Beisbol en desorden cronológico y sentimental
I-Las gorditas del Latino
Es domingo, que es como decir: día de aburrimientos y melancolías en cada rincón del planeta. No tengo certeza de la hora, porque sobre las calurosas sábanas de mi cama llevo un buen rato de aletargamiento. Imagino, sin embargo, que deben estar cerca las dos de la tarde, por la corneta que comienza a desgañitarse debajo de la ventana.
Conozco bien ese sonido, sus horarios, sus tempos musicales, el instante exacto que necesita el mecanismo de viento para recargarse entre cada uno de sus escandalosos fuaaaaaa, fuaaaaaa. Nací hace casi 30 años a la sombra del Estadio Latinoamericano, en el mismo centro de una Habana más extensa y mítica que la de los catálogos turísticos. En los días en que aquí se juega beisbol, se ha convertido en costumbre que una corneta en manos aficionadas anuncie que empezó a llegar el público, que se van a llenar las gradas, que hay hombres sin camisa pasando por la puerta del frente de la casa.
La corneta, que cambia de dueño, estructura y color de tanto en tanto, suena idéntica siempre. Preludia excesos y fiesta, olor a ron, carnaval sin más máscaras que guantes de beisbol ganados al tiempo. Mientras, decenas de niños corren de un lado a otro del Estadio, persiguiendo las pocas pelotas sucias que heredaron de los fouls del juego anterior. El Cerro se convierte en una acera gigante, con dirección exclusiva: el Estadio.
Así es esto. No hay escape. Te puede gustar o no la pelota. Puedes ir a favor o en contra de Industriales. (Yo por ejemplo he sido siempre partidaria de Pinar del Río, herencia de abuelo Juan). Pero cuando naces y vives a la sombra del Latino te gana la magia del juego. Escribes la primera crónica que te piden en la Universidad sobre beisbol; invitas a tu primer novio (al siguiente y al último) a algún partido en el Estadio; presumes con tus primos porque escuchas el sonido del batazo tres segundos antes de que salga en televisión. Tan cerca vives del espectáculo que aprendes a disfrutarlo antes de saber escribir tu nombre.
Así es esto. No hay escape. Por eso el sonido de la corneta anuncia mucho más que un juego. Anuncia la hora de sacar los bancos a la puerta de la casa, de ver que Cuba vive, de recordar. Sí, porque hasta el Latinoamericano también íbamos, cuando pequeños, a poner flores en los bustos de los mártires. Hasta el Latinoamericano me llevó mima a ver mi primer concierto de Silvio Rodríguez. Más de veinte años han pasado desde aquella iniciación. Hubiese sido hermoso corear el regreso del unicornio azul, el 25 de diciembre de 2014, al mismo espacio beisbolero, trastocado en espacio musical. Pero ya no pude. La distancia no me permitió acompañar a mi abuela, que, junto a otros nietos y bisnietos, vio cantar de nuevo a Silvio. Estoy temporalmente fuera de casa, de La Habana, de Cuba.
Entonces… ¿cómo carajos suena la corneta del Estadio debajo de mi ventana en este domingo de melancolías, alejada de todo lo conocido? El siguiente cornetazo desata el duermevelas. Me levanto de la cama y me asomo a la puerta. Es domingo, efectivamente. Son cerca de las dos de la tarde, y un vendedor ambulante anuncia las gorditas más sabrosas de México. Son tortillas de maíz, rellenas de algún guiso. Comida de dioses, promovida por un sonido idéntico al de la corneta del Latino. Así es esto de amar un lugar y sus costumbres. No hay escape, aunque estés lejos.
II-Una lista personal
El 28 de agosto de 1964, la página 23 de la revista Bohemia publicó una breve entrevista titulada “Diálogo con Virgilio Piñera”. Interrogado sobre cuál género literario prefería cultivar, el escritor respondió:
En la actualidad —y ayer y mañana—, me interesan enormemente todos y no le doy preferencia a ninguno, con lo cual se la doy a todos. No es mi culpa si juego “las cuatro bases”, y tampoco es mi culpa si otros juegan solo una y la juegan mal. Son esos escritores fallidos los que estiman que el resto la juega tan desdichadamente como ellos, sin percatarse que las pelotas de jonrón les pasan por encima de sus huecas cabezas.
En 1967, Roberto Fernández Retamar escribió su conocido poema “Pío Tai”. En él homenajeó a los “Inolvidables hermanos mayores: dondequiera que estén, / Hundidos en la tierra que ustedes midieron a batazos / En la Tropical o en el Almendares Park; / Bajo el polvo levantado al deslizarse en segunda”.
En 1990, el mítico rumbero Carlos Embale posó, junto al Septeto Ignacio Piñeiro, en las gradas del Estadio Latinoamericano, para la foto que sirvió como carátula a uno de sus últimos discos.
En 2004, Ediciones Unión publicó la obra de teatro Penumbra en el noveno cuarto. La pieza de Amado del Pino empleó el argot y la pasión beisbolera para retratar las frustraciones de un pelotero, su amante y un aficionado, como metáforas de una sociedad en crisis. La misma historia que Charlie Medina llevó al cine en 2012, bajo el título de Penumbra.
Ese mismo año, gracias al director de teatro Alberto Sarraín —que detesta el beisbol— conocí el entonces recién inaugurado estadio de pelota del equipo de los Marlins, en Miami. Ese fue el único lugar de la ciudad donde los cubanos emigrados no cuestionaron mi decisión de regresar a Cuba. Todos sabíamos dónde quedaba Home.
III-A mí no me gusta la pelota
Cuando desgrano los recuerdos de la infancia, a menudo veo a mi papá colocando sobre mis hombros un abrigo azul y rojo, que fue el único tesoro conseguido durante sus años como soldado en Angola. La de abrigarme era acción obligatoria antes de partir a ver algún juego en el Estadio Latinoamericano, donde “siempre sopla viento”, según me decía.
Mi padre, atlético y hermoso, salvaje y cariñoso a la vez, a quien jamás he visto practicando deporte alguno, no me invitaba a cualquier juego de pelota, sino a todos los juegos de pelota, todos los días, excepto en las finales, porque “se llena mucho el lugar”.
Él siempre quiso un hijo varón. Pero la vida me puso en sus brazos, pequeña y sin un cabello en la cabeza, para demostrarle que en realidad quería ser papá, sin importar el sexo de la persona en quien iba a poner su amor. De todos modos, me enseñó plomería y carpintería, a pintar techos y reparar bicicletas, a compartir poesías. Las idas y venidas al Latinoamericano las creí, por mucho tiempo, parte de esa cultura libre de prejuicios que él me inculcó con la venia de mi madre.
Por eso, el Estadio Latinoamericano de mi infancia es un lugar frío y desierto, donde entrábamos gratis, para ver siempre al mismo aficionado (o a uno muy parecido) gritando apasionadamente al manager, al árbitro o a cualquier pelotero, como si cada juego fuera el decisivo.
Esa imagen del Latino cambió en la adolescencia. Entonces se convirtió en lugar de encuentro de las amistades, grupo donde mi padre no tenía cabida. Claro que nosotros sí seleccionábamos a qué partido asistir, porque debía ser el más polémico, el que más se llenara, el que nos garantizara gritería con algún buen jonrón. Ya en las gradas, una sensación de culpa embargaba a veces mi eufórico estado de ánimo, cuando pensaba que había dejado sin compañía al hombre que me inició en la cultura de bolas y strikes.
Con el tiempo, las aburridas responsabilidades de la adultez espaciaron cada vez más las idas al Estadio. Hasta que uno de esos días en que la nostalgia exige conciliaciones con el pasado, fui a buscar a mi padre a su nueva casa.
“En el Latino juegan hoy Industriales y Pinar del Río. ¿A quién le vas?”, le comenté en algún punto de la conversación, con fingida ingenuidad. “A nadie”, respondió. Fui más directa: “Papi, deberíamos ir al Estadio, el partido va estar bueno”. “No hija, no, si a mí no me gusta la pelota”, dijo, sin parar el balance de su sillón tejido. Yo estaba sorprendida, él impasible. “Viejo, no me jodas, si me llevabas todos los días al Latino cuando era chiquita, ¿cómo me vas a decir ahora que no te gusta la pelota?”. “No mija —repitió— si aquello era pa’ salir de la casa, que estaba obstinado de la suegra. A mí nunca me ha gustado la pelota”.
Tomado de La Gaceta de Cuba, no. 3 mayo-junio 2015, pp. 8-9.