Armando Hart, una obra sucesiva en la cultura
10/6/2020
Recuerdo a Armando Hart sentado en un inquieto sillón, con su eterna guayabera blanca, en el Museo de Arte Colonial de Sancti Spíritus. Era junio de 1990, y la primera vez que yo asistía como escritor a un gran evento literario. No estábamos en una de esas reuniones formales, donde debes permanecer sentado a escuadra, atendiendo en silencio al podio; sino que cada cual se acomodó como quiso en el amplio patio.
Más de cien poetas había aquella noche. Allí estaban Eliseo Diego —a quien se le dedicó el evento—, César López, Pablo Armando Fernández, Luis Marré, Ángel Escobar, entre otros. De vez en cuando alguien se levantaba, agarraba un micrófono, y leía un poema.
Aunque novato en estas lides, un poco sabía ya de cómo funcionaban las cosas en el mundillo literario. Sabía, por ejemplo, de cierta tendencia a la informalidad y a la irreverencia entre los escritores; por eso me extrañó tanto que, aunque la tertulia no tuviera un centro, aunque hubiera autores de renombre a los que comúnmente se quiere agradar o escrutarles el gesto de aprobación, todos leyeran mirando hacia Armando.
Me preguntaba el porqué de aquella deferencia, y no podía responderme. Solo tiempo más tarde, tras el análisis de mi propia realidad, comprendí. Por ejemplo, supe que había sido Armando Hart el artífice de haber convertido a mi pequeño pueblo, Taguasco, en una suerte de casa a la que de pronto se le inserta una hermosa sala.
Las instituciones culturales de un pueblo o una ciudad son como las salas de las casas. Es la sala el lugar de la tertulia con familiares y amigos, es donde tenemos el teatro y el cine (el televisor); parte del patrimonio histórico (las fotos familiares más queridas); la galería de arte (cuadros que pudimos adquirir); y hasta la biblioteca, para quienes somos amantes de los libros.
Mi pueblo, como otros muchos del país, era una casa sin sala, y fue Armando Hart quien impulsó esta idea. Gracias a su luz interior y sagaz entusiasmo, en cada municipio fueron creadas diez instituciones culturales básicas. En el Taguasco de los sesenta no teníamos museo, ni galería de arte, ni Casa de la Cultura, ni biblioteca, ni grupos de teatro, ni taller literario…
Cuando a veces veo que algún entusiasta del capitalismo quiere edulcorar la Cuba de antes del 59, yo solo pienso en el Taguasco de mi infancia, y sonrío. Qué nos hace verdaderamente humanos, sino la cultura. Qué hecho o acción pudiera resultar entrañable sin goce estético. En Taguasco éramos una suerte de manada, no una sociedad. Ni librería teníamos, porque ni valor de mercado había para elementales negocios de la cultura.
En lo personal digo que yo no fuera escritor si un día no hubiesen creado un taller literario en Taguasco. De pronto había recursos para pagar no solo a un asesor literario dotado de adecuadas herramientas teóricas, sino también para invitar a escritores de renombre, hacer eventos, o comprar libros clásicos para la biblioteca.
Antes de ser ministro de Cultura, Hart lo fue de Educación. Así, él también tuvo protagonismo importante en llevar adelante las ideas de Fidel en materia de enseñanza. A veces los artistas y escritores somos superados por la vanidad, y nos creemos excepcionales, seres elegidos por los dioses; pero si revisáramos los currículos de muchos de los relevantes artistas y escritores cubanos actuales, y viéramos su procedencia familiar y lugares de nacimiento, sabríamos cuántos miles de ellos con absoluta seguridad no fueran lo que hoy son.
Armando Hart fundó el Ministerio de Cultura. No solo tuvo que crear y articular estructuras, sino también sembrar nuevos conceptos. Hace veinte años, el periodista y crítico Pedro de la Hoz le preguntó: ¿Qué le pasó por la mente el día que lo nombraron ministro de Cultura?
“Sinceramente, lo primero que me pregunté fue qué era un Ministerio de Cultura. Porque cualquiera sabe para qué sirve un Ministerio de las Fuerzas Armadas o del Interior o de Salud Pública o de Transporte. La experiencia en el campo socialista no era muy edificante que digamos, con sus intentos normativos y el rechazo a las vanguardias artísticas. Había, por demás, heridas recientes en nuestro tejido cultural. Me acordé de mi paso por Educación; había que contar con los intelectuales, de manera que entre todos se definieran las políticas y las acciones. Un Ministerio de Cultura no podía ser un ente administrativo, aunque tuviera que administrar recursos. Era, por sobre todas las cosas, un centro promotor de la cultura. Siempre defendí la idea de que la cultura se promueve y que las jerarquías y funciones se definen en la práctica social, bien lejos de los dictados burocráticos. Si lo hice bien o mal, es cosa que juzgarán mis contemporáneos y los que vendrán”.
Los hechos valoran la obra de Hart con la máxima nota: estos tienen la virtud de mostrar una obra interminable, infinita. Por ejemplo, hoy tenemos una impresionante red de 387 bibliotecas públicas, sin contar las miles que además se tienen en los centros de educación. Cuántos millones de ejemplares se hubiesen perdido si no contáramos con estas instituciones. Y ahí están como nuevos, porque todo buen libro siempre es contemporáneo; y siempre puede hallarse la novedad —algo que no sabíamos— en un libro antiguo.
Contamos también con 349 Casas de Cultura. Y no solo podemos admirarnos de cuántos artistas y escritores tenemos gracias a esto, sino también de cuántos instructores de arte que empezaron allí como aficionados, y hoy son formadores o facilitadores de aquellos que, asimismo, un día lo serán de otros.
En uno de sus tantos memorables textos, Cintio Vitier destaca los valores de Armando: su máxima atenuación de distancias con artistas e intelectuales, su estatura moral, su transparencia y sinceridad, y su anti sectarismo militante de poder totalmente transmutado en servicio.
Esto es un estilo y una política que perdura hasta hoy. Es un ejemplo, una brújula, una mirada severa para corregir cualquier desviación de objetivos que pueda producirse.
Verum ipsum factum, era la máxima de Giambattista Vico. O sea, la verdad está en los hechos. Martí decía: “Hacer es la mejor manera de decir”. Y ahí está la presencia de Armando Hart —todavía y por siempre— en un quehacer sucesivo, sin final en el tiempo.