Palabras por y para Vicente
4/6/2019
Es muy hermoso que la III Jornada de Teatro Joven Repique por Mafifa se dedique a Vicente Revuelta, a quien siempre le gustó tanto estar rodeado de jóvenes. Este 5 de junio el maestro Vicente Revuelta cumpliría 90 años e invitada a recordarlo, debo decir en primer lugar que fue un experimentador nato, que valoraba siempre los procesos como crisol creativo por excelencia, y que jamás se dio por satisfecho con su obra[1].
defender una mística personal para entregarse a su profesión. Fotos: Internet
Muy joven, como miembro de la Sociedad Nuestro Tiempo, instancia cultural vinculada al Partido Socialista, estuvo entre los primeros en aplicar las teorías de Stanislavski en Cuba, tras estudiarlo, en el afán de hacer un teatro más cercano a la verdad profunda de las cosas y de elevar la profesionalidad del actor, y luego fue pionero en la introducción de la obra y las teorías de Bertolt Brecht en Cuba, al montar a pocos meses del triunfo revolucionario El alma buena de Se-Chuan —este año también estamos celebramos los 60 de la presencia de Brecht en el teatro cubano, un dramaturgo y un hombre de pensamiento que, aunque hoy no se representa tanto si nos atenemos a los montajes a partir de su dramaturgia, sí forma parte esencial de las más genuinas experiencias teatrales, aprehendido a profundidad y como parte de un acervo que se funde y fusiona con muchos otros—.
Sobre aquellos años de la década de los 60, y a propósito de ese primer montaje de El alma buena de Se‑Chuan, comentaba Vicente: “En ese tiempo yo no tenía la menor noción de lo que era el distanciamiento. No poseíamos un teatro tan realista ni tan verista. Entonces ¿cómo pretender un teatro que reaccionara contra eso?”[2]; lo que puede darnos una idea del estado de nuestro teatro. En la misma entrevista citada, Vicente también le dijo al entrevistador que había sido montando a Brecht como mejor había aprendido el marxismo.
Bertolt Brecht merece un capítulo aparte en la obra de Vicente director y pensador de la escena, pues fue él quien mejor entendió y procesó todas las reflexiones y la propuesta dialéctica del alemán, en una época en que, tratando de incorporarlo a la fuerza por un entusiasmo quizás más que estético, político —superficialmente, hay que decirlo— por parte de algunos, y por moda artística —que tampoco hay que descartar, como para estar “al día”—, muchos directores latinoamericanos trabajaban con las obras de Brecht a partir de un calco del libro modelo, que recogía fotos e indicaciones precisas de los arreglos básicos de sus montajes con el Berliner Ensemble, lo que resultaba en puestas en escena dogmáticas, frías, aburridas y culturalmente ajenas a la idiosincrasia y a la tradición teatral de estas latitudes, principalmente en el ritmo y el tono grave que se imponía a las actuaciones. El conocimiento de Brecht nacía entre nosotros marcado por cierta confusión conceptual, al generarse una ardua polémica en torno a su dramaturgia asociada a sus teorías, en especial al efecto de distanciamiento y a la creencia errónea de que el teatro épico y dialéctico renunciaba a la emoción.
En esos primeros años, atraídos por los cambios del proceso revolucionario cubano, habían llegado a Cuba muchos directores latinoamericanos —Julio Babruskinas, Ugo Ulive, Néstor Raimondi, Amanecer Dotta, algunos provenientes de estancias de estudio en el Berliner— y fue precisamente Vicente el artista capaz de recrear una lectura nuestra de Brecht, que captaba esencias y no soluciones expresivas, para producir una reflexión orgánica en las causas de los procesos sociales y, desde entonces, esa perspectiva marcó para siempre su obra.
Vicente fue también el gran experimentalista con el teatro grotowskiano y la idea de un teatro pobre y concentrado en el actor, lo que puso a prueba en el proyecto lamentablemente trunco del grupo Los Doce, el cual, aunque no condujo al estreno de su primera y única obra Peer Gynt, de Ibsen, y duró menos de un año, sembró en sus participantes una semilla perdurable como vocación de búsqueda que todos defienden de uno u otro modo. Luego la vida le permitiría felizmente dialogar de tú a tú con el genial maestro polaco, como también con Eugenio Barba, otro de los maestros del teatro universal cuyas teorías le marcaron, y quien además fuera el gestor propiciatorio del acontecimiento de intercambiar con Grotowski.
Así, exploró conjuntamente en las teorías de Artaud, se acercó a experiencias esotéricas como las de Gurdjieff y Uspenski para indagar en zonas complejas del comportamiento humano en función del trabajo escénico; a las ceremonias tradicionales de los tarahumaras, e investigó la figura mitológica y totémica nuestramericana del Chac Mool que conoció a través de Martí y que lo obsesionó durante mucho tiempo para un proyecto nunca cerrado.
Hoy Teatro Estudio es historia, pero para quienes alcanzamos a ver y disfrutar algunas puestas de su época gloriosa, quedan muchas imágenes en nuestra memoria de espectadores, creadas por él desde una creatividad permanente, apegado a la invención y a la innovación durante el proceso creativo. Sabemos también que fue suya buena parte de la impronta que marcó tantas puestas históricas del colectivo, que insuflaron su cualidad renovadora, y fuimos testigos de su alta profesionalidad, el talento y rigor del conjunto y la exigencia a cada una de las individualidades en escena. Grupo puente y fuente, no por azar nacido en medio de la convulsión social en febrero de 1958, Teatro Estudio marcó un antes y un después en el teatro cubano y Vicente fue alma e impulso. Pasajes de sus puestas a partir de piezas de Miller y Lope de Vega, de O’Neill y Albee, de Chejov, Ibsen, Shakespeare y Guelman, de Lorca y Brecht, aprehendidos desde una raigal cubanía, nutren hitos de la escena cubana. Mi memoria se ilumina especialmente con su bufón de La duodécima noche, a través del cual Shakespeare se recreaba desde su naturaleza más auténtica y popular.
Muchos fueron los caminos sobre los cuales Vicente volvió a transitar, presto a rectificar una idea, a desarrollar más a fondo un experimento, a probar una alternativa más radical, a recomenzar con nuevos y jóvenes artistas. Siempre dispuesto a jugársela en cada prueba pues, como más de una vez confesó, disfrutaba el proceso de creación, donde erigía un mundo y un ideario humanista, más que la repetición de las funciones luego de la comprobación con los espectadores.
Especialmente significativo fue su trabajo con Galileo Galilei —y otra vez Brecht—, que llevó a la escena en dos oportunidades con el elenco del grupo y en la cual doblaba el protagónico con José Antonio Rodríguez, y una tercera en estallido experimental, haciendo compartir la escena a un núcleo de actores profesionales de Teatro Estudio con jóvenes estudiantes de la entonces Facultad de Artes Escénicas del Instituto Superior de Arte de diversas especialidades. Cada noche, a partir de una metodología aleatoria según la cual los papeles se volvían a repartir y cada uno debía de estar dispuesto a asumir el que le tocara, la divisa era “salvar la función” a toda costa. Ese Galileo… fue prueba de fuego y ejercicio cabal de exploración en las tensiones entre tradición e innovación, viejo y joven, profesional y amateur, maestro y discípulo, oficio y arrojo, como un juego en serio en el cual el consagrado director era quien más arriesgaba. No puedo olvidar la energía irradiante de la trama escénica mientras delante de proscenio, hacia un lateral, el artista plástico Leandro Soto, otro de sus cercanos colaboradores, dibujaba una recreación de los sistemas cósmicos y contrapunteaba con la acción viva de las tablas.
Riguroso y profundamente sensible, revolucionario cabal y heterodoxo, marxista y capaz de crear y defender una mística personal para entregarse a su profesión como pocos, Vicente fue único y pródigo a darse a sus muchos discípulos, dispuesto para compartir su saber con los más jóvenes y, lejos de cualquier complacencia, abierto al aprendizaje —hasta el final lector y cinéfilo incansable—, y a los riesgos de lo no conocido para llegar a un estado nuevo.
Lamentablemente, siendo quizás el mayor paradigma de la dirección escénica entre nosotros, Vicente Revuelta dejó pocos textos escritos que hayan visto la luz, y aunque testimonios suyos pueden rastrearse en varias entrevistas y se le han dedicado al menos dos trabajos de diploma en el ISA, se extrañan cuadernos de trabajo y libros de dirección de sus principales puestas en escena. Por eso es tan importante reflexionar en la necesidad de que los directores sistematicen sus reflexiones y dejen constancia documentada de su trabajo.
No obstante, Vicente está muy presente en la obra de varios de sus discípulos. Hace muy poco, fui tutora y testigo de una estudiante extranjera que entrevistó a Nelda Castillo y viví el placer de escuchar de su voz el legado de búsquedas que había heredado de Flora Lauten, a pesar de las visibles diferencias de su trabajo actual en relación con el de su maestra; y Flora misma ha expresado cuánto la marcó Vicente, y esta vez creí reconocer en las palabras de la directora de El Ciervo Encantado la marca inefable de una cadena de ancestros que emana indudablemente de las exploraciones libertarias en torno a la expresión del artista, defendidas a lo largo de toda la vida y la obra por el maestro Vicente Revuelta.
Cuando Alexis Díaz de Villegas monta El trac, a partir de una de las piezas experimentales de Virgilio Piñera, creó un montaje experimental si los hay, en el que el actor explora a fondo sus máscaras, y trabaja con la dicotomía entre el ser y el parecer, para lo cual pone en juego exhaustivamente hasta el último de los músculos de su expresión facial, perfectamente articulados con la energía del cuerpo y el manejo de la presencia; en cada descubrimiento está presente Vicente, que lo acompañó en el proceso como asesor y consejero, siempre retador y estimulante.
Alexis también le rinde perpetuo tributo a su impronta en el montaje de La balada de Bertolt Brecht, con su grupo Teatro Impulso, cuando se separa por momentos de la escena y desde proscenio se muestra ostensiblemente como un director interactuante con sus actores, muestra indicaciones, comentarios, indagaciones en la raíz de los comportamientos y proyecciones de cada personaje. Quizás los más jóvenes no conocen que también la profusa grafía de figuras en tiza sobre la pared negra y desnuda es también un homenaje al Galileo… aquel, glorioso de los 80, que marcó un hito en el estado del teatro para exigir la necesaria transformación.
Hoy Carlos Celdrán —que fue uno de los actores noveles de aquel Galileo Galilei tan osado y juvenil—, ha persistido en el rescate un tanto tardío pero seguro de su condición de dramaturgo, para luego de su autorreferencial Diez millones, sumergirse en una autoficción en la que su memoria y sus vivencias se proyectan en Vicente Revuelta como centro. Y aunque la eficacia de la obra trasciende lo documental, pues cualquier espectador puede disfrutarla como reflexión acerca del dilema existencial y profesional de un artista en diálogo con su contexto histórico concreto, muchos podemos leer claves inequívocas de pasajes reales que implicaron su vida y su teatro, como también nuestras vidas y nuestro teatro. Especialmente conmovedor es el dilema del artista que fue Vicente, sacudido en lo más profundo de su vocación creadora frente a la experiencia estética y humana del contacto con el Living Theatre, en particular con la mirada tan honesta y abierta del actor que descubrió como espectador de Misterios y pequeñas piezas, la obra del Living que le da título a esta.
Cuánto agón hay en el reto que significó para él ceder a la tentación legítima de seguir al grupo por Europa tras descubrir en ellos la afinidad en el sentido que para él tuvo el teatro. Conciencia cívica y compromiso humano verdadero para con los suyos, desde una extraña pertenencia que no puede definirse sino, en última instancia, con la cubanía, aun desde la certeza de que el regreso no implicaría nunca una realización plena, guiaron su decisión final de retornar a Cuba como la más poderosa razón, y Carlos Celdrán logra calar en el meollo de un dilema dramático profundo que signó para siempre la vida de este artista.
He hablado varias veces de la inconformidad de Vicente y recuerdo cómo en una ocasión durante los años 90 él comentaba que de Stanislavsky no quedaba nada en el teatro cubano y que faltaba constancia, estudio y dedicación en serio, de vuelta de la disolución de uno de sus tantos proyectos. Es que siempre exigió a los otros y se exigió a sí mismo entender la profesión del teatro como un credo, como una entrega absoluta en cuerpo y espíritu. Y esa fue una meta difícil de alcanzar, tanto como director como pedagogo, en pos de la cual muchos colegas y discípulos no fueron capaces de seguirle, a falta de una cualidad artística semejante.
Para finalizar, quiero recordar su último montaje, la función única de Café Brecht, creado entre las ruinas del traspatio de la Casona de Teatro Estudio, en un atardecer de febrero de 1998, para celebrar el cumpleaños de Brecht como una utopía redimida, entre los muros carcomidos al aire libre y a la luz de las antorchas. Mendigos, perros muertos y destellos de Brueghel se cruzaban con el trasiego de los “pepinos” —como llama la gente a los grandes pomos plásticos de agua y refrescos— llenos de vino casero, en la fiesta posible en medio de los estragos del período especial, y la teatralidad se expandía, memorable. El impacto fue tal que salí disparada a mi casa para escribir la crónica que cerró el número siguiente de La Gaceta de Cuba. Vicente vagaba entre los actores y los personajes como una presencia invisible pero segura, y sus enseñanzas marcaban la ruta de muchos de los creadores más activos y talentosos de estos años complejos.
Quiero recordar la potencia de aquella imagen como una metáfora de largo alcance, con la confianza de que hoy aún está viva, como la obra de Vicente entre nosotros.