Bejarano y la fractura del decorum
16/11/2020
…va borrando el agua
lo que va dictando el fuego.
Sor Juana Inés de la Cruz
Olympus, la nueva serie de Agustín Bejarano que por estos días exhibe Luz y Oficios, representa la lógica continuación de La cámara del eco, muestra, también personal, que acogiera el centro dos años atrás. En aquel momento, los lienzos inéditos propuestos por el artista me sedujeron profunda y considerablemente, algo que suele ocurrirme con pocos artistas del patio. Ahora, la seducción se repite, y con creces.
Olympus retoma parte de las inquietudes existenciales presentes en la exposición previa: el papel y el sitio que ocupa el ser humano en la sociedad contemporánea, el cuestionamiento de los arquetipos culturales, la transitoriedad de la gloria, la caída de los grandes paradigmas. Ahora, el artista se aleja del fatum trágico que palpitaba en aquellos lienzos para regodearse en el hedonismo y el exceso, la manipulación de la belleza clásica y su contextualización en un mundo signado por lo perecedero.
Contemplo la nueva serie y un nombre, un concepto, viene a mi mente: Manierismo. Bejarano ha echado garras a los principales presupuestos estéticos de los pintores y escultores que, en el Cinquecento, reaccionaron al idealismo renacentista violentando imágenes, forzando perspectivas, exagerando posturas y escorzos, comprimiendo ángulos, construyendo ilusiones peculiarmente elegantes. Tomemos, por ejemplo, la mano que Zeus extiende en “La savia secreta de la vida”. Esos dedos están prácticamente de nuestro lado del lienzo, nos involucran, nos hacen partícipes de la composición; detalle que me remite, sin evitarlo, al pie izquierdo de la Madonna del cuello largo, ubicado más en la realidad concreto-sensible que en la realidad pictórica concebida por El Parmigianino. Mitemas y mitos griegos perviven en Olympus, claro está, pero han sido representados desde la fractura del decorum: consenso clasicista que determina cuáles estilos o figuras son o no apropiados para los temas a tratar. Las representaciones clásicas de lo divino han necesitado, a lo largo de la Historia, de modelos iconográficos comedidos, correctos, que insistiesen en el poder incuestionable de lo numinoso y su irreductibilidad. Con su nueva serie, Bejarano subvierte este principio ético inherente a la retórica clásica.
El origen iconográfico de los motivos explayados en Olympus lo encontramos, por supuesto, en la estética grecolatina, rescatada y reinterpretada durante el Renacimiento; pero, al retomar y recrear dichos motivos, Bejarano quiebra el consenso al introducir poses y relaciones semánticas extrañas, forzadas, sorprendentes, algo impensable para los renacentistas, pero en estrecho vínculo con los presupuestos del Manierismo. Cubano al fin, coquetea, incluso, con el humor, tal y como demuestran las oceánides tropicales, de carnes turgentes y bikinis breves, que se integran al bucólico esparcimiento recreado en “Bendición del esfuerzo”, la pieza más “profana” del conjunto. Bejarano al fin, reconoce de dónde viene y retoma ese personaje que, rematado por un sombrero, avanza, escala hacia el pecho de una posible Niké, o hace equilibrios al borde de una atalaya mientras, a sus espaldas, se desarrolla una peculiar escena, posible relectura del rescate de Andrómeda por Perseo.
Es lógico que el símbolo se imponga: ello incrementa la fascinación que puedan provocar las pinturas y sedimenta ese principio de incertidumbre útil, recomendable y protector cuando se lidia con lo inconmesurable, lo esencial y necesariamente incomprensible. A veces el referente es críptico o nos parece injustificado, lo cual, en última instancia, tributa al afán decorativista, presente en varias obras, que contribuye a la ilusión.
Si, con motivo de La cámara del eco, vi en aquellos lienzos el renacer, por medio del fuego, de un artista que se extrañaba en el panorama visual cubano contemporáneo, Olympus me ratifica la pertinencia de aquella resurrección, ahora signada por lo acuoso y su discurrir. En la última etapa de su vida, Gustav Klimt, cansado y defraudado, se preguntó si no sería el momento de abandonar los pinceles. Sin embargo, los empuñó una vez más… y pintó El beso, esa joya de la pintura occidental, la más conocida de cuantas produjo el genial austríaco e iniciadora de su Período Dorado. Agustín aún tiene muchos pinceles por empuñar; tiene mucho que decir.
Algo así le comenté con motivo de la pequeña exposición organizada durante la XIII Bienal de La Habana en la galería La Copa. Dicha propuesta incluía varias líneas temáticas a desarrollar en el futuro; una de ellas, iniciada con las piezas nuevas de La cámara del eco, haya continuación en Olympus, este encuentro con lo legendario y la irreverencia, con la engañosa quietud del mar y la aparente tozudez de la piedra, que evidencia la vitalidad artística de su creador.
Una visualidad de cambio(s), con tonos/ colores del éxtasis y títulos morfológicos que te ‘envuelven’ en un aparente ayer. Un OLYMPUS de flechas, poder(es) y gaviotas.