El extraño se abre paso entre la multitud, se sube a un andamio y grita meditabundo: ¡Un brindis! Hay entonces un silencio que pareciera tragárselo todo. “Un brindis… ¡por el grupo!”, repite más fuerte el extraño. Pero el viaje no comienza en esa escena.


Obra de teatro La vitrina, de Albio Paz. Foto: Internet
 

Habíamos salido bien temprano de La Habana, justo cuando el gallo cantó tres veces y no nos negamos a zarpar la Transgaviota argonauta. Éramos una tropa de teatristas y personalidades del ámbito cultural. Argonautas todos, que llegaríamos horas más tarde a La Macagua, aquel rincón muy similar al Macondo de García Márquez, cuya magia llevaría allí a Teatro Escambray.

Antes de sacudirnos el polvo del camino, como diría José Martí en Tres héroes, pasamos a una suerte de museo histórico. Allí cobraba sentido nuestra travesía mediante aquellas fotografías impresionantes que nos develaban retazos históricos del grupo, suceso vital del llamado Teatro Nuevo. Cada personaje, escena, espacio y tiempo se despertaba de prisa. Sergio Corrieri y Gilda Hernández (hijo y madre fundadores), Pedro Rentería, Miguel Navarro… nos saludaban.

La vegetación del Escambray es copiosa, no como antiguamente, pero todavía negada a los ciclones, las nuevas arquitecturas y la rapidez moderna. En la vegetación viva del Escambray se juntaron hace años almas llenas de arrojo para luchar por una sociedad justa “con todos y para el bien de todos”, como la profetizó nuestro Apóstol y luego se materializara gracias al Comandante Fidel Castro y sus compañeros rebeldes.

Años después, este paisaje medio mágico, similar a Macondo, juntó otras almas: aquellas que quisieron erigir una teatralidad bautizada por ríos, piedras y animales. Eran un grupo de jóvenes soñadores como los primeros combatientes de la Revolución, quienes dejaban ancladas sus vidas capitalinas para apostarlas a una ficción diferente. Su pacto era claro y parecía fácil: la búsqueda e investigación social con públicos no capitalinos, allí donde el campesino labraba la tierra, allí donde se revelaban las tradiciones, los cantos, el habla…

Entonces aparecieron de todas partes las historias: la lucha contra los bandidos del Escambray, los problemas existenciales y económicos de los campesinos, los símbolos y cultos religiosos… Pero aquellos primeros relatos, juegos y ritos —a veces salvajes (como el de tirar la cabeza de un pato vivo con el caballo al galope)— perdían su savia al llevarlos a escena. Y más que aplausos, hubo abucheos. Como diría Sergio Corrieri: “Para nosotros era un juego bastante salvaje”.

¡Tenían que convertirse en verdaderos protagonistas involucrados! Tenían que vestir/actuar/pensar como los personajes vivos de los relatos. “Entonces tratamos de hacerlo, participar en él y después, cuando fuéramos aceptados en esa comunidad, podríamos discutir sobre la barbaridad”, concluiría Corrieri. Así fue como el pacto creció, también las historias, y hubo muchos, muchos aplausos. Eso, para luego sortear etapas difíciles como el Quinquenio Gris, el Período Especial, o aquellas obras que tuvieron que contar con influencias para salir de la censura. ¡Qué gran epopeya!

Yo no viví la travesía de esos hombres. Me asaltan sus hazañas cuando miro cuadros y paisajes, cuando interpreto los textos de un libro o un video, cuando escucho e imagino esas historias, gracias a otros… Las de piezas fundacionales como La vitrina, de Albio Paz o antes Unos hombres y otros, de Jesús Díaz; las que fueron éxito en el Festival de La Habana: La Emboscada y Ramona, de Roberto Orihuela.

“Yo pertenezco a otros tiempos, mis referentes pragmáticos son otros”, pienso en voz baja y miro los rostros entusiastas de la multitud (tripulantes de la Transgaviota argonauta como Gina Caro, Fernando Echevarría, Carlos Celdrán) a mi lado.


Encuentro entre Fidel y el Grupo Teatro Escambray
 

Omar Valiño, director de la revista Tablas y testigo de los sucesos teatrales de Teatro Escambray desde hace 35 años, me saca un instante de mis cavilaciones: “La Macagua se convirtió en ese punto de encuentro para analizar los caminos históricos y presentes de cada momento en el teatro cubano, y es vital volverlo a hacer. Hemos tenido también la variante festiva de encontrarnos aquí en los aniversarios redondos, y hace diez años no se festejaban”.

También Camila Scudeler, joven actriz e investigadora brasileña que ha documentado en su tesis de doctorado al Teatro Escambray, musita: “Llegué por un día y no pude irme”.

Quedo otra vez pensativo. Entiendo que pertenezco a otros tiempos, pero igual me toca descubrir ese pasado exitoso del Grupo Teatro Escambray (GTE) en el colectivo teatral que es hoy. Por eso, tras las palabras de mis compañeros, me traslado —junto a los demás tripulantes— hacia el teatro. Allí presenciamos una de las puestas más recientes: Lágrimas de cocodrila, del dramaturgo venezolano Gustavo Ott, por actrices graduadas de la Escuela Provincial de Arte Samuel Feijóo.

Adentro, el calor es tan protagonista como la obra, construida a modo de programa televisivo, donde varias actrices le exponen sus biografías a un televidente ideal, en este caso, nosotros. Temas como la pobreza, vista desde las calles llenas de huecos; la discriminación racial, en lugares como New York, o la soledad de una madre ante la pérdida del hijo tras su deterioro por el VIH, resultan ahora los contenidos del “nuevo” Escambray, de la joven generación actoral formada también gracias a los profes del colectivo.

Al culminar la obra todos esperamos el documental Umbral (nombre también de la edición 68 abril-mayo de la revista dedicada al GTE), sobre la historia del grupo. Algunos salimos cabizbajos de allí, cuando, debido otra vez al calor protagonista, se anuncia que no se proyectaría.

Quizás el público de teatro Escambray haya cambiado. Como refería Rafael González, el director: “A diferencia del público caqui de la indumentaria campesina masculina, ahora veo camisetas de colores y bermudas, jeans apretados”.

Quizás ya no estén Sergio Corrieri, Gilda o aquellos primeros actores que colocaran en grado superlativo al grupo mediante aquellas actuaciones memorables, tatuadas en el corazón de los espectadores. Quizás ya el espacio no sea el mismo, tampoco el tiempo y por consecuencia los temas, las dramaturgias.

Obviamente, el día a día ha modificado los procesos creativos e investigaciones. Han llegado otros soñadores, como Carlos Pérez Peña o Rafael González. Se han montado otras obras, como El feo, El metodólogo, La vida en la plaza Roosevelt... Sin embargo, tras 50 años cerrados, la tropa guerrillera, La Macagua similar al Macondo de Cien años de soledad, sigue en pie allí donde gesto, voz y ficción esperan por los espectadores.

El extraño, quien detuvo hace algún rato su escritura, se hizo paso entre la multitud y se subió al andamio, tras el brindis. Ahora grita feliz: ¡50 años y más para el Teatro Escambray! Y entonces el silencio se convierte en risas, nuestras risas y lágrimas.