Si hubo un cineasta cubano capaz de desarrollar en imágenes los índices inequívocos, visuales y sonoros de la cubanía sublimada, fue Tomás Gutiérrez Alea, quien acompañado por Juan Carlos Tabío ilustró todo un manual de lo que pudiéramos llamar mural esencial sobre lo cubano, en interiores y exteriores, a través de las respectivas Fresa y chocolate y Guantanamera.

Guantanamera nos lega un importante testamento sobre cómo somos los cubanos”. Fotos: Internet
 

Mucho se ha hablado y escrito sobre las concomitancias idiosincráticas, en Fresa y chocolate, de una dirección de arte que, particularmente en el espacio que Diego llama La Guarida, y en su memorable altar, se ocupó de quintaesenciar la cubanía de personajes y situaciones vistos en otras películas. Porque el espectador cubano estaba más o menos al tanto de que existía Kiss of the Spider Woman (1985), de Héctor Babenco, y también conocía perfectamente a Nancy, que provenía de la cercana y muy exitosa Adorables mentiras (1992), de Gerardo Chijona.

Similar voluntad de extractar la cubanía, pero a través del espacio abierto y de personajes completamente populares, característicos, asistió al binomio autoral en Guantanamera, coproducción hispano-cubana de 1995, road movie de humor negro que se realizó a toda prisa para monopolizar el éxito mundial de su predecesora. Solo que en el segundo intento del más popular binomio parido por el cine cubano, se declinaba todo viso de intelectualismo, o complejidad conceptual, para conseguir una instantánea identificación de los espectadores a través de la coartada genérica y de un tratamiento explícito de lo autóctono.

La más célebre tonada que ha dado la Isla, compuesta por Joseíto Fernández, acompaña en el plano sonoro a este viaje por toda la geografía nacional, que se justifica argumentalmente cuando se aclara el carácter del filme en tanto road movie, o película de carretera, una estructura narrativa a la cual recurrieron algunos de los mejores autores del cine latinoamericano y mundial, a la hora de develar el paisaje de una nación vista transversalmente y las circunstancias sociales que la habitan y enriquecen.

Mediante el relato de los múltiples encuentros del convoy que traslada el cadáver de una cantante capitalina, que fallece en Guantánamo, en el extremo más oriental de la Isla, hasta La Habana, exactamente hasta el Cementerio de Colón, donde deben descansar sus restos mortales, Gutiérrez Alea y Tabío recorren casi todo el país, y reparan consecuentemente en sus paisajes típicos inundados de verdor, cañaverales y palmas.

Sin embargo, en lugar de proponerle al espectador la arrobada contemplación de la campiña, al son de un estribillo mundialmente célebre, Guantanamera se detiene más bien a comentar, en el plano sonoro y visual, los conflictos de los personajes y, sobre todo, las regulaciones burocráticas que obligan a realizar un relevo de carros fúnebres en cada provincia. Así convierten el traslado del cadáver en una sucesión de peripecias y confusiones, porque la crisis de combustible en los años noventa obligó a que cada funeraria provincial dispusiera de una muy limitada cuota de gasolina para trasladar los cadáveres.

Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío.
 

De este modo, el filme significa la actualización, en los años noventa, de las denuncias del burocratismo paralizante emprendidas por el Icaic en las décadas de los años sesenta (La muerte de un burócrata) y ochenta (Plaff o Demasiado miedo a la vida). Y tan lejos pretendía llegar la imputación, que se identifica el burocratismo, por un lado, con el autoritarismo y la mediocridad del funcionario protagonista (brillantemente interpretado por Carlos Cruz); mientras que por otro lado, tiene que ver con la senectud y el anquilosamiento, en tanto se representa la muerte renovadora mediante una niña que aparece, silenciosamente, distanciada por completo de la trama realista, para evidenciar su carácter de símbolo cuyo significado se vincula, al parecer, con la necesidad del relevo generacional y de cederle el paso a las ideas más frescas y flexibles.

Entre otras muchas muestras de espontáneo regusto por lo criollo, en Guantanamera se inserta también, de manera bastante sorpresiva, la leyenda yoruba que habla sobre Ikú, la muerte, y la pugna entre los orishas mayores y los más jóvenes para lograr que la vida triunfara sobre la desintegración y la parálisis. El guion hablaba de una vida sinuosa e impredecible que, al menos en la trama, le gana la pelea a la muerte, es decir, al triste y programático burocratismo. Porque al fin y al cabo, la última película de Gutiérrez Alea se refería también a “una pelea cubana contra los demonios”, frase que le dio título a uno de los más incomprendidos filmes del director, aquel estrenado en 1971 e inspirado en unas líneas de El ingenio, de Manuel Moreno Fraginals, relacionadas con una época cuando dominaba a la Isla el fanatismo, la superstición y el deseo de abroquelarnos en el aislamiento.

En esa dramaturgia ilustrativa de medulares conflictos entre mentalidades divergentes hubo notables predecesoras en el cine cubano, como Se permuta, de Juan Carlos Tabío, y Los pájaros tirándole a la escopeta, de Rolando Díaz, ambas de 1984; además de Plaff o Demasiado miedo a la vida (1988), de Juan Carlos Tabío,    y sobre todo Alicia en el pueblo de Maravillas (1990), de Daniel Díaz Torres, que explicitan el enfrentamiento entre lo renovador y lo anquilosado. Recordemos que el funcionario de Guantanamera se manifiesta todo el tiempo como un esquemático y un “tronao”, similar a varios habitantes del pueblo de Maravillas.

Ideas parecidas a las que se expresan de manera simbólica (la niña fantasmagórica que simboliza a la muerte, la leyenda yoruba) se refractan también en el diseño de personajes que contrapone al camionero y al funcionario, en tanto el primero representa una manera de pensar y actuar más fresca, hedonista y flexible, mientras que el funcionario es puro dogma y esquematismo improcedente, como se subraya más o menos explícitamente en el guion escrito por ambos realizadores, en colaboración con Eliseo Alberto Diego.

Guantanamera presenta interrogantes trascendentales sobre cuáles son nuestras principales contradicciones sociales y culturales, y hasta dónde llega el gozoso compromiso de los habitantes de esta Isla con su realidad, el pasado y el futuro.
 

Para contrapuntear con el personaje del burócrata, optaron por un elenco donde se reiteraban los prestigios y talentos de dos de los protagonistas de Fresa y chocolate (Jorge Perugorría y Mirtha Ibarra), ahora con personajes completamente opuestos a los precedentes. Perugorría interpretaba antes a un homosexual culto y pretencioso, bien vestido y de afectados modales, pero ahora le daba vida a un camionero incorrecto y gritón, entre corpulento y pasado de peso, mujeriego y simplote, “adornado” por atributos como la ropa ligera y desaliñada (destaca un pulóver de color azul brillante), la barba de una semana, los puños categóricos y el hábito copulador apremiante, pues se trata de un camionero o rastrero, con una posible aventura sexual en cada parada de la interminable carretera.

Mirtha Ibarra atravesaba la metamorfosis desde aquella Nancy ligera pero sensible, adicta al sexo, que se movía entre la corrección aparente y la doble moral, para representar en la siguiente película a una exprofesora de economía, casada con un funcionario, reprimida mujer que vive, evidentemente, una vida rutinaria y aburrida. Así se viste, con atuendos de color oscuro y ordinario diseño. Entre los dos, se interpone el ya mencionado burócrata, con su bigote pedante aunque bien arreglado, los espejuelos con vidrios “fondo de botella”, camisas formales y calurosas, de tejidos espesos, casi siempre grises, y un bolsillo invariablemente inundado por papeles o bolígrafos, amén del infaltable portafolio.

Y así, a través de su iconografía sonora y visual, y de los valores del diseño de personajes, Guantanamera nos lega un importante testamento sobre cómo somos los cubanos, en particular aquellos que vivieron o murieron en los difíciles años noventa; además de presentar interrogantes trascendentales sobre cuáles son nuestras principales contradicciones sociales y culturales, y hasta dónde llega el gozoso compromiso de los habitantes de esta Isla con su realidad presente, y por tanto, con el pasado y el futuro.

Si en Fresa y chocolate la narración y la visualidad adoptan un punto de vista más cercano y angulado, en Guantanamera la perspectiva resulta más alejada, panorámica y frontal. Pero la voluntad esencial de retratar lo cubano es muy similar en ambos empeños, a pesar de las diferencias de tono y calado.