Los puentes (hacia la descolonización) de Fayad Jamís
23/10/2020
Nuestra crítica ha celebrado Los puentes (La Habana: R, 1962), de Fayad Jamís, como “uno de los libros más deslumbrantes y atrayentes de la poesía cubana” (Casaus 40). Se trata de un conjunto de cincuenta y tres poemas publicado en La Habana en 1962, pero escrito en París entre 1956 y 1957. En esta obra se ofrece una de las más brillantes representaciones, en la lírica de lengua española, del intelectual y su posición ante el colonialismo y el neocolonialismo. Se construye un sujeto poético excluido de la modernidad que, al hacerse consciente de esta condición subordinada —o si se prefiere la afortunada metáfora de Roberto Fernández Retamar, calibanesca—, se convierte en agente de la descolonización. Y su principal tarea es un radical asalto al poder de la representación. Esta práctica poética se realiza en un momento crítico de la historia moderna, en vísperas del auge de los movimientos de liberación nacional que, en las décadas de 1960 y 1970, llevarán a la libertad formal a cientos de colonias en todo el mundo. Es el resultado de una apropiación, una adaptación a las necesidades expresivas propias de conquistas del vanguardismo europeo —como el uso ponderado de la imagen simultánea que se complementa, en correspondencia con la condición de artista visual del autor, con una singular plasticidad—. En fin, por Los puentes circula libremente una poesía descolonizadora por su contenido y descolonizada por su forma.
Antes de Los puentes, Fayad Jamís había publicado dos libros: Brújulas (Guayos: edición del autor, 1949), en la órbita aún del neo-romanticismo pese a sus hallazgos, y Los párpados y el polvo (La Habana: Orígenes, 1954), un clásico de la poesía dialógica cubana. Aunque, en opinión del autor, este brillante segundo libro padece de una “gran tendencia al hermetismo” (Bejel 4). Ese mismo año “me fui a Francia. Las cosas terribles de aquellos años crearon en mí, […] en la mayoría de los cubanos, un verdadero asco” (Castellanos 22). Son los años en Cuba de la dictadura de Fulgencio Batista, quien había llegado al poder en 1952 por un golpe de estado y que fue derrocado en 1959. Sobre las circunstancias de este desplazamiento nos cuenta el autor: “un joven que llega de las Antillas, […] lleno de conflictos humanos que van de lo familiar, pasando por lo racial, lo económico y lo artístico-literario, va a perderse más allá de las paredes grises […] de una ciudad gris” (Palabras 10). En esas condiciones, “la poesía no podía seguir siendo igual. Vinieron las lecturas de Apollinaire, [Paul] Eluard, [Arthur] Rimbaud, [Charles] Baudelaire, [Isidore Ducasse, conde de] Lautrémont, [O. V. de Lubicz] Milosz” (Palabras 10). Y vino también “una vida de trabajo constante, de responsabilidades; una vida consciente de sí misma, de frente a las realidades más diversas; una vida de individuo que vive en el filo del siglo XX y que pertenece a esa raza grandiosa y miserable que es la humanidad” (Palabras 10). Jamís añade que nunca creyó que “al poeta que le haya tocado vivir entre seres que vienen de los pueblos más apartados, de las tribus más profundas y misteriosas, en circunstancias bastante particulares y habiendo decidido vivir, con la intensidad para la cual su sangre y su espíritu lo habían preparado”, pudiera al cabo “seguir escribiendo como él mismo lo hacía diez años atrás” (Palabras 10-11).
En el caso del autor de Los puentes, la experiencia estética de la diáspora en París se entrecruza con la experiencia política. En la capital francesa Jamís comenzó “a ver libros de política en las vidrieras, libros que nunca en Cuba había visto”, de autores críticos del capitalismo y el colonialismo (Castellanos 22). Y concluye el autor su testimonio de esta manera:
la mayoría de los que coincidimos en París hablábamos de política. Incluso llegamos a tener círculos de estudios después de [1955]. Entonces estalló la guerra por la liberación de Argelia [que duró hasta 1962]. Se produjeron una serie de acontecimientos que nos van haciendo tomar no sólo conciencia sino también posición […]. Empiezo entonces a tener información, aunque fragmentaria, sobre lo que acontecía en Cuba. (Castellanos 22)
Son los años del desarrollo de los movimientos de liberación nacional, que en la década de 1960 desarticularían el mundo colonial, y crearían decenas de nuevos estados-nación, sobre todo en África y Asia. El surgimiento del llamado Tercer Mundo, que pronto sufriría los embates del neocolonialismo, instaurado en América Latina desde mediados del siglo XIX. Precisamente en su Cuba de adopción triunfaría, el 1ro. de enero de 1959, una revolución descolonizadora.
El diálogo que se establece en Los puentes con la poesía europea contemporánea, y sobre todo con el vanguardismo de “Zona” de Apollinaire, incluye la interpelación e incluso la réplica. Las diferentes condiciones sociales en que se producen ambos discursos, que por supuesto deben ser tenidas en cuenta, no explican las discrepancias de contenido y forma. Aunque fueron creados en momentos históricos diferentes, el primero es parte del canon occidental y, por tanto, se presenta ante el escritor periférico como modelo a salvo de toda contingencia, como valor eterno y universal. La actitud revisionista, el replanteo que hace Jamís de las poéticas de las vanguardias, es un acto de insubordinación, un rechazo del neocolonialismo cultural. La diferencia más notable es que en Los puentes no se toma nunca distancia del otro y así no hay sombra de exotismo. Los demás continentes aportan a Europa algo más que un primitivismo al cabo congruente con la celebración de la máquina. El cuerpo del sujeto relacionado con la experiencia colonial no se feminiza ni se prostituye. En un centro como París se olvida con demasiada frecuencia que la libertad no es solo estética, y sobre todo la libertad de la periferia, donde se aglomera la mayoría de los seres humanos. En fin, estamos ante una descarga cerrada contra el eurocentrismo, la insensibilidad metropolitana, cómplice en fin de la condición colonial y neocolonial.
No debe sorprender, en definitiva, que los poemas de Los puentes se destaquen por su conciencia histórica, su voluntad de aprensión de lo concreto, la amplitud y profundidad de su representación. Prestan especial atención al contexto social —la Segunda Guerra Mundial, las guerras coloniales en África y Asia, la no menos letal Guerra Fría. Y, aunque se basen en una experiencia privada, partan de lo autobiográfico y predomine la primera persona, tienen una evidente función pública. El hablante lírico de Jamís reflexiona, casi en todo momento, sobre asuntos que lo desbordan como individuo. Por otra parte, no hay una voz que enuncie al sujeto poético, que se sitúe fuera del yo, y que lo deje sin agencia ni poder de representación. En estos textos la voz que enuncia y el sujeto poético coinciden, este es el único responsable de sus acciones y sabemos tanto como él de su circunstancia y su subjetividad. Tampoco se producen aquí rupturas de la unidad espacial-temporal, los poemas tienen lugar en París y frecuentemente durante una noche, como en el antológico “Vagabundo del alba”. Además, la persona poética está interesada no solo en ofrecer un testimonio sino en ser reconocida como la única capaz de hacerlo. En efecto, el sujeto periférico es un cronista veraz de la catástrofe metropolitana y su discurso desafía el silencio oficial, los mecanismos de opresión, represión y representación de los dueños del mundo.
El hablante lírico de Fayad Jamís no es el individuo, insistimos, núcleo de la sociedad moderna —y sus secuelas, el colonialismo y el neocolonialismo—. No trata a toda costa de mantener su individualidad, su diferencia, considerando impropia cualquier identificación. Como apunta Rodríguez Rivera, en Los puentes se ofrece “un monólogo casi interior, en el que transitamos […] de lo externo a lo interno, de lo objetivo a lo subjetivo, y viceversa” (8). Y muchas veces arribamos a la fusión total entre sujeto y objeto —y, en definitiva, a un estado de fluidez que no reconoce esa frontera artificial creada por la representación occidental del mundo—. En concordancia, el sujeto poético jamás se abochorna de su amor, y asume su relación plena con lo otro y los otros. Y, de forma elocuente, los sujetos sociales con quienes establece una identificación más profunda son los mendigos y las mujeres. Así, no solo se compenetra con otros subordinados, sino que les atribuye cualidades que le faltan a la sociedad moderna, como la sensibilidad y la solidaridad. En este punto también valdría la pena destacar su notable conciencia de clase. No es que el sujeto poético de Jamís se apiade de los infelices, sino que se hace uno con ellos. En sí mismo es un emigrante, un trabajador indocumentado, alguien fuera de la ley, una ruptura del orden establecido. Su soledad parisina se debe únicamente a que sus raíces sociales y culturales están en otro sitio.
En Los puentes no hay ambivalencia en relación con el mundo moderno, su posición ante la modernidad es claramente crítica. La ciudad, espacio emblemático del mundo moderno, es percibida como bella pero sumamente hostil. Nunca se le asocia con el ámbito de la memoria, ni mucho menos con la infancia. Predomina una visión sombría, sus calles se tornan agresivas, y su antigüedad favorece esa agresividad. El sujeto poético de Jamís cree que ese espacio y tiempo celebrado por la vanguardia se ha agotado de manera definitiva. Solo gracias a la destrucción del orden civilizado, al fin de la modernidad, podrá tener un sitio donde vivir, un medio acogedor y digno donde desarrollarse. La decadencia de la ciudad es consecuencia de las guerras, y la bomba atómica parece haber marcado el fin del optimismo. Sin embargo, en esta representación negativa de la metrópoli se mantiene la conciencia de los otros, el sujeto poético deja de ser un individuo para alcanzar una identidad más amplia y profunda. Además, en esta visión espeluznante, la ciencia y la técnica no son el problema sino parte de la solución. Y, sobre todo, “cuando el poeta que viene de una especie de colonia lateral recorre ‘esta terrible hermosa grande ciudad que se llama París’, […] ya resplandece allí a ratos la otra joya que se dice mañana” (Fernández Retamar 26). El alba tiene aquí un significado metafórico, el optimismo se levanta de entre las ruinas, hay un sentido de la futuridad.
Ante la poesía de vanguardia y, en específico, el Apollinaire de “Zona”, Fayad Jamís realiza una maniobra de apropiación. Instrumentos expresivos como la simultaneidad son adaptados a sus propias necesidades, asimilados críticamente. Esta apropiación del poeta periférico de las obras metropolitanas solo tiene un límite: la falta de recursos materiales, la condición colonial y de clase. Cuando esta desventaja fundamental sea superada, la apropiación no solo seguirá su curso, sino que será más plena. Como se constata en “La rue Guillaume Apollinaire”, al sujeto periférico le interesa más el poeta que al ciudadano metropolitano. Únicamente en las zonas abandonadas de la ciudad, en la periferia, “En las calles vacías tiembla el sombrero de Apollinaire” (Historia 100). El poeta primermundista no ha sido reconocido por sus conciudadanos:
En esta corta calle
Guillaume Apollinaire
no hay más que automóviles no hay más que sapos
oyendo el tocadiscos del café de la esquina (Historia 101)
El sujeto poético de Jamís se lamenta de que se asocie con el nombre de su querido poeta la estupidez, el consumismo, la deshumanización. En definitiva, el discípulo periférico del maestro metropolitano señala que la sociedad que produjo el modelo no le hace justicia.
En la obra de Fayad Jamís no hay concesiones al nacionalismo, esa ideología perniciosa creada en las metrópolis en función de la empresa colonial, y que en manos de quienes se oponen al colonialismo puede ser eficaz a corto plazo, pero nunca conducir a la verdadera descolonización. Tampoco en estos poemas hay el menor asomo de religiosidad, ni occidental ni no-occidental. Aquí el sujeto poético realiza un cuestionamiento del cristianismo, sabe que tanto a nivel ideológico como institucional ha sido clave en el desarrollo del capitalismo y el colonialismo. Se reitera la confianza en el advenimiento de una sociedad no regida ni por las leyes, ni por las normas de la burguesía y sus aliados. El sujeto poético tiene conciencia de que, en este proceso de construcción de un mundo nuevo, incluso él mismo desaparecerá. En un tajante gesto anti-humanista, no descarta la violencia (la guerra necesaria de que hablaba José Martí) para lograr la descolonización, a la vez que reitera su fe en un futuro de paz y más humano. La situación es ardua, pero hay salida, y la contemplación debe complementarse con la acción. De punta a cabo, estos son los versos de ese subalterno que, a juicio de Gayatri Chakravorty Spivak, nunca ha podido hablar. Y en su discurso constelado de imágenes, con un sentido agudísimo del ritmo y una cuidadosa criba del lenguaje, confluyen las conciencias de la necesidad de la descolonización y del fin de la sociedad de clases.
Gracias, Víctor Rodríguez Núñez, por ocuparte de un poeta inmenso a quien tanto debo.