia, en moldear a la intelectualidad que convergía en el tiempo con la vanguardia política victoriosa, y la identificación raigal de lo mejor de sus miembros con las ideas y el camino emprendido.
Sería ingenuo querer condensar la vitalidad del aporte que nos deja la obra de Roberto, que no es posible limitar a la dimensión estrictamente literaria. Aunque desde su Idea de la estilística hasta nuestros días no vaciló en dejar contribuciones significativas al estudio de la Lengua (que le valieron una prolongada membresía, e incluso la presidencia de la Academia Cubana), es evidente que su pensamiento se movió en un radio mucho mayor, como seguramente aprendió de Martí. Pienso que la revista Casa de las Américas, que dirigió desde 1965 y que suma ya 295 números, va a ser recordada siempre, en justicia, como la revista de Fernández Retamar (como la Casa es reconocida por la heroína que la fundó y la formó en su espíritu). Y la capacidad de Roberto de dirigir el glorioso legado de Haydée Santamaría, quien le apreció y apoyó sin reservas en vida, dan cuenta de esta impronta.
Así pudo despojar, de manera definitiva, de su cobertura metafórica el clásico modelo shakesperiano de La tempestad, revirtiendo con rigor el mito de Caliban, que fuera educado en el lenguaje del dominador para que pudiera recibir obediente sus mandatos, hasta que descubrió que el lenguaje sería el punto de partida de su liberación. Creo yo que desentrañar a fondo aquella construcción literaria del drama isabelino era una tarea que requería de una formación martiana, que dominara el secreto que vincula íntimamente la poesía con el pensamiento social y político. Para hacerlo había que señorear la palabra. Y fue algo que Roberto logró en un momento en que el proyecto revolucionario cubano contaba solamente con 12 años de existencia, precisamente cuando la nación tomaba conciencia de los efectos del fracaso de la “zafra de los 10 millones” y cuando, en sentido inverso a los valores martianos, la cultura revolucionaria sufría el retroceso bochornoso del “quinquenio gris”. Es un pasado que espera todavía por el bisturí de los historiadores, por más análisis, por la crítica y la polémica. Pero que en su momento la Casa supo remontar, con la lealtad revolucionaria y la inteligencia de quienes la conducían, y significativamente, por supuesto, de Roberto, sorteando las turbulencias de aquel oscuro período.
Me quedan tantas cosas que me hubiera gustado decir aquí…, pero no quiero perder la conciencia del límite. Sin embargo, no podría concluir esta jornada de recordación sin otra apreciación. En las últimas líneas de su esencial Introducción a José Martí, podemos leer: “El fidelismo es la postura martiana de la absoluta descolonización, del paso de la liberación política a la liberación económica y cultural, del rechazo definitivo del imperialismo, y de la edificación del socialismo subdesarrollado”. No veo en esta aserción una mera opinión: la considero una verdad que recorre su ensayística social, y me detengo brevemente para recordar que su último aporte de pensamiento fue el ensayo que cité al comienzo de estas líneas, Notas sobre América. En vísperas de los sesenta años de la Revolución Cubana, que podemos leer en el no. 294 de su revista. Resume en él las contradicciones entre una América crecida en los virreinatos y capitanías generales de la corona española, que nunca propició unidad en sus dominios y, frente a ellos, al Norte, las trece colonias inglesas, cuya economía se había levantado también sobre el trabajo esclavo, las cuales se asociaron estrechamente para independizarse de Inglaterra, donde se promovían ya leyes de abolición de la esclavitud. Los padres fundadores de los Estados Unidos consideraban la esclavitud un factor indispensable de su progreso económico. Aquella capacidad de unificación —el valor de la unidad—les hizo creerse también en posesión del derecho de llamarse América. Como quien patenta una marca, frente a la indiferencia de las repúblicas hispanas del continente, que desestimaban tácitamente el puntal de su condición americana, desoyendo a Bolívar, a Bilbao y a Martí. Roberto nos repasa, en este esfuerzo generoso, con rigor y claridad, la ruta de la construcción del imperio, con revelaciones que considero valiosas. Y termina concentrando en la Cuba revolucionaria sus últimas páginas, donde expone la complejidad geopolítica de la coyuntura que ahora se nos presenta. Sobre todo de la gran coyuntura, que no se limita al presente ni se resuelve dentro de los límites del mar que nos rodea. Una genuina inspiración martiana y fidelista.
Termino agradeciendo otra vez a Marcia, puntal de fundación ella misma de esta institución, junto a Haydée y a Roberto, y al conjunto de mis compañeras y compañeros de la Casa de las Américas, la posibilidad de condensar en unos párrafos, ante ustedes, mi recuerdo, mi admiración y mi gratitud hacia Roberto por el privilegio de acompañarles en un tramo tan importante del camino que desde hacía tanto tiempo nos acercaba. Y a ustedes, también muchas gracias por escuchar estas palabras.
La Habana, 22 de octubre de 2019