Lo que me cuentan los libros de la biblioteca de mi padre, el escritor cubano Eliseo Diego
Para reflexionar sobre la traducción,
es preciso partir del reconocimiento previo
de que se trata de un acto creador de la misma naturaleza que cualquiera de los aceptados tradicionalmente.
Eliseo Diego
Durante toda mi vida, desde que abrí los ojos a este mundo, me han acompañado los libros de la biblioteca de mi padre. En el año 2014 realicé un inventario de estos libros, algo que él inició varias veces pero que, por diferentes razones, nunca pudo concluir. En una tabla Excel fui registrando el nombre del autor, título de la obra, nombre de la editorial, año de publicación, país, estado de conservación del libro y el lugar que ocupa en los estantes. Añadí una columna final de “observaciones”, donde anoté datos que me resultaban de interés, por ejemplo, si era una primera edición, si estaba dedicado, nombre del traductor, ilustrador, etc. En total fueron alrededor de 4000 volúmenes, la mitad de ellos en inglés. Eliseo Diego dominaba ese idioma pues lo aprendió siendo muy niño. Se lo enseñó su madre, Berta Fernández-Cuervo Giberga quien, a su vez, lo había aprendido en su infancia. Los padres de mi abuela, ambos españoles, emigraron a los Estados Unidos a finales del siglo XIX con motivo de la guerra entre Cuba y España. El idioma de sus juegos, de sus primeras lecturas, incluso de sus oraciones, fue el inglés. Siempre me impresionó y conmovió verla rezar en inglés. Algo tan íntimo como la oración, ella tenía que hacerlo en ese idioma. Fue fundadora de los Centros Especiales de Inglés en 1929 y su Inspectora General hasta 1960, año en que se cerraron. Escribió tres tomos sobre la enseñanza del idioma, Exercises in Functional Grammar.
Después que terminé el inventario escribí una conferencia y la dividí en bloques. De cada uno de estos bloques se podrían desprender largas conferencias individuales, como podría ser el de las dedicatorias, pues son todas preciosas, a veces, en forma de poemas. También el bloque de las librerías. En total contabilicé 43 librerías, editoriales e imprentas en La Habana (debe haber más, pues no fue algo que hice siempre). Solo en la calle O’Reilly existían, en las décadas de 1940-1950, más de diez librerías. En una de ellas fue que ocurrió el primer encuentro de mi madre, Bella García-Marruz, con José Lezama Lima, el gran poeta y novelista cubano, fundador de la revista Orígenes, y que dio inicio a la amistad entre Eliseo, Bella, su hermana Fina y Cintio Vitier con el escritor de Paradiso. La novela que le regaló Lezama a mi madre en aquella ocasión fue La mujer pobre, de León Bloi,[1] con prólogo de Rubén Darío. La dedicatoria dice: “A las hermanas García-Marruz, a su distinción y a la gracia exquisita de su temperamento, J. Lezama Lima, Marzo 1946”. Mi padre compró muchos de sus libros en inglés en los Estados Unidos durante tres viajes que dio a ese país en 1946, 1948 —durante su luna de miel: “Comprado con mi Bellita en la calle 6ta de New York, el día 30 de julio de 1948 (Bellita luce su blusa de lunares)”— y 1951. Otra parte importante la compró en las librerías de La Habana, donde se podía encontrar cualquier título, y en librerías especializadas que solo los vendían en inglés.
Hay ediciones y editoriales de lujo, otras más económicas. Las capitales que se repiten, de las editoriales en inglés, son Nueva York y Londres; de editoriales en español: Madrid, Barcelona, México D.F., Buenos Aires y La Habana.
Esta conferencia es una continuación de aquella, en la que trataré un aspecto relacionado con este Simposio, o sea, hablaré de las traducciones, al inglés y al español, que se encuentran en la biblioteca de mi padre. Los libros no solo son una colección de poemas, cuentos, o un ensayo o una novela. El libro en sí mismo “dice” mucho más, “cuenta” cosas. A veces una nota del editor nos revela aspectos trascendentes del autor o de la propia obra. En otra oportunidad me gustaría dedicar uno de estos bloques al trabajo del editor (oficio que mi padre también desarrolló), pues considero que es fundamental para garantizar la calidad de un texto. Sin su mirada, sin su cuidado, sin sus conocimientos, un buen libro puede perderse, irremediablemente. Por cierto, muy pocos saben que Eliseo Diego fue un gran editor. En este trabajo hablaré, siempre, de los libros que aparecen en la biblioteca de mi casa, no soy una especialista en la materia. En todos los casos he anotado los datos de la edición y los nombres del traductor, pero no siempre los leeré para no demorar demasiado la lectura.
La biblioteca de un traductor
Mi padre, además de poeta, narrador y ensayista, también se dedicó a la traducción literaria. En un artículo sobre este tema que publicó en 1978,[2] afirmó: “Para reflexionar sobre la traducción, es preciso partir del reconocimiento previo de que se trata de un acto creador de la misma naturaleza que cualquiera de los aceptados tradicionalmente”. Así de grande era su respeto por esta labor tan poco reconocida y, a la vez, tan necesaria. En 1991 publicó su volumen de traducciones de poetas ingleses y norteamericanos, Conversación con los difuntos,[3] en donde define, a su modo muy personal, lo que debe ser una buena traducción:
Toda traducción es imposible, ya lo sabemos. Pero también la poesía es imposible y no vacilamos en acometerla con audacia y temor y a veces hasta con no mala fortuna. Si en una conversación mencionamos Don Quijote de la Mancha, nadie recordará la obra completa, capítulo tras capítulo, pero experimentará de inmediato la sensación, la impresión, el sabor, el aroma Don Quijote de la Mancha, inconfundible, único, radicalmente distinto al sabor, el aroma, Hamlet o La metamorfosis. Una buena traducción, me parece, no puede aspirar a más que a evocar una sensación similar a la del original en la nueva materia idiomática donde ha encarnado.[4]
Como sabía muy bien la importancia de una buena traducción, se ocupó siempre de buscar las mejores. Prefería leer en inglés a los autores de otras lenguas pues consideraba que las traducciones al español de la época no eran buenas. Es por eso que gran parte de su biblioteca son traducciones del alemán, del ruso, del japonés, del chino, del griego, del latín, del italiano y de otros idiomas al inglés.
Cualquiera que fuese la lengua del escritor que le interesaba, buscaba la que existía en inglés, aunque también las buscaba en español pues, como buen traductor que era, le gustaba comparar hasta encontrar la mejor versión o la que mejor se ajustase a su gusto. Estas traducciones, generalmente, vienen acompañadas de una introducción escrita por el editor o por algún especialista en la obra del autor traducido, y de notas del propio traductor, en las que comenta las dificultades que enfrentó durante la ardua y paciente labor de trasladar un texto de un idioma a otro. Muchos de estos traductores, como se verá, conocen en profundidad la vida y obra del autor traducido lo que, sin duda, garantiza la calidad de su trabajo. Su vocación de traductor se ve reflejada en los volúmenes que pueblan sus estantes. Con determinados títulos y autores no se conformaba con una sola traducción ni tampoco, con un solo idioma, como sucede, por ejemplo, con la Ilíada y la Odisea. Estas dos obras las tiene en versiones al inglés y al español. Tiene las traducciones de la Odisea realizadas por Samuel Butler [5], William Cowper[6] y Alexander Pope.[7] (Por cierto, la traducción de Pope de la Ilíada, está dedicada por Lezama: “Para Eliseo Diego, nuestro mejor viajero de calzadas, para que vea al héroe tratado con la cortesanía del XVIII. Envío de J. Lezama Lima. Febrero, 1949”. En español tiene varias versiones, dos de ellas pertenecientes a la colección de la editorial argentina Losada, “Las cien obras maestras de la literatura y del pensamiento universal”, bajo la supervisión del destacado intelectual dominicano Pedro Henríquez Ureña, quien generalmente hace la introducción y explica aspectos de la versión escogida. En el caso de la Odisea (1938) explica Henríquez Ureña:
La traducción castellana de la Odisea que hemos adoptado para esta colección es la del distinguido helenista catalán Luis Segalá y Estalella, recién fenecido. Se publicó en Barcelona, 1921. Es versión fiel, laboriosa, aunque sin vuelo poético. Como dicen Butcher[8] y Lang[9] en su excelente versión inglesa, las modernas traducciones en prosa, precedidas de larga labor de erudición, no pueden dar toda la verdad de Homero ―les falta en gran parte la verdad de la poesía― pero dan su verdad histórica.
Franz Werfel está casi todo en inglés aunque El canto a Bernadette[10] aparece en los dos idiomas, pues en mi familia eran devotos de la Virgen de Lourdes. Todas las novelas de Selma Laguerlöf, Dostoevski, Tolstói, Chejov y Gogol son versiones al inglés. Thomas Mann está casi todo en inglés,[11] al igual que Kafka (aunque de este último hay una selección de cuentos traducidos directamente del alemán por Jorge Luis Borges, que les mencionaré más adelante, además de la novela América.[12].
En el caso de Thomas Mann, por ejemplo, se repite siempre el mismo nombre, H. T. Lowe-Porter, quien “happens to be” una mujer, la estadounidense Helen Tracy,[13] que también tradujo a otros autores, entre ellos, a Werfel. Por cierto, el ejemplar de Doctor Faustus está dedicado por José Rodríguez Feo, pues ambos tenían la costumbre de regalarse y prestarse libros en inglés. (Para los jóvenes que no lo conocen, Rodríguez Feo fue cofundador de la revista Orígenes junto a José Lezama Lima, un intelectual de gran prestigio. El Premio de Traducción Literaria de la Sección de Traductores de la Uneac lleva su nombre).
Pude apreciar durante mi inventario que existía la costumbre, al menos en aquellos años, de que los traductores se especializaran en autores específicos. Es el caso de Lowe-Porter y, también, de la inglesa Constance Garnett,[14] madre del novelista David Garnett,[15] quien se especializó en Dostoevski,[16] aunque tradujo a otros importantes novelistas rusos del siglo XIX como Tolstói,[17] a quien conoció personalmente, Turgueniev[18] y otros.
Casualmente, la introducción a The Short Novels of Dostoevski, realizada por Garnett, tiene una magnífica y extensa introducción de Thomas Mann, quien fue un gran admirador del novelista ruso, “un hombre que había estado en el Infierno”, según palabras de Mann. Cuenta el escritor alemán que cuando le mencionó a un amigo que iba a escribir el prefacio a esta edición, y conociendo su amigo la admiración y respeto que sentía por el autor de Crimen y castigo, le dijo, sonriendo: “Ten cuidado. Terminarás escribiendo un libro sobre él”. “Tuve cuidado”, dice Mann, y finaliza así su texto.
En su breve prefacio a The brothers Karamazov, Constance Garnett relata aspectos importantes de la vida del novelista ruso, y nos cuenta al final: “En junio de 1880, dio su famoso discurso durante la develación del monumento a Pushkin en Moscú y fue recibido con extraordinarias demostraciones de amor y respeto. Unos meses más tarde murió. Lo acompañó hasta su tumba una inmensa y apesadumbrada multitud de admiradores que ‘despidió al desdichado escritor como a un rey’”. Otros de los traductores de Dostoevsky que se repite es el lituano David Magarshack. En su introducción a The Idiot, “la primera de las obras maestras de Dostoevsky escrita en el extranjero”, Magarshack hace un extenso y detallado análisis de todas las versiones que el genio ruso hizo de esa novela. También se detiene en detalles de su vida privada, en su adicción por el juego, en su amistad y, luego, enemistad, con Turgueniev, en su enfermedad. Particularmente emotivo es el fragmento que cita de una carta que Dostoevsky le escribe a un amigo en mayo de 1868, después de la muerte, a consecuencia de una neumonía, de su primera hija, a los pocos meses de nacida: “Comenzaba a reconocerme, a quererme, y a sonreír cada vez que me le acercaba. Disfrutaba enormemente cuando le cantaba con mi voz ridícula sus canciones. No lloraba ni hacía pucheros cuando la besaba; dejaba de llorar cuando la cargaba. Y ahora, como consuelo, la gente me dice que tendré más hijos. ¿Y dónde está Sonia? ¿Dónde está esa personita por quien —honestamente lo digo— hubiera aceptado morir como un mártir con tal de traerla de nuevo a la vida”.
War and Peace de Tolstoy es una versión directa del ruso al inglés, conocida como The Maude Translation, realizada en 1938 por los esposos Louise y Aylmer Maude (Louise era rusa y Aylmer, inglés) y publicada inicialmente en seis tomos. La edición que se encuentra en mi casa es una posterior, revisada por ellos y publicada en un solo tomo por The Heritage Press, New York, con un notable prefacio de Aylmer Maude, quien también escribió una biografía sobre el autor de Ana Karenina. El libro tiene 857 páginas y, según nos explica su editor, George Macy, está ilustrado con reproducciones del importante pintor ruso del siglo XIX, Vassily Verestchagin (1842-1904), quien, además de artista, fue soldado y realizó una serie de pinturas sobre las campañas napoleónicas. Diez de estas pinturas se reproducen en la segunda parte de la novela junto con 53 dibujos a tinta del destacado artista alemán (radicado en Estados Unidos) Fritz Eichenberg. Los Maude conocieron personalmente a Tolstói, a quien visitaron en 1890. En su prólogo, Aylmer Maude hace un profundo y erudito análisis de la importancia de Tolstói en el desarrollo de la novela. Nos dice Maude:
Su trabajo está dividido en dos partes diferentes, antes y después de lo que se ha llamado su “conversión”. No se refiere esto solamente a una conversión religiosa y moral, fue también una conversión intelectual, que incluía un cambio completo en el método literario. (…) Tolstói estaba gradualmente perfeccionando un instrumento de análisis que le permitió adentrarse, primero que nadie antes, en las capas más profundas de la conciencia. (…) En La guerra y la paz este instrumento de análisis es totalmente perfeccionado y es solo un medio para alcanzar un fin, no un fin en sí mismo. Tolstói coloca su novela en un escenario histórico, (…) pero aparte de su experiencia práctica sobre la guerra en el Ejército Ruso, Tolstói sin duda tenía lo que es muy importante al tratar la historia: un sentido preciso de la corriente ininterrumpida de sucesos y del tiempo. Es esta forma de ubicar la trama, basado en un profundo y continuo análisis explicativo de la acción, en el flujo del tiempo, lo que le da a La guerra y la paz su lugar peculiar en la historia de la novela.
Jorge Luis Borges traduce directamente del alemán al español nueve cuentos de Kafka,[19] comenzando con “La metamorfosis”, que da nombre al libro. La edición está al cuidado del madrileño Guillermo de Torre,[20] poeta y crítico literario, perteneciente a la Generación del 27, y que estuvo casado con la hermana de Borges. En su prólogo, Borges analiza cada cuento y algunas características de la obra del autor checo:
Dos ideas —mejor dicho, dos obsesiones— rigen la obra de Kafka. La subordinación es la primera de las dos; el infinito, la segunda. En casi todas sus ficciones hay jerarquías y esas jerarquías son infinitas. (…) El motivo de la infinita postergación rige también sus cuentos. (…) En el más memorable de todos los que se reúnen en este cuaderno —“La construcción de la muralla china”, 1919— el infinito es múltiple: para detener el curso de ejércitos infinitamente lejanos, un emperador infinitamente remoto en el tiempo y en el espacio ordena que infinitas generaciones levanten infinitamente un muro infinito que dé la vuelta de su imperio infinito. (…) La más indiscutible virtud de Kafka es la invención de situaciones intolerables. Para el grabado perdurable le bastan unos pocos renglones. (…) La elaboración en Kafka es menos admirable que la invención. (…) El argumento y el ambiente son lo esencial, no las evoluciones de la fábula ni la penetración psicológica. De ahí la primacía de sus cuentos sobre sus novelas.
Virginia Woolf, una de las escritoras favoritas de mi padre, está en inglés, por supuesto. La edición cubana que se publicó en 1966 de Orlando tiene un prólogo de Eliseo Diego. La traducción que se utilizó es la de Borges, pero no le dieron el crédito (mala costumbre de las editoriales cubanas, que se remonta a la década de 1960 hasta nuestros días, y que solo contribuye a la subvaloración del trabajo del traductor).[21]
Hay varias traducciones del Fausto de Goethe, todas en inglés; el Popol Vuh, en inglés y en español; La Divina Comedia, en inglés y en español, la traducción de Bartolomé Mitre,[22] con ilustraciones de Gustavo Doré; Confucius,[23] traducido por Ezra Pound[24] (la introducción es de Achilles Fang, académico chino, radicado en Estados Unidos y profesor de la Universidad de Harvard: “Ezra Pound es reconocido como uno de los grandes intérpretes contemporáneos de la filosofía china. Se diferencia del traductor convencional en que su versión no es literal. Su principal preocupación es conservar el sentido del original, y esto es lo que caracteriza su estilo propio único”); la autobiografía de Gandhi (“la historia de mis experimentos con la verdad”, traducida directamente del original en gujarati[25] por Majadev Desai), etcétera.
Las traducciones de autores franceses, en su mayoría, son al español, aunque hay varias en inglés. De Cortázar: La poesía pura, de Henri Brémond, con texto de solapa suyo (1947) y Memorias de Adriano (Editorial Edhasa, Barcelona, 1986). Madame Bovary, de Gustave Flaubert, está en español, y La tentación de San Antonio, solo en inglés, en una bellísima edición de lujo, limitada; los cuentos de Guy de Maupassant aparecen en inglés y en español, de este idioma, dos versiones distintas. Paul Claudel, Montaigne, Baudelaire, Víctor Hugo y otros escritores franceses están en español; El rojo y el negro, de Stendhal, está en español, la edición cubana, y en inglés, una edición limitada de lujo, firmada por el dibujante;[26] Los cantos de Maldoror, del Conde de Lautreamont, publicado por la Editorial Nueva, de Madrid, tiene un extenso y sustancioso prólogo de Ramón Gómez de la Serna y fue traducido por su hermano Julio.
El japonés está representado por uno de sus escritores más conocidos, Ryunosuke Akutagawa, con Rashomon and Other Stories.[27] Ya vimos la traducción de Confucio realizada por Ezra Pound, y hay varias antologías de poetas japoneses, chinos y árabes, en inglés y en español.
Grandes escritores de “nuestra América” se dedicaron a la traducción literaria. En nuestro país, como sabemos, existe una tradición que se remonta al siglo XIX. En casa se conserva la traducción de Mariano Brull de La joven parca, de Paul Valery, e Iluminaciones, de Rimbaud, una traducción de Cintio Vitier. Si repasamos, por ejemplo, todo aquel “boom” de revistas literarias iniciado por Lezama con Verbum, Espuela de Plata, Nadie parecía y Orígenes,[28] además de Clavileño (en la que no participó), se puede constatar una preocupación seria y sistemática por dar a conocer lo mejor de la literatura contemporánea de la época a través de traducciones realizadas por escritores cubanos y publicadas por primera vez en nuestro país en esas revistas.
Si se hojean los números de la revista Orígenes se encuentran las traducciones de José Rodríguez Feo,[29] Eliseo Diego, Cintio Vitier, Guy Pérez Cisneros, Eugenio Florit, Camila Henríquez Ureña, Lezama, etc. Quizás, en algún momento, se deberían recoger todas estas traducciones —y también las que aparecieron en las revistas que le precedieron, en las que se incluyen traducciones de Gastón Baquero y Virgilio Piñera. Pienso que también se deberían reeditar algunas de las muchas y muy buenas traducciones publicadas en Cuba por cubanos, como es el caso del tomo de Poesía romántica inglesa (Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1979), con traducción de Heberto Padilla, y selección y prólogo de la profesora titular de la Universidad de la Habana, Marta Eugenia Rodríguez, fallecida hace dos años en la Ciudad de México; una gran amiga mía.
Hay traducciones de Julio Cortázar y Jorge Luis Borges (ya mencionado), Octavio Paz, Alfonso Reyes (entre sus traducciones se encuentran partes de la Ilíada) y José Emilio Pacheco. Incluso, algunos coincidían en traducir al mismo autor, o el mismo poema, como es el caso de “A su esquiva amante”, de Andrew Marvell, traducido por Paz y por mi padre. En Conversación con los difuntos explica:
“A su esquiva amante” tiene toda la frescura de algo escrito ayer en la tarde por algún joven con quien quizás nos tropezamos esta mañana. Octavio Paz hizo una magnífica traducción del poema que he procurado olvidar mientras trabajaba en la mía. Aun así quizás queden ecos suyos en el texto que presento, cosa que no me atrevo a comprobar ahora. De todas formas le pido excusas, por si acaso. Octavio Paz y yo disentimos en algunas cuestiones fundamentales, pero no, a Dios gracias, en materia de poesía.
Mi padre fue un hombre religioso, católico, al igual que mis tíos Fina y Cintio. Conocedor a profundidad de la Biblia, siempre recomendaba una de las primeras ediciones de la versión de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera (protestantes), pues, afirmaba que “las ediciones más recientes han sido estropeadas por pragmáticos pastores protestantes”. En el librero dedicado a la literatura religiosa tiene dos ejemplares de esta versión en español del año 1960.[30]
He querido dejar para el final a uno de sus autores preferidos: Rainer María Rilke.[31] Sus textos se encuentran mayormente en español, ediciones argentinas casi todas, aunque también aparecen algunos títulos en inglés. Muchas de estas traducciones son de las primeras que se hicieron en nuestro idioma. Los cuadernos de Malte Laurids Brigge fue traducido por el intelectual español Francisco Ayala,[32] Premio Cervantes (1991), con prólogo de Guillermo de Torre, en el que destaca su faceta de traductor:
Rilke fue particularmente importante para mi padre. Cada vez que algún joven escritor le preguntaba cuál era para él el sentido de la poesía y, en general, de la creación artística, siempre lo remitía a las Cartas a un joven poeta,[33] donde Rilke desarrolla lo que mi padre llamaba “el principio de la necesidad”, y les leía la primera carta. Yo solo les leeré unos fragmentos (cuando Rilke escribió esta primera carta tenía solo 28 años y ya era conocido y respetado como escritor):
Usted pregunta si sus versos son buenos. Me lo pregunta a mí, como antes lo preguntó a otras personas. Pues bien —ya que me permite darle consejo— he de rogarle que renuncie a todo eso. Está usted mirando hacia fuera, y precisamente esto es lo que ahora no debería hacer. Nadie le puede aconsejar ni ayudar. Nadie… No hay más que un solo remedio: adéntrese en sí mismo. Escudriñe hasta descubrir el móvil que le impele a escribir. Averigüe si ese móvil extiende sus raíces en lo más hondo de su alma. Y, procediendo a su propia confesión, inquiera y reconozca si tendría que morirse en cuanto ya no le fuere permitido escribir. Ante todo, esto: pregúntese en la hora más callada de su noche: “¿Debo yo escribir?”. Vaya cavando y ahondando, en busca de una respuesta profunda. Y si es afirmativa, si usted puede ir al encuentro de tan seria pregunta con un “sí debo” firme y sencillo, entonces, conforme a esta necesidad, erija el edificio de su vida. (…) Una obra de arte es buena si ha nacido al impulso de una íntima necesidad. Precisamente en este su modo de engendrarse radica y estriba el único criterio válido para su enjuiciamiento: no hay ningún otro.
Los jóvenes que fueron mis padres, Bella y Eliseo, acostumbraban a regalarse libros. Uno de ellos es Los sueños y otros relatos, de Rilke.[34] Este ejemplar está dedicado por mi madre, fechado 30 de abril de 1941, prácticamente acabado de salir de imprenta. Eliseo Diego vivió los nueve primeros años de su vida en una quinta en las afueras de la ciudad, en el pueblito de Arroyo Naranjo. En 1929 mis abuelos tuvieron que alquilar la finca e irse a vivir a la ciudad. Cuando mis padres se hicieron novios, en octubre de 1940, papá quiso llevar a su novia y a sus amigos Fina y Cintio a conocer aquel lugar encantado. Mi madre se enamoró del jardín y le pidió a Eliseo que ella quería que cuando se casaran, sus hijos se criaran en ese bosquezuelo en el que él había sido tan feliz. Y así fue. Dice la dedicatoria: “A Eliseo, a los tres meses de un día solo nuestro, en tu casa de Arroyo, de cuando eras niño, donde yo hubiera querido ser tu compañera de toda la tarde y de todo el sueño”.
¡Cuántas cosas me están contando estos libros! ¡Cuántas cosas me cuenta este libro!: “A los tres meses de un día solo nuestro”, escribe mi madre. ¿Cuál fue el secreto de aquel 30 de abril de 1941? ¿Qué soñaban los jóvenes que fueron Bella y Eliseo, con solo 19 y 20 años, que había que decirlo así, con tanta solemnidad y estamparlo en un libro de Rilke, uno de los escritores más queridos de mi padre? Jamás lo sabré, aunque puedo imaginarlo, pues vivieron una larga vida juntos, tuvieron tres hijos y sé que fueron felices.
Como esta dedicatoria me encontré muchas más, ya casi ilegibles pues están escritas, casi todas, a lápiz, junto a marcadores que les hicimos cuando éramos niños, postales de viajes, cartas y fotos traspapeladas entre todas esas páginas. Ahí están, en esos estantes, y parafraseando uno de sus versos, “las cosas que él amó”, toda esa pequeña historia, familiar y literaria, silenciosamente contada por los libros de la biblioteca de mi padre.
Conferencia dictada en el XIV Simposio Internacional de Traducción Literaria, Unión de Escritores y Artistas de Cuba, noviembre de 2017.
Que bella oportunidad de haber leido y disfrutado este escrito que en su momento fue una conferencia dictada por la hija de un gran escritor