Enrique Pineda Barnet, el caballero del Alhambra
14/1/2021
Tengo un amigo boricua al que no le gusta nada La bella del Alhambra. Cuando la vio en San Juan le pareció un regreso innecesario al melodrama, al cine de cuplé y actrices de revista, más cercano a las producciones edulcoradas de una Sara Montiel o una Carmen Sevilla de lo que necesitaba el cine cubano en ese instante. Como la amistad para mí también incluye la posibilidad del disenso, y mi amigo es conocedor del cine y una persona que no se limita a conformarse con primeros argumentos, me detuve en explicarle el por qué esa película, que a primera vista pudiera parecer regresiva, nos era tan necesaria. Y lo cierto es que más allá de mi poder de convicción y lo que hablamos acerca del filme de Enrique Pineda Barnet, los años no han hecho sino añadir encanto a ese título de nuestra filmografía. Ahora que su director ha fallecido, dejando una larga estela de dolor y de cariño entre quienes fuimos sus amigos y espectadores, valdría preguntarse qué cuerda tocó la historia de Rachel entre nosotros, y el motivo de su permanencia en la memoria de tantas personas.
Para llegar a La bella del Alhambra y los más de dos millones de espectadores durante su temporada de estreno, Enrique Pineda Barnet atravesó un camino en el cual el teatro era siempre un punto al cual regresar. Tras haber pasado por la Sociedad Nuestro Tiempo, por la cercanía a Teatro Estudio, por una incipiente carrera como narrador que le llevó a ganar el Premio Hernández Catá, finalmente llegó al Icaic, como figura central de un documental sobre la Campaña de Alfabetización llamado El maestro de El Cilantro, en 1961; y sus primeros empeños subrayan ese amor que siempre tuvo por el arte de la escena. La serie Enciclopedia Popular le permitió filmar dos cortos que hoy son parte del patrimonio más estimable de la memoria teatral de la Isla: escenas de la Fuenteovejuna que a fines de 1963 estrenó Vicente Revuelta con Teatro Estudio en el Teatro Mella, y la puesta que al final permitió al público ver representada Aire frío, la obra cumbre de Virgilio Piñera, bajo la dirección de Humberto Arenal.
En la primera destacan los fragmentos en los que Raquel Revuelta, como Laurencia, demuestra su dominio del personaje, particularmente en su célebre monólogo en el que incita a los hombres de la aldea a liquidar el poder del Comendador. Esa Fuenteovejuna marcó un punto de giro en el aprendizaje de nuestros directores acerca de los recursos brechtianos. Vicente sacó partido de su experiencia previa, de sus viajes a Europa, del impacto que le causó el Teatro Nacional Popular en Francia, y aplicó a un espectáculo de gran formato los efectos del creador del Berliner Ensemble. Célebres son las anécdotas acerca de la confección de su vestuario, elaborado con más inventiva que recursos, y que a la larga ganó tantos elogios. Fuenteovejuna daba la eficaz imagen de una producción de gran empaque, y el cortometraje de Enrique Pineda Barnet nos lo confirma, como recuerdo de esa puesta en la que además actuaban Pedro Rentería, Silvano Rey, Sergio Corrieri y Flora Lauten, estos dos últimos futuros Premios Nacionales de Teatro.
Con Aire frío, Pineda pudo ir un poco más lejos. Las escenas se filmaron durante una representación y luego, sin la presencia del público, la cámara pudo atreverse a una mayor soltura, procurando una más amplia variedad de encuadres. El montaje de Arenal subrayó la naturaleza realista del libreto, y nos regaló a una Luz Marina Romaguera a la que Verónica Lynn dio un rostro y un acento que siguen siendo referenciales a la hora de volver a ese personaje crucial de nuestra dramaturgia. Junto a ella actúan Laura Zarrabeitía, Ángel Espasande y Julio Matas. La pieza, publicada desde 1960, se había estrenado finalmente el 8 de diciembre de 1962, con notable éxito. Lamentablemente no se hicieron más cortos de la Colección Teatros de la Habana. Enrique alcanzó a filmar, según me contó alguna vez, escenas de una Antígona que ensayaba Francisco Morín, pero el proyecto no pasó de los rushes. Lo cual es verdaderamente lamentable. No hay que olvidar que el propio director había interpretado el papel de Marino en el estreno mundial de Lila, la mariposa, la mejor obra de Rolando Ferrer, que dirigió Andrés Castro en la sala Las Máscaras, en 1954. En la misma sala se estrenó Aire frío, y el retorno de Pineda Barnet a dicho escenario era ya como un joven aspirante a director de cine.
Como 1963 fue de particular gracia para él, es también el año en que se filma un proyecto mayor. Nada más y nada menos que la Giselle de Alicia Alonso. La película no se limitó a mostrar a la gran bailarina en su rol más celebrado hasta esa fecha: gracias a la intensa tarea que antecedió al rodaje, el guion se propuso acentuar los elementos dramáticos del ballet en función de la cámara. Junto a la protagonista y Fernando Alonso, quien interpreta el rol de Hilarión, se analizó cada escena minuciosamente. El resto del elenco estaba integrado por Azari Plizetski en el rol de Albrecht, y el elenco que en aquel momento conformaba el Ballet Nacional de Cuba. La filmación se produjo en el amplio escenario del Teatro Blanquita, hoy Karl Marx.
Durante el rodaje no faltaron anécdotas dignas de contarse. Pineda solicitó a Alicia que cortara su cabello para la escena de la locura, justamente lo contrario a lo que la bailarina había hecho durante catorce años para dar en escena la imagen del delirio que tanto se le celebraba en ese momento climático. El director pudo explicarle que la pantalla mostraría el delirio con más sutileza y ella finalmente accedió, como prueba de su legendaria disciplina. Famoso es también que en el segundo acto hubo que recurrir a la imagen de una luna entre los pinos para cubrir el instante en que la protagonista no pudo ejecutar un paso de la coreografía, producto seguramente del agotamiento al que la sometió el proceso de filmación. La película, nacida de una idea de Alfredo Guevara, nos deja admirar a la Alonso en un punto intermedio de su extensa carrera, en el que ella seguía probando sus recursos expresivos y afinando la imagen que dio a este personaje, proceso que no se detendría tras el estreno del filme, como puede comprobarse cuando recordamos su no menos célebre aparición, junto a Vladimir Vasiliev, en este rol, y que data ya de 1980. “Dramatismo, pero sutileza”, fue la pauta que guió todo el trabajo, y eso es perceptible a lo largo de los ochenta y ocho minutos de su metraje. Arnold Haskell elogió la película, destacando el dinamismo de la cámara, y poniéndolo por los cielos. Hoy perdura como un excelente registro de un clásico del ballet romántico. Y como un fragmento que nos deja entrever, más allá del tiempo, el halo de leyenda que Alicia Alonso supo ganarse con creces.
Luego vendrían otras películas, algunas desiguales, y otros documentales. Entre ellos destaca Cosmorama, ese ejercicio que hoy se estudia como precursor del videoarte y otros experimentos de luz, cámara, color y desafíos visuales. El regreso de Enrique Pineda Barnet al mundo del teatro le concedería su segundo hito como realizador, y eso llegó en 1989, con el estreno de La bella del Alhambra, a partir de la “novela-testimonio” Canción de Rachel, de Miguel Barnet, quien se unió al director y a Julio García Espinosa para firmar el guion de una obra que de inmediato se ganó el cariño del público. No deja de ser curioso que coincida en el mismo tiempo con otro título fundamental para analizar la relación cine-teatro en Cuba. Si Papeles secundarios, de Orlando Rojas, se iba a ese mundo de telones y contraluces para hablar de las tensiones de un país a partir de una densa metáfora; La bella del Alhambra, sin ser exactamente un musical (de algún modo sí que lo es, un jukebox musical, que retoma canciones ya pre-existentes a lo largo de su trama), iba al pasado de ese mundo entre nosotros. La visión revisionista y retadora de Papeles… parecía estar en el extremo del rejuego nostálgico de La bella…, en la cual se desdibujaba el Alhambra real para componer la historia de vida, pasión y olvido de su protagonista, encarnada con soltura y auténtico carisma por Beatriz Valdés. Lo cierto es que hoy, más allá de los reparos estrechos de la época, y del lógico reajuste que el paso del tiempo nos permite acerca de sus virtudes y sus defectos, tanto una obra como la otra nos son útiles, necesarias, y entrañables, como imagen doble de un país que procuraba, en sus pantallas, otras fórmulas de representación.
La bella del Alhambra es, sin dudas, un filme que asume esos moldes narrativos del melodrama y el cine musical-sentimental sin recato, y acaso sea su mayor atrevimiento y su carta de triunfo. Se conectó con la necesidad de ver otro cine, desde la perspectiva de lo contemporáneo, que diera a nuestros espectadores un aliento de frescura. Tras los fracasos del cine musical cubano (Un día en el solar, Patakín…), La bella… optó por una fórmula que no por resabida era ineficaz. Y gracias al desempeño de un elenco cuidadosamente elegido, y a una banda sonora en la que Omara Portuondo trata de disimular su voz (como si ello fuera posible) para entonar los temas de La Mexicana (Isabel Moreno, la otra bella); y en la que la propia Beatriz alza con dignidad versiones de Y si llego a besarte, Capullito de alelí, El lunar, y fragmentos de La isla de las cotorras, se logró el encantamiento. Así, La bella… funciona como un espejo de la memoria, que nos devuelve a otra joya semiolvidada del documental cubano, Cuentos del Alhambra, que realizó Manuel Octavio Gómez en 1963, y que también nos permite ver a glorias del verdadero coliseo de Consulado y Virtudes como Blanca Becerra, Luz Gil y la mismísima Amalia Sorg, la Rachel que inspiró a Miguel Barnet. Gracias a una dirección de arte y un vestuario que aún se celebran, la película redondeó su acto de homenaje al teatro cubano todo, como evidencia un crédito final que siempre me emociona. Sí, también somos espectadores de la gracia, el encanto, la elegancia, la seducción, que encarna Rachel. Y eso también nos identifica, es parte de nuestro patrimonio y nuestra identidad, parecía decir esta obra a los envarados de siempre. Mi generación atendió más al género musical a partir de esas secuencias, y se aprendió esas canciones, joyas de nuestro acervo sonoro. Nos enlazó, esta película, con una tradición de la comedia nacional que estaba a punto de perderse. Y eso, vale mucho.
La bella del Alhambra obtuvo el Premio Goya a la Mejor Película Iberoamericana, el 10 de marzo de 1990. Al recoger el trofeo, su director expresó: “A nombre de mi pueblo, a nombre de los artistas cubanos y a nombre del nuevo cine latinoamericano, para ustedes, todo nuestro amor, todo nuestro cariño y toda nuestra fidelidad”. En el 11 Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano solo se le concedió el premio a la mejor banda sonora, a Mario Romeu, y a Derubín Jácome por su trabajo escenográfico, amén de otros lauros colaterales. El público regaló una estruendosa ovación a Beatriz Valdés, que no logró el galardón que muchos le auguraban. Años después, el Festival concedió un Coral de Honor a Enrique Pineda Barnet, y este pidió que la actriz lo acompañara. Y así se hizo, como un acto de entera justicia. Tal vez nunca existió un Teatro Alhambra como lo soñaron los creadores del filme, con Enrique a la cabeza del equipo, en términos históricamente rigurosos. Pero esta película salvó, para toda nuestra cultura, una idea de su existencia, y nos devolvió, con mano galante, el eco de sus mejores tiempos, en un hálito de música y encantamiento que nada nos debería negar.
Si Humberto Solás es nuestro director más próximo a lo operático en algunos de sus arranques, Enrique Pineda Barnet estuvo más cerca del palpitar del teatro que muchos otros. No poco de teatral hay en sus filmes de la época final, como Verde verde y La anunciación. Y ahí está su documental sobre la puesta de Charenton que dirigió Flora Lauten con el grupo Buendía. Hay que agradecerle mucho, y seguir rastreando las maneras en que volvió siempre a las tablas y a las luces de la escena. Convocó, para su filme Tiempo de amar, a varias figuras de Teatro Irrumpe. Escribió también guiones para ballet, y ganó una mención del premio Casa con su obra El juicio de la quimbumbia, en 1964, que me pidió presentar cuando al fin llegó a la letra impresa, gracias al empeño de Olga Connor. Fue un fiel espectador de estrenos y reposiciones, mientras la salud se lo permitió. Vamos a extrañarlo en las pantallas tanto como en las próximas funciones. Lo recordaremos a través de la amistad y los aplausos. Ahora mismo, una amiga que está echando a andar un proyecto de rescate de la memoria del teatro cubano, me dice que ha reencontrado libretos de esa obra que alguna vez Enrique envió al premio Casa, y una copia del guion de Giselle, lleno de sus anotaciones para el rodaje. De ese modo, y de tantos más, seguirá entre nosotros Enrique Pineda Barnet.
Querido Norge he llorado al leer tu artículo. Gracias mil en nombre de Enrique, que ojalá lo pueda leer desde la otra orilla. Y por tu presentación de “El juicio de la quimbumbia” que fue sensacional. Olga Connor
Acertado análisis y merecido homenaje a Enrique Pineda Barnet, que con su sencillez y talento, siempre será “espejo de nuestra memoria”. Fue asimismo un ser exquisito, buen amigo, constructor de puentes y soñador inagotable. La cultura
cubana está de duelo.
Le conocí en Puerto Rico, tomé un taller sobre cine con Enrique y pude ver La Bella del Alhambra a su lado; los comentarios del director era otro guión digno de ser llevado a la pantalla grande. Abrazo solidario desde mi corazón. Gracias Norge por este regalo.