El camino más largo
12/8/2019
Yo siempre fui una niña silenciosa. Niña poquita cosa entretenida en un rincón. Niña invisible que jugaba con los dedos de las manos inventándole voces e historias al índice de la mano izquierda. Y el de la derecha le respondía igual, solo que con otra voz saliendo de dónde si no de los libros que leía en ese entonces, con tantos personajes como había en el librero, con tanta compañía como pueden ser los libros (pero sin saberlo aún) y a la vez, con una soledad pesada.
En el pase de grado, o mejor dicho, de escuela primaria a secundaria, regalé todos mis libros. Los doné a la biblioteca de mi escuela. Los entregué en un acto de buena fe, pero también pensando que al salir los libros por una puerta iban a entrar los amigos por la otra. Los de carne y hueso. Pero apenas entraron unos pocos, que salieron con la misma (de la escuela, del barrio, del país) y el librero… se me volvió a llenar.
Y resulta que ahora, después de tantos años, todavía intento rescatar aquellos viejos-títulos-amigos que tanto me acompañaron. A veces sueño con encontrarme mi propio nombre escrito en alguna primera página, pero la magia no da para tanto. En su lugar encuentro este libro de Enrique Pérez Díaz, “Inventarse un amigo”, con una cariñosa dedicatoria de una amiga que, como aquellos libros queridos, tampoco está más.
Entonces la magia sí, porque gracias al autor vuelvo a ser esa niña. Y comprendo, al escuchar el pensamiento de Héctor, niño protagonista, que la persona que me lo regaló (aunque ya para entonces no éramos tan pequeñas) en realidad rellenaba su terrible ausencia con este libro capaz de decir: “Tal vez la amistad dure mucho o sea efímera, pero de cualquier manera siempre deja algo en nosotros, una huella, un recuerdo, igual a la marca que una ola va dejando en la roca”.
Esa amiga rellenó su ausencia con la historia de la soledad de Héctor, es decir, mi soledad. Solo que Héctor no hablaba con sus dedos índices, sino con un pelícano, con un gato o con una estrella.Tampoco se quedaba en un rincón, como yo. Héctor se iba al mar, donde su tío le enseñó a nadar (antes de marcharse por ese camino de aguas que tan tristemente nos ha marcado a todos los cubanos), y de paso espantaba el asma caprichosa que le arrancaba las ganas de intentar.
El asma, su enemigo jurado, y la ausencia de su padre, la peor ausencia de todas, porque “a veces una persona muere y algo así nadie lo podrá remediar. Cuando alguien muere es como si se fuera a un país de donde nunca se regresa. Cuando alguien no viene hacia nosotros, porque no lo desea, o simplemente, nos ha olvidado, es como si muriera, pero adentro de nosotros mismos”.
Los amigos de Héctor van y vienen, ¡le (nos) duran tan poco! Entran como Beto el pescador y sus secretos de mar, como la misteriosa mujer que recoge piedras de la orilla, y salen otra vez. Se marchan para siempre como los libros del librero. Aunque ese para siempre es más una manera de decir, porque en realidad, “cuando nos aferramos a algo muy nuestro, será imposible que alguien o algo nos lo pueda arrebatar”.
Un libro puede, incluso, salir del librero, que la historia se queda en alguna parte de nosotros. Una persona amiga puede, incluso, marcharse intempestivamente, pero se queda ahí, en una dedicatoria adornada con caritas felices en la primera página. La soledad puede haber sido rellenada con más libros y otras gentes, pero se queda aquí, en esta historia de setenta y cinco páginas cuyo Premio La Edad de Oro, en el 93, fue otorgado, en realidad, a su tan íntimo dibujo de la ausencia.
¿Encontrará Héctor al amigo tan buscado? ¿Regresará su padre, al menos en una nueva historia, un nuevo título, rellenando el hueco de su/mi librero? ¿Podrá ganarle el niño al miedo hecho asma y a los demás niños de su escuela en una competencia? ¿Podremos Héctor y yo entender cómo es esto de que “en ocasiones, los libros anuncian las cosas que nos pasarán o nos hablan de gente que alguna vez conoceremos?”
Más o menos las mismas preguntas otra vez: libro-pishsolver. Yo encogiéndome-chiquita-como Alicia, otra vez soñando que caía y caía sin poder agarrarme de nada. Aunque mi abismo no era este azul de mar bajo el puente por donde Héctor cruzaba temeroso escuchando la voz de la mujer que se le aparecía en los sueños y en la realidad. La voz que me hablaba a mí era más profunda, más oscuro mi abismo, pero ambas voces coincidiendo: El camino más largo, comienza por el primer paso”.