La rosa, inmarchitable, que aquí floreció
“Del sol y de la tierra nace la flor”.
José Martí
Nunca podré olvidar aquello. Esa noche en que yo, a mis 16 años, atravesé por el más rotundo desconcierto experimentado en mi ya prolongadísima existencia. Enseguida me explico.
Dígase, como antecedente, que nací con las hormonas masculinas adecuadamente situadas. Por eso, tempranamente, sucumbí ante el influjo embriagador de las hijas de Eva. Me babeaba por mis compañeras del aula, de la milicia, de la brigada alfabetizadora. Por mis vecinas. Hasta por las desconocidas que, al pasar, dejaban el aire saturado de un aroma perturbador y, en mi alma, una interrogante intranquilizadora.
Pasó el tiempo. No mucho. Y aquel adolescente se vio en La Habana, más solo que un centerfielder, según le gusta decir a mi gente.
Transitando por El Prado, me decidí a entrar en ese teatro que ha tenido más nombres que hojas un álamo. Presentaban la magnum opus del húngaro que se enseñoreó de la opereta.
Le tocó salir a escena a la viuda alegre. Pero Ella no era tan solo una mujer. Era la mujer, como una quintaesenciada categoría filosófica.
En la sala, nos crispamos todos los varones en ejercicio de nuestra varonía, ante aquella dama que desbordaba gracia, dulzura, carisma, talento y apabullante belleza.
Y me convencí de que toda nuestra tropa de machangos duros, frente a Ella, no éramos más que un atajo de infelices paramecios, de insignificantes microbios.