Vivo cerca de Eusebio Leal y desde hace meses converso con un compañero que lo traía o lo llevaba desde esa casa. Mi pregunta de siempre ¿cómo está? Él sabía de qué iba la interrogante, porque el Historiador ha estado enfermo desde un tiempo atrás.
A pesar de ello, los festejos por los 500 años de La Habana lo vieron recibir a los Reyes de España, asistir a algunos de los homenajes a la capital, pero no pudo estar el 16 de noviembre en la vuelta a la Ceiba en el Templete, como un rito de años para recordar el primer cabildo, aquella vuelta fundacional, tradición en la que Leal siempre estuvo presente.
“Tampoco en la asamblea extraordinaria del Poder Popular de La Habana, donde estaban entre otros dirigentes Raúl y Díaz Canel. Muy mal se debe sentir mi vecino si no está ahí, cuando el aplauso cerrado a un homenaje, justo al Historiador, retumbó en el Gran Teatro Alicia Alonso. Ojalá haya visto los 16 mil fuegos artificiales del cumple de su novia, ojalá esté solo cansado y un rabo de nube se lleve su enfermedad, que muchos conocemos y por la que sufrimos desde hace meses”, escribí por esos días esperando un desenlace que llegó hoy, 31 de julio.
Luchó a camisa quitada contra el mal que lo comía por dentro y lúcido, aunque muy demacrado y con voz temblorosa, ofreció algunas declaraciones para la televisión.
La última vez que lo vi fue por la tarde, ya había entrado al carro y salió para con su mano saludarme. Fue un esfuerzo y, por eso, respeto el gesto y lo guardaré en mi memoria como un regalo de la vida.
Su nombre se inscribirá en la historia de Cuba como el gran propulsor de preservar y restaurar La Habana. Fue, es, un gran cubano y lo merece pero para mí fue y es:
Mi vecino Leal
No voy a escribir del adolescente que con apenas quinto grado empezó a trabajar en el gobierno de La Habana, y estudiando se hizo universitario, Dr. en Ciencias y ha recibido varios doctores Honoris Causa de altos centros de estudio de distintas latitudes.
Ni del hombre que ha recibido premios, condecoraciones de Cuba (Félix Varela, entre otras) y de Francia, Italia, Bolivia más otro importante número de naciones que le han reconocido como uno de los cimeros intelectuales de Cuba en las últimas décadas.
No dedicaré estas líneas al mortal vestido de gris venerado por los habaneros, que se le acercan con un documento que consideran importante, o para brindarle un café con leche, como gratitud por haber convertido su barrio en lugar confortable.
No me detendré en una oratoria singular que puso de pie (es un solo ejemplo) a los delegados del Sexto Congreso de la UNEAC, cuando habló de lo cubano y la necesaria unidad que deben buscar los nacidos en esta Isla, tampoco del diputado por varios periodos, ni del miembro del Comité Central del Partido Comunista, del escritor que acumula una sustancial papelería especialmente acerca de la historia de Cuba.
Haré una breve parada en el comunicador que en los años ochenta, quizás un poco antes de la declaración de la Habana Vieja como Patrimonio de la Humanidad, con el periodista Orlando Castellanos montó un espacio para hablar y enamorar a su ciudad. Aquella incursión mutaría hacia un programa televisivo Andar La Habana, que logró devenir propuesta cultural y de entretenimiento por varios años, tanto que “andar La Habana” se ha convertido en una manera de decir “caminar mucho”.
Ese programa televisivo con varios directores (Teresa Ordoqui, Puri Faget, entre otros) tuvo el mérito de dar a conocer al país un modo especial de decir, una oratoria culta y a la vez sencilla, para admirar a los eruditos y convencer a los menos letrados que vale la pena caminar por calles adoquinadas entre vetustas construcciones, que esconden a veces vitrales sorprendentes.
Pero no seguiré escribiendo de ese comunicador, sino de mi vecino Leal o mi Leal vecino. Lo veía salir de su casa algunas veces, cuando yo abandonaba la mía temprano en la mañana, rápido, casi siempre apurado, pero con tiempito para cruzar y preguntarle a la octogenaria Emy por su hijo, ella que muy oronda me ha enseñado el almanaque del año que Leal siempre le trae.
Él se me ha acercado para quejarse de la basura tirada en una esquina o del agua corriendo por el contén porque “no se dan cuenta que los niños se pueden infectar”.
Llevaba yo un año viviendo cerca de mi vecino Leal, cuando una tarde, debajo de un fuerte aguacero vinieron a buscar a Ramón. Su perrita, tan vieja como él, lo tenía atado a su casa, donde comía más de lo que le regalaban los vecinos que de lo hecho por él. Leal le había preguntado si quería ir para un hogar de abuelos y cuando Ramón le dijo que sí, allá lo llevó donde está limpio, bien comido, sale de vez en vez a casa de sus hijos y disfruta lo que le queda por vivir.
Creo que, de Leal, (Eusebio, por supuesto) se ha escrito y escribe mucho en estos días. Es justo que se haga, pero yo quiero que Usted, lector, sepa un poquito más de mi vecino Leal o… mi Leal vecino, y valga ese apellido para definir una personalidad.