Fábula de la que debe ser amada

Rigoberto Rodríguez Entenza
19/3/2019

Teatro Sobre el Camino, con la puesta en escena de la obra Paradigma o Ay, Shakira, ofrece una pauta cuya raíz se acomoda en una sentencia antigua: “Tu índole bella siguiendo, florece” (1). De esa semilla brota una historia que cuenta con el lenguaje de la escena contemporánea. Además, con la singularidad de un núcleo al que se encadenan las acciones desde una concepción matizada por un tono vertiginoso, capaz de inducir a los espectadores a constantes cambios en el plano emotivo.

Brota una historia que cuenta con el lenguaje de la escena contemporánea
 

Sobre la escena, el elenco integrado por Elizabeth Aguilera, Yasiel Fabá y Abel Acosta, se desdoblan en roles que exigen cualidades propias del oficio, sobre todo versatilidad. Actúan, animan, asisten, cantan, se dejan llevar por la plasticidad del entorno y en él forman cuadros visuales de una factura digna de los fotógrafos más exigentes. En ese camino se concentra la arquitectura de una puesta que hace énfasis en el enfrentamiento de dos niñas jalonadas por un dilema de apariencia elemental y de fondo punzante, un dilema del que son portadoras y víctimas.

En sus diatribas se sostiene la intensidad de una curva de la acción que se auxilia de la propuesta de diseño escenográfico: minimalista, integrado, compuesto por un panel de fondo (negro) disimulado entre la decoración de la sala teatral. Este unas veces se usa como retablillo, otras para acomodar las entradas y salidas de los personajes. Lo demás son tres libros desarmables que llevan los escolares y sirven también como mesa o retablillo de títeres, según lo requiera la acción. Para complementar el orden visual se suma una utilería pensada con la necesaria sutileza. En ese ámbito llaman especialmente la atención las lágrimas de Amanda, símbolos tratados sin edulcoración alguna, con la certeza de agregarse en el “preciso instante”, como dijese el gran poeta de la calle Trocadero.

Así la obra de arte articula el tejido necesario para el diálogo, que se propone desde la historia de Amanda (la que debe ser amada). Ese es primer hallazgo, acaso el más valioso posible: el planteamiento de un conflicto cotidiano, llevado con agudeza y buen tino. El autor-director, Rafael Martínez Rodríguez, sabe que juega en un campo minado y pone en jaque cualquier viso melodramático. De tal modo, los títeres y titiriteros, transitan por el camino de la desigualdad en el entorno escolar, el bulling, hecho que se convierte intención necesaria para sostener el realismo que transversa la obra. Rafael sabe que la verosimilitud se logra solo si tales ideas se urden con fineza y se acude a una cadena de acciones que dialoguen con y no desde la palabra. Por ello se acompaña de un universo subyacente, sobre el que abundan imágenes, símbolos y puntos de giro que se revelan en una dinámica corporal asumida con ímpetu y con las contenciones necesarias.

A lo anterior se suman las soluciones hilarantes, asumidas con maestría, por un elenco que construye personajes dúctiles, propios para configurar subtextos que operen desde las composiciones de grupo y de propuestas individuales, casi siempre en función de influir en el cosmos sensorial de espectador. En ese rumbo logran acciones que van a los extremos con una admirable sencillez, lo cual impide que veamos las costuras de los cambios de la puesta en escena. La organicidad de esas salidas hilarantes suele llegar sin estereotipos, sin el más mínimo tono maniqueo, sin lugares comunes; todo ello, a pesar de que se trabaja muchas veces con el humor popular, con cierto costumbrismo, colocado en los momentos justos, en una suerte de distanciamiento lúcido, lo cual se agradece, pues reafirma la condición humana.

Otro componente tratado con sutileza es el espacio; las entradas y salidas se tornan una suerte de juego, sin definir una jerarquía, pues casa y escuela, se reconocen como eslabones donde nada humano es ajeno. A esos sitios va todo lo que influye en los personajes, allí recalan las miserias, la desnaturalización de valores que debieran ser elementales y a veces escapan de su entorno lógico: el día a día. Esa premisa ordena el curso del personaje principal. La niña Amanda se enfrenta a la realidad y no deja a un lado la inocencia; todo lo contrario, es con ella que logra salvar (se) el cierre de la puesta en escena. Las situaciones, el poder adquisitivo de su compañera, la manera en que la opulencia suele comportase, a eso se enfrenta Amanda, en un universo donde comienza su empresa la verdad de la existencia. Como evocación socrática, la obra enfrenta a dos personajes que existen tal cuales para darle estructura a la fábula que finalmente queda abierta en la memoria del espectador. Una vez terminada la obra, cada quien saldrá a convivir con las miserias citadas.

Son múltiples los caminos por donde se podría leer la idea que sustenta la representación; pero cabe reconocer que los componentes del espectáculo acompañan estos juegos, estos diálogos que para Amanda resultan hirientes. Pareciera que el espectador vuelve a la Grecia precristiana y se reconoce en una verdad tan antigua como la humanidad misma. Píndaro de Tebas anunciaba un estado espiritual que  se reitera: sé el que eres. Siglos después un director teatral asume el código y da continuidad a un diálogo en el que los presupuestos se entretejen para sostener un anhelo, un espejismo, un sistema de valores que no pretende definir, mucho menos limitar, sino aludir. Por lo dicho, no hay trampas, sí enunciados, salidas al ancho campo de un dilema remoto, llegado con la mismísima colonización.

Pertinente es insistir en que el término raza cobra vida solo porque heredamos ese constructo del mundo occidental, pues ya sabemos que nos escoltan las mismas sombras. Si es memorable la citada sentencia del poeta griego, también lo es la de cierto inglés: Ser o no ser o la del lusitano Fernando Pessoa 1888-1935): para ser tú,/ sé entero/ nada tuyo exageres o excluyas.// Lo cierto es que el autor-director de la puesta en escena ha tomado esa cuestión problémica y en ella ha escarbado, no para proponer sentencias ni afeites, sino para comenzar otra aventura.

El tema de la desigualdad entre los seres humanos, por diversas y numerosas razones, es frecuente en el teatro destinado a niños adolescentes y jóvenes, pero ello no significa que se haya agotado. Cuando se aprecian textos, puestas, como la estrenada por Teatro del Camino en este 2019, hay un reconocimiento a la novedad. A fin de cuentas no hay asunto humano que no requiera el ropaje de la escena y eso el elenco lo sabe; entonces, parte a buscar esas “sonoridades difíciles” que subyacen. La obra cuestiona y acierta, invoca una etapa del ser humano, un ciclo en el que los rumbos se definen, a veces soliviantados por las relaciones de poder, por cómo el “caballero don dinero” incide sobre niñas y niños, sobre sus maneras de relacionarse y Ser. Piénsese que ese don está sobre sus cabezas y crea debajo otras relaciones en las que interactúan aún, por más que pese, disímiles formas de marcar las diferencias, ya sea el color de la piel, ya por otras razones que agudizan la trama.

La puesta en escena emerge desde la aceptación del otro —el público— y sus posibles lecturas. Quizá por ello no hay señales moralistas, ni en el texto ni en la representación. El trazado de las acciones que rige la historia, el curso de los personajes, enfatizan el punto de vista, pasado por el tamiz la representación simbólica de las tecnologías de la información. La historia de Amanda, un sujeto subalterno, una niña carcomida por unas relaciones de poder que no reconoce, se ve disminuida y con su práctica denuncia el empoderamiento económico social que se justifica con vicios en la conducta humana. Hasta este punto, se puede pensar que se habla de una obra de tanta complejidad discursiva como las tragedias shakesperianas, pero no. Es un trabajo para la escena de los niños adolescentes, jóvenes y a sus acompañantes en este viaje por el territorio de la vida.

La puesta en escena emerge desde la aceptación del otro
 

Desde un precepto que muy bien disimula la evocación, consciente o no, de la prescripción de Julio Cortázar (1914-1984): “no digas, muestra”, Rafael logra en la puesta un tejido donde va la mesura y el torrente. Los dos espacios se logran con una sorprendente sencillez: casa-escuela, escuela-casa, dos cosmos diseñados con los elementos esenciales y que gracias a los símbolos y a la maestría del elenco actoral, se confirman como lenguaje propicio. La demarcación de los espacios, construida desde la de/construcción de tres libros, ofrece la impresión de estar ante límites que se cruzan y en él las niñas se ven obligadas a ser parte de una misma fábula, unidad y lucha de contrarios.

Esta es la historia de un personaje acorralado por un estatus, un modo del poder y con unas armas que de poco sirven para entrar y salir a esos espacios en los que se ve instada a vivir. Amanda (la que debe ser amada) es un ser que busca lo que la mayoría de sus semejantes: una imagen. El estereotipo, la representación en la que la niña negra aprecia su solución, su felicidad, es casi un lugar común en el silgo XXI. En ese orden la fábula cobra dimensiones morales que tejen un diálogo frondoso.

El recorrido de Amanda se dibuja solo en dos espacios: casa-escuela; es decir: familia y sociedad. En cada uno de ellos se le ofrece, con matices distintos, un  viaje al dolor, al encuentro de los mundos paralelos y, vaya paradoja, distantes. Acudir al texto puede parecer elemental. Dos niñas, dos vidas en aparente controversia, dos familias, dos sueños, dos músicas, dos golpes. El conflicto es fruto de la sencillez: si escuchas el sonido de quien canta a tu lado, podrás armonizar; si impones tu voz, desentonas con el mundo, por más bella que esta sea. Amanda ama y de ese motivo parte el elenco a representar; sin un axioma, guían al espectador hasta el final. Llegan juntos a una certeza que coloca la historia en su punto de salida.

Nota al Pie:
(1)
Píndaro (518-439 a. C.)