Siempre Fayad Jamís
15/10/2020
La poesía de Fayad Jamís posee una extraordinaria intensidad y un dinamismo que nos conmueve desde su primera lectura; testimonio de una vida que, desde muy temprano, alcanzó a percibir el dramático diálogo del hombre con la Historia, conflicto que el propio autor tendría que afrontar más tarde desde su circunstancia inmediata, signada por estrecheces y cuestionamientos angustiosos. En su primera entrega, Brújula (1949), con la fuerte impronta de Neruda, se expresa en un tono neorromántico propio de quien comienza a escribir muy joven y no ha hallado aun su propia voz. Y observamos entonces esa mirada candorosa, ingenua, que quiere cantar a la vida desde esa inocencia inicial; pero muy poco después nos entrega su próximo libro Los párpados y el polvo (1954), un poemario de infrecuente plenitud, con las marcas indudables de experiencias auténticas de quien ya ha enfrentado la existencia desde una dimensión trágica. Ahora sus lecturas son otras, ha entrado en diálogo con una poesía de mayor riqueza y complejidad, es muy probable que la de sus coetáneos o predecesores nacionales (Lezama, Ballagas, Florit, Vitier, García Marruz, Diego, Piñera), páginas de Vallejo y algún que otro autor francés que pudo conocer en la revista Orígenes (quizá el Rimbaud de Iluminaciones). Su cosmovisión se ha enriquecido grandemente no solo con esas lecturas, sino también con su simple estar en el mundo y convivir entre los suyos, los conflictos y las dificultades económicas de su familia; su padre, libanés emigrado en estas tierras, una situación social que, si no lo obliga a irse a París, al menos lo impulsa a hacer ese viaje para él fundamental, del que extraería mucha de la enorme riqueza que nos dejó en su poesía y en su obra plástica, expresiones ambas capitales para la cultura cubana.
En Los puentes (1957) hallamos una voz que ha alcanzado una estatura lírica a la altura de lo mejor que, por entonces, se escribe en Cuba y en el resto de América Latina, una escritura que se ha nutrido del acontecer inmediato y de una tradición que muestra nombres que poseen una enorme carga de futuridad. El existencialismo francés, en el centro de la literatura hispana de aquellos años, fue quizá el movimiento espiritual que más profunda huella dejó en Fayad; pero no fue la única fuente nutricia de la que bebió nuestro poeta, como se evidencia en su cercanía con relevantes figuras de la letras latinoamericanas y diversos autores de otras latitudes (Eliot, Pötefi), así como con maestros paradigmáticos de las artes plásticas, tal es el caso de Vincent Van Gogh.
En el libro que publicó nuestro poeta en 1974, Abrí la verja de hierro, hay todo un cosmos en la multiplicidad de sensaciones, en el caos vigoroso de la realidad que el autor mira con evidente emoción y a la que canta entremezclando pasado y futuro, siempre exaltando los coloridos y la riqueza visual de ese paisaje urbano que tan extraordinariamente nos entrega en esas páginas. Ahora lo vemos contemplando un retrato, percibimos la tranquilidad de la noche, alude a la presencia de un perro, a la posibilidad de un contacto extraño con el mundo y a inauditas experiencias sensoriales, habla de un gesto que despierta otros gestos, evoca un rostro ya olvidado y un amarillo intenso. Las calles, la puertas, las palabras, la memoria, el ir y venir de una zona céntrica de La Habana, en fin, un verdadero universo inagotable en el que sentimos el abrumador testimonio de una plenitud vital que solo la gran poesía puede abarcar de esta manera.
Los jóvenes poetas que fueron apareciendo después en el panorama de la lírica cubana bebieron de la obra de Fayad con genuina avidez, imantados por la autenticidad de su palabra y de su vida. Su estancia en Europa abrió todo un mundo artístico y vital a este autor esencial de la palabra y de la visualidad, una lección muy bien aprendida que se transformó más tarde en una de las obras más sólidas de la sensibilidad y de la cultura de nuestro país, una obra a la que siempre hemos de volver para no olvidar quiénes somos y qué queremos.