Samuel en sus 105 años
Siempre volvemos a Feijóo, ese experto en los libros escritos y en los que nunca se escribirían. Cada guajiro, para él, era un tratado donde se resumían los saberes aprendidos en el aire, solo con respirar hondo y abrir los ojos. Sabiduría lega, no por ello superficial.
Si en sus libros de inicios un acendrado panteísmo definía la pauta desde la voz de un sujeto lírico omnisciente, brotado de lo íntimo de sus propias vibraciones, en los últimos abandona su voz, para asumir la de heterónimos, no a la manera de Pessoa, sino encarnada en personajes discrepantes con una modernidad devoradora de las esencias elementales de la naturaleza.
En el volumen El pensador silvestre (Editorial Letras Cubanas, 2007) Virgilio López Lemus agrupó, con un breve texto introductorio, esos libros donde valiéndose de una norma enunciativa rayana con el desparpajo, el poeta se desdobla y nos deja su mensaje, no solo panteísta sino también estoico, pugnaz y en general ríspidamente opuesto a los desgoznes autodestructivos del ser (des)humanizado por los adelantos técnicos.
Observemos el breve poema “El chivo”, solo uno de los muchos ejemplos posibles, del filosofar de ese heterónimo “bobo” en que se desdobla Feijóo:
Él nada ha
inventado, es verdad,
ni la penicilina, ni el avión,
ni una locomotora siquiera,
pero
tampoco
la bomba atómica:
no es un científico sin ética.
Mi buen amigo chivo.
El puñal dará fin a tu vida.
Nunca el mío, yo tengo
para ti
unos ramajos verdes.
Quizás lo advertido por Cintio Vitier marcara el punto inicial de ese devenir lírico que despertó al creador de Faz —tras el largo desencanto que significó el desmontaje de la arcadia rural de su infancia y juventud— de la exaltación dolorosa para desembarcarlo en la casi burla final, dolorosa también, de casi todos los textos de El pan del bobo. Recordemos que, en la decimosexta lección de Lo cubano en la poesía, aquel aseguraba: “Después de Francisco Pobeda y El Cucalambé, Samuel Feijóo es el primer y único poeta hasta hoy, que se haya sumergido totalmente en la naturaleza de la isla, formándose al contacto de su genio”[1].
El contraste entre el joven Samuel, contemplativo hasta el éxtasis, y el anciano mordaz, puede apreciarse en estos dos fragmentos, el primero de Libreta de pasajero (publicada en 1964 con observaciones de los años 40) y el otro (escrito en 1979) de El pan del bobo:
Color único
Sobre el cañaveral corre la larga brisa que silba jovial en toda la tarde. Me echo bocarriba en la paja seca, soñoliento. Mi cabecera es un mazo de caña de renuevo. Encimadas, veo las hojas secas moviéndose.
Desde abajo mis ojos topan con el cielo. Y el cielo parece siempre un campo azul, por el cual andan nubes blancas, impulsadas por un constante viento sur. Estoy, pues, de cara al añil encimado. El azul que es el cielo, o que no lo es: que es la profundidad —me digo— se ve azul oscuro y el pensamiento profundo lo es: azul profundo. El azul: color del pensamiento hondo del cielo. Y pienso que si la capacidad azul del hombre se perdiera, el hombre no vería cielo jamás, ya sin pensamiento para el cielo.[2]
El perro ante las estrellas
Un perro en el campo nocturno
mira las estrellas.
No sabe nada.
No le importa qué son.
Yo las miro
y (según las ciencias)
sé lo que son (un poco).
Pero no sé bien
cómo se hicieron.
Ni cómo se hizo
el Universo.
Uno dice que lo hizo un dios,
pues nada se hace solo.
Y otro dice:
¿quién hizo al dios?
El perro las mira, alza la pata
y suelta un pedo.
Yo miro y oigo, y suelto
como otro perro, un pedo
intelectual.
Al perro no lo odian
por su pedo,
pero a mí sí.
Pero
como me buscan perros y niños,
tan amorosos, fieles, bellos:
¡qué impooooooorrrrrttaaaa![3]
A la sabia observación de Cintio podríamos agregarle que el espectro estético de Feijóo, hombre conocedor de las vanguardias, difiere mucho, en lo formal, de la décima cucalambeana y las composiciones de Pobeda. No perdamos de vista que el autor de Tumbaga pudiera quizás considerarse como el surrealista más original de nuestras letras (y de nuestra plástica) en tanto sus creaciones finales estaban pobladas, no solo por seres míticos reconocidos por el catálogo folclórico, sino también por otros, antropomorfos (a veces también zoomorfos o fitomorfos) a quienes ponía a emitir sentencias de corte solo aprehensible activando el más agudo subconsciente.
Constituye una feliz coincidencia el que el 31 de marzo se den la mano el onomástico de Samuel Feijóo y el día del libro cubano. En este 2019 el inolvidable Samuel cumple 105 años. Todavía me parece que en algún momento lo veré aparecer en el Parque Vidal, con su sombrerito de vinil de los últimos tiempos, además de jaba de yarey donde transportaba frutas, viandas, pruebas de galera, libros. Su fantasma siempre nos ha acompañado, sobre todo a los que desde este que fue su espacio vital hemos tratado, y seguiremos tratando, de llenar nuestro jolongo —como hiciera él— con todos los saberes de esa gran aula que es el mundo.