Pacho Alonso, naturalmente
10/9/2018
En la secuencia final de Retrato de Teresa (Pastor Vega, 1979), mientras Daysi Granados camina seria y resuelta por Galiano perseguida por Adolfo Llauradó, en la esquina de San Rafael —entonces recién estrenado bulevar peatonal— aparece Pacho Alonso cantando a su manera simalé el viejo y zumbón estribillo Sácale brillo al piso, Teresa que pone a bailar a medio mundo, menos a los protagonistas de la película. Es esa, posiblemente, la única imagen en el cine de ficción de uno de los más populares intérpretes de la música cubana de la segunda mitad del siglo XX. Caballero cincuentón, muy elegante con su chaqueta safari color crema, es el mismo Pacho que en la radio y la televisión interpreta por esos días los boleros Este sentimiento que se llama amor, de José Antonio Méndez, y No me grites, de Juan Almeida, con un estilo que sirvió de modelo para cantantes dentro y, sobre todo, fuera de Cuba, que intentaron “decir a lo Pacho Alonso”.
¿Y qué es decir a lo Pacho? Arriesguémonos un poco: mezcla de entonación santiaguera —esa cadencia peculiar al final de las frases, lo revela—, también del modo de cantar con feeling —esas pausas, ese rubato, esos énfasis en el nudo de la letra, el aliento coloquial, cante lo que cante—, y de una apacible, natural manera de transmitir lo masculino, sin guapería o zafiedad, como habían puesto de moda ciertos intérpretes en los últimos años cincuenta, cuando él llegó a La Habana para quedarse. Y claro que hay más.[1]
Su relación con el grupo de compositores e intérpretes del llamado Movimiento del Feeling había comenzado hacia 1946, cuando viajó a la capital con dieciocho años y se presentó en la emisora Mil Diez. Allí conoció al enorme Bebo Valdés. Por entonces lo anunciaban como Oscar Alonso. Su nombre de pila, Pascasio, no era especialmente apropiado para emprender una carrera artística. Regresó a Santiago de Cuba para continuar sus estudios de magisterio —los cuales concluyó— y, por mediación de Luis Carbonell, debutó en un programa de aficionados de CMKC con Lástima de ti, de Francisco Cuesta, bolero poco convencional, por decirlo de algún modo, que más tarde, hacia 1962, incluiría en uno de sus discos de larga duración.
Tras cantar con las agrupaciones de Pancho Portuondo y Chepín-Chovén —a la vez que trabajaba como maestro—, con Fernando Álvarez y Alfonso Eliseo “Juan Carón”, hizo coro a Benny Moré a su paso por Santiago en 1951 con la jazz band de Mariano Mercerón en varias grabaciones: La chola, Candelina alé y Devuélveme el coco…
Cuando Benny marchó a La Habana a probar mejor suerte, Pacho siguió cantando con Mercerón, hasta que el feo que toca sabroso —como llamaban a Mariano— regresó a México. Con esta orquesta Pacho hizo su primera incursión en disco: Chachachá de la reina, de Enrique Bonne, gran amigo suyo, que le aportó sonados éxitos en su carrera, como Se tambalea, Yo no quiero piedra en mi camino, A cualquiera se le muere un tío y Que me digan feo, anticipos de un feliz hallazgo rítmico santiaguero que lo marcaría de por vida: el pilón.
Foto: Internet
Formó en Santiago su propia agrupación, Pacho Alonso y sus Modernistas, que antecedió a su conjunto Los Bocucos, cuyo nombre, sugerido por Bonne, proviene de uno de los tambores que suenan en el carnaval oriental, el bocú. En los coros de Los Bocucos en esa época resalta la voz de Ibrahím Ferrer, quien quedó como cantante principal del conjunto en 1967, cuando Pacho nucleó a sus Pachucos. Pero la historia de su despegue en La Habana había comenzado antes.
En 1958 Pacho y otros amigos habían creado el sello disquero Momo, en Santiago de Cuba, para editar discos de 45 revoluciones destinados a las victrolas, entonces vehículo para difundir o, mejor dicho, vender la música. Por una cara de esas placas, hoy tesoro de coleccionistas, siempre hay una guaracha o un son montuno (aparecen en ocasiones como “ritmo guasón”), y al reverso, un bolero. Entre los primeros que grabó Pacho para Momo se encuentra Enferma del alma, de Otilio Portal, que no por gusto formará parte en 1960 de su primer disco de larga duración, editado en La Habana por Discuba (sucursal cubana de RCA Victor): Una noche en Scheherazada con Pacho Alonso. Un año antes había firmado contrato con esta compañía. En las victrolas, en diciembre, ya sonaban otros dos boleros en voz del “joven cantante de gran porvenir” con la orquesta de Bebo Valdés: Dímelo con besos, del mexicano Federico Baena, y Cosas que pasan, de una cubanita llamada Ela O’Farrill (Adios, felicidad) , quien comenzaba su carrera como compositora.
En 1960 Pacho es uno de los principales impulsores del ritmo pachanga, creado por Eduardo Davidson, santiaguero como él, al punto de que recibe un disco de oro a final de ese año. La puerta grande para su entrada en el concurrido ámbito musical habanero ya estaba abierta para él.
Imágenes, de Frank Domínguez, y Tú no sospechas, de Marta Valdés, son boleros que contiene su primer long-playing, acoplados entre guarachas y sones montunos, que —aunque lo graban por esos días populares intérpretes como Olga Guillot y Orlando Vallejo, entre otros— encuentran en su voz versiones personalísimas. Hay cronistas de espectáculos que llegan a saludar el arribo del joven santiaguero como una posible amenaza para el imperio que en el canto popular cubano ejerce el mismísimo Benny Moré. Nada que ver. Pacho es otra cosa.
La frase hecha “imponer un estilo” pocas veces ha tenido un sentido más certero que en su caso: antes de Pacho Alonso no había quien se le pareciese en la interpretación, y después, es difícil encontrar un émulo o imitador que siquiera se le aproxime. Lo que aprendió de otros lo metabolizó con naturalidad: como se dice en la calle, era algo que “estaba en él”. Reinó en carnavales de toda Cuba durante dos décadas y logró el cenit en su carrera con Rico pilón, uno de los componentes infaltables de la banda sonora de los años sesenta.
Aunque ensayó luego con otros ritmos (el upa-upa, el simalé…), que consiguieron el favor del público dentro y fuera de la Isla, fue el pilón —que se goza “sin miseria”— la gran novedad que trajo Pacho Alonso en lo bailable en un momento en que si algo no faltaba en Cuba eran experimentaciones en este sentido. Su popularidad se mantuvo mientras otros músicos, más jóvenes, traían otras buenas nuevas. Cantó en la sala Chaikovski de Moscú tal como lo hacía en la Trocha o en el Malecón: el feeling con el son montuno, el bolero vitrolero con el pa’cá o la guaracha pícara y la balada. Cantó desde El manisero de Simons a La palabra adiós, de Roberto Carlos.
Una tarde de estas, en Barcelona, al aproximarse la fecha del cumpleaños 90 de Pacho Alonso, me contaba la cantautora santiaguera Mane Ferret que él dijo a alguien de su familia, cuando era muy joven, aún su carrera no había despegado y Cuba estaba llena de buenos cantantes: “Te juro que si llego a La Habana, arraso”. Y no se equivocaba. Efectivamente, arrasó, y no solo en La Habana.