Esta conversación, que aún leemos con la curiosidad del primer día, tuvo lugar hace 40 años y nos permite adentrarnos con sumo placer en no pocas interioridades y rutinas creativas del entrevistado; virtud solo alcanzable para interlocutores sagaces y amigos entrañables de Cuba y su gente, una de las más grandes pasiones de este importante intelectual español que hoy despedimos con dolor y gratitud.
Espectáculo La consagración de la primavera, de Danza Contemporánea de Cuba.
Setenta y cuatro años, cubano, escritor, musicólogo y diplomático, Alejo Carpentier acaba de ser galardonado con el Premio Cervantes de Literatura. El autor de El siglo de las luces o El reino de este mundo ha sido entrevistado en París por nuestro colaborador Ramón Chao, a los pocos días de haberse conocido la noticia de la concesión de dicho galardón, el más importante de la lengua castellana.
Sabemos que nació usted en La Habana, en 1904; que su madre era rusa; que su padre, arquitecto francés, emigró a Cuba a raíz del “affaire Dreyfus”, “asqueado de Europa”, como dijo usted en alguna ocasión. Y que sus primeros años transcurrieron en el campo.
Sí, porque, en vistas de que la enseñanza en la capital era muy mala, y que yo tenía una inteligencia bastante despierta, mi padre, que había comprado una gran propiedad en las cercanías de La Habana, me llevó al campo y me puso al frente de aquella finca, encargándome de las recolecciones, del cultivo, así como de la cría de ciertos animales. No sé si recuerda, pero al final de mi novela El reino de este mundo hay un capítulo dedicado a las ocas; pues bien: el origen de ese capítulo es que yo tuve una gran manada de ocas. Así que llevaba una vida muy sana, muy sencilla, montando a caballo siete horas por día, y de esta forma transcurrió mi infancia y mi adolescencia.
Sobre esto de la educación, mi padre tenía unas ideas muy particulares. Era un poco rousseauniano y creía que se aprendía más montando a caballo y tratando con la gente que encerrándose en las clases de los colegios.
¿Cree usted ahora que tenía razón?
En gran parte, sí. Picasso dijo, en cierta ocasión, que a partir de los cinco años de edad el hombre no hace más que repetirle, no inventa ya nada. Es una boutade, claro, pero creo que lo que más marca a un hombre son sus años de la infancia y de la primera adolescencia. Y yo estoy muy contento de haberlos vivido como los viví. Estuve en relación con los campesinos. Recuerdo que había gente extraordinaria, como unos negros que me contaban historias que habían recogido, a su vez, de sus antepasados. En particular, Viaje a la semilla es el resultado de aquellos años. Creo, además, que algunas de mis ideas actuales, o de mis puntos de vista filosóficos o políticos, deben mucho a esos años de vida en común con los hombres del campo, que podían ser analfabetos, pero que me enseñaron algunas de las cosas esenciales de la vida: el respeto de ciertos valores humanos y una visión algo así como maniqueísta de lo que es el bien y de lo que es el mal, de lo que es limpio y de lo que es sucio, de lo que es justo y de lo que es injusto.
De todas formas, llegó el día en que tuvo que ir a estudiar a la capital.
Sí; en 1921. Fui a La Habana porque mi padre quería que estudiase arquitectura. Yo tenía una cultura musical bastante grande y todas las ambiciones literarias que puede tener un chico de esa edad.
Mi familia tenía una gran afición por la música. Mi padre había sido violoncellista, habiendo estudiado con Pablo Casals, de quien guardaba un recuerdo maravilloso. Mi abuela tocaba muy bien el piano y había sido alumna de César Franck. Me contaban cómo iba ella todos los días a la iglesia de Santa Clotilde a las cinco de la mañana para tomar las lecciones con él. Mi madre era también pianista, así que pronto me dediqué a la música. Se tocaba mucho en casa; teníamos amigos músicos y yo estudié todo lo que debe aprender un estudiante de música: solfeo, armonía, orquestación, etcétera.
O sea, que podía ser usted músico o escritor, porque ya entonces tenía una pequeña obra.
A los 15 años escribí una pequeña novela bajo la influencia de Flaubert y de Eca de Queiroz. Ocurría en Jerusalén, en tiempos de Pilatos. Para suerte mía, permaneció inédita. Antes escribí otros cuentos inspirados en Baroja y en Anatole France. A los 11 años tenía una novela policíaca; y otra, imitada de Salgari. Cosa curiosa, desde mis primeros balbuceos siempre tuve la seguridad absoluta de que sería escritor.
En La Habana de aquellos años (1923-24) forma usted parte del Grupo Minorista, que abogaba por una renovación de los valores nacionales. Con una perspectiva de medio siglo, ¿qué importancia le atribuye ahora a este movimiento?
Sería muy largo de analizar. Pero le diré que conozco pocos movimientos que abarcaran campos tan amplios, que quisieran modificar tantos terrenos de la vida del hombre y en la misma dirección. Desde Rubén Martínez Villena, principal animador del Grupo, excelente poeta, que abandonó la literatura para dedicarse enteramente a la política, porque sabía que tenía los días contados, y que desde su cama dirigió la estrategia para derrocar al dictador Machado, hasta Nicolás Guillén, que no estaba mucho con nosotros, pues vivía en Camagüey, pero lo considerábamos como nuestro; hasta los compositores García Caturla y Amadeo Roldán, que tenían también preocupaciones musicales y políticas semejantes a las nuestras, y Marinello y Emilio Roig…
Todos trabajamos por algún acontecimiento transcendental —yo no diría en Cuba, sino en toda América Latina—. Y ese acontecimiento se realizó, colmando nuestras aspiraciones, con la Revolución cubana. Debo confesar que no lo esperábamos tan pronto, ni podíamos soñar con que se realizase tan cabalmente.
Yo creo que los del Grupo Minorista algo influimos en esto, pues la generación siguiente amplió lo que habíamos hecho nosotros, y representa un espíritu decididamente más comprometido aún con el acontecer político, si cabe, que la nuestra: Pablo de la Torriente Brau habría de morir en el frente del Jarama, en España, como comisario político de las Brigadas Internacionales, Raúl Roa, que fue nuestro ministro de Relaciones Exteriores, y Carlos Rafael Rodríguez, que está desempeñando también un gran papel en la Revolución cubana.
En 1927 estuvo usted varios meses en la cárcel por sus actividades contra Machado. Allí escribió su primera novela, Ecué-Yam-ba-O, que repudió después.
No es que la haya repudiado. Sencillamente, creo que cometí el error de caer en el tipicismo de la época, y de pensar que bastaba con asistir a dos o tres ceremonias de religiones sincréticas para conocer a los negros. Ahora han vuelto a publicarla, la han pirateado contra mi voluntad. Los meses de cárcel me resultaron muy provechosos, pues pude leer y escribir. Solamente tuve problemas con otro preso peruano, cuyo padre había sido domador de osos. Yo le dije que no aceptaba eso de la explotación del oso por el hombre…
¿Cómo les llegaba a Cuba, por aquellos años 20, la información de lo que ocurría en Europa?
Gracias a la Revista de Occidente. ¿Cuántos autores alemanes, ingleses, franceses; cuántos filósofos; cuántos historiadores del arte no conocíamos gracias a esa revista, que nos revelaba, además, los nombres de Lord Dunsany, de Georg Káiser, de Franz Kafka, del Cocteau de Orfeo —toda una dramática, toda una música— sin olvidar, para quienes, como yo, se interesaban en los problemas de la música, los primeros ensayos de Adolfo Salazar? ¿Y en cuanto a las ediciones de la Revista?: fueron las primeras en presentarnos las novelas de Vsevolod Ivanov; de Leonoff, cuentos de Babel, sin olvidar ciertos escritos fundamentales de Worringer y Vossler.
Sin embargo, tanto durante la segunda parte del siglo XIX como en los primeros años del actual, la influencia de la cultura francesa fue muy superior a la española en Cuba y en América Latina.
Era lógico. Entonces era inútil buscar en España el mínimo alimento espiritual. No lo digo yo, sino Ortega y Gasset (basta con leer el prólogo de sus Meditaciones sobre el Quijote), que el siglo XIX español fue, desde el punto de vista intelectual, uno de los más pobres de la cultura europea.
En cambio, cuando esos hombres se volvían hacia Francia —país que les había proporcionado las ideas que les llevaron a la independencia— se encuentran con uno de los siglos más extraordinarios que jamás hayan existido. El siglo XIX francés es prodigioso, no solamente por las individualidades que surgieron, sino porque esos hombres proliferan en todos los terrenos. Balzac, Flaubert, Zola, en la novela; en pintura, Delacroix y el impresionismo; Rimbaud y todas las escuelas de poesía; en ciencia, Claude Bernard, Pasteur; en música, compositores quizá no muy numerosos, pero sí esenciales, pues sin Berlioz no existiría la orquesta moderna y Debussy (pues Debussy es un hombre cuya formación se debe al siglo XIX) rompe con todas las cadenas, con todas las teorías armónicas que imperaban hasta entonces. Así, pues, los latinoamericanos se alimentan con la materia intelectual, artística, musical, etcétera, que les viene de Francia. Cuando llega el siglo XX, este movimiento hacia Francia continúa, un poco por inercia. Incluso un tirano como Porfirio Díaz (que posee el récord de permanencia en el poder en todo el continente) en México, o antes el venezolano Guzmán Blanco y tantos otros tiranos semejantes, se encuentran literalmente hipnotizados por la cultura francesa, por el refinamiento francés. París es su Meca, París es su faro.
¿Y España? ¿Qué les ofrecía?
En Madrid había algunas posibilidades de ser editado. Había editoriales, como la Caro Raggio, como Renacimiento, que de cuando en cuando aceptaban un libro latinoamericano. Habían publicado La gloria de don Ramiro, de Larreta, y en España se había publicado la obra de Rubén Darío. Pero aparte de esas escasas posibilidades, España no nos ofrecía entonces grandes atractivos. Mucho se nos echó en cara que tanto mirábamos hacia París. Se nos tachó de noveleros; se dijo que de tanto pensar en París nos olvidábamos de las virtudes de nuestro idioma y renegábamos de una legítima tradición cultural.
Pero lo que nos tenía encandilados con París era la novedad de expresiones, que allí se manifestaba. Cuando todo allá tomaba nuevos rumbos —la plástica, la poesía, la música—, España estaba como inmovilizada en modos de pensar y de crear, que ya no correspondían a los ritmos y anhelos de la época. ¿Quién iba a estudiar el teatro, en una ciudad cuyos escenarios estaban monopolizados por los Linares Rivas, Benavente, Arniches y otros hermanos Quintero? ¿Quién iba a estudiar música donde un Conrado del Campo para vivir tenía que escribir zarzuelas? ¿Acaso los mejores pintores españoles de la época no vivían en París? ¿Y en cuanto a la novela? Bien, estaba Pío Baroja; pero mejor estaba Marcel Proust. ¿Y en cuanto a los músicos? Desde comienzos del siglo, los Albéniz, los Manuel de Falla, los Granados, tenían que hacerse editar en París. De aquella época, algunas grandes figuras eran objeto de veneración, sin embargo, por parte de los jóvenes latinoamericanos. Casi no habría que citar sus nombres. Todos saben que me estoy refiriendo a don Miguel de Unamuno, a Valle Inclán, a Gabriel Miró, a Juan Ramón Jiménez, cuyos primeros libros de poemas corrían de mano en mano por estos ámbitos de América. Eran muy afrancesados —¡demasiado!— los latinoamericanos de entonces. Pero en el Madrid de aquellos días, los mejores escritores tenían que colaborar en publicaciones del tipo de La Esfera, a falta de auténticas revistas literarias, dotadas de un alcance universal.
De súbito, pasados los años 20, se transforma el panorama intelectual y artístico de Madrid. Aparecen, uno tras otro, los Alberti, los Lorca, los Salinas, los Jorge Guillén —por no citar sino a grandes poetas—. Aparecen los Halffter, Bacarisse, Casal, Chapí, en la música —todos hombres muy al día que nos mostraban modos nuevos de tratar lo español—. Aparecen, en pintura, los Bores, Miró, Alberto y tantos otros que sería engorroso citar. En el cine, un Buñuel, valor capital… Y apareció lo que esperábamos desde hacía tantísimo tiempo: una revista verdadera, una revista real, una revista que centralizara, por así decirlo, el nuevo pensamiento español: la Revista de Occidente, de Ortega y Gasset, y de la que le hablé ya.
Y pronto apareció La Gaceta Literaria de Madrid, tan alerta, tan inquieta, tan abierta a los escritores latinoamericanos que recibíamos cada semana como un soplo de aire fresco. Y luego fue Cruz y Raya, de José Bergamín. Había dejado Madrid de ser la ciudad siempre atrasada con respecto a las demás capitales de Europa. En poesía, filosofía, música, pintura, teníamos por fin grandes cosas que aprender —algo a la vez muy actual y muy nuestro— en la capital de España. ¡Hasta buen teatro empezó a hacerse en el Madrid de entonces!, gracias a Federico García Lorca, Margarita Xirgu y La Anfistora! (… Por ello pudo La Gaceta Literaria permitirse el lujo, cierta vez, de proponer la ciudad de Madrid como “meridiano intelectual de América Latina”). Nunca nos llevamos mejor que entonces latinoamericanos y españoles. Nunca publicamos más libros en la Península; nunca viajaron tanto, por tierras de América, los poetas, novelistas, filósofas y músicos de España.
Desde hace años ocupa usted el cargo de ministro-consejero cultural de la embajada de Cuba en París. Antes dirigió toda la producción editorial de su país, cuando se incorporó a la Revolución, en 1959. Y desde hace un año es diputado de la Asamblea Nacional del Poder Popular. Por todo ello ha dedicado y dedica una parte preciosa de su tiempo a labores más o menos burocráticas. Muchos pensamos que es una pérdida para la literatura. Usted, en cambio, parece asumir esa labor como una obligación de ciudadano.
No veo ninguna incompatibilidad entre el escritor y el ciudadano. Algunos estetas de comienzos de siglo, como Oscar Wilde y D’Annunzio, que detestaban todos los movimientos socialistas de su época, tenían esa prevención. Pero ejemplos tenemos de escritores que supieron encarar las realidades sociales. Víctor Hugo, por ejemplo, fue un ciudadano íntegro. Recordemos que en los peores momentos de nuestra primera guerra de Independencia (1868-78) escribió cartas admirables a las mujeres cubanas. Se alzó contra la invasión de México por Maximiliano, y envió una carta de apoyo a Benito Juárez, que este mandó reproducir en carteles que se pegaron en las plazas y calles de las ciudades.
Yo en mi caso diría que prefiero ser ciudadano antes que escritor, pues me parece más importante ayudar al destino de nueve millones de seres humanos que escribir una obra más o menos. Y esos nueve millones hacen posible que los libros de Nicolás Guillén, los míos, o El Quijote, o los clásicos en general, se tiren a cientos de miles de ejemplares. Añadiré que estas labores de ciudadano me proporcionan unas experiencias que nutrirán mi obra futura. Estoy adquiriendo conocimientos que no podría alcanzar encerrado en una biblioteca. Y, además, ningún escritor puede permanecer ocho o diez horas sobre las cuartillas; terminaría detestándolas. Surge el cansancio, la concentración decae…
Forma y concepción
¿Cómo trabaja usted?
Para empezar, tengo que saber perfectamente lo que quiero hacer. Antes de escribir una novela trazo una suerte de esquema general que comprende: planos de las casas, dibujos —horriblemente malos— de los lugares en que va a transcurrir la acción; escojo cuidadosamente los nombres de los personajes, que responden siempre a una simbólica que me ayuda a verlos. Sofía, por ejemplo, habrá de responder, según la etimología griega de su nombre, “al conocimiento”, “al gay saber”, etcétera. Me preocupo por dar a mis personajes fecha onomástica y estado civil.
Es un proceso largo e ingrato. Y cuando el propósito está maduro, trato de trabajar como honesto artesano para dar forma a lo concebido. No hay obra de arte ni literatura sin forma. La forma es de una importancia capital. Si se pone usted a ver, poco nuevo se ha dicho después de La Odisea de Homero.
Lo que ha variado es el orden de relación de los acontecimientos, sus significados, de lo personal a lo colectivo, su dimensión histórica. Pero, por la forma, los acontecimientos de la vida humana cobran nueva fisonomía con cada nueva generación de escritores. Esto no lo digo yo. Antes lo dijo —y a mí me lo dijo él, y me dio a leer el Ulises, de James Joyce— el cineasta soviético Sergio Eisenstein.
Y después, una vez que tiene usted ya todos los elementos, y que, sabe lo que quiere hacer, ¿cuándo se pone ante la máquina de escribir?
Bueno; primero escribo con bolígrafo, que considero un gran invento para los escritores: se puede tachar fácilmente, sin emborronar, no hay que estar cargándolo continuamente como las plumas, y se puede perder, que es lo que me ocurre a menudo.
Desde hace varios años empiezo a trabajar todos los días a las cinco y media o seis de la mañana (aunque me haya acostado tarde la víspera, es una mera cuestión de costumbre). A las ocho tengo un par de páginas escritas. No hace falta más. Al cabo de un mes, son 60 páginas, y, poco a poco, se va construyendo un tomo. Al final de la tarde reviso y paso a máquina lo escrito.
Pero si hay entusiasmo y las cosas salen bien, renuncio a la comida y sigo trabajando hasta terminar un capítulo o llegar a un punto determinado del relato. En esos casos, suelo terminar en un momento próximo a la media noche. Sin embargo, no tengo la afición, muy generalizada entre los escritores, a trabajar de noche; no creo en los amaneceres inspirados, ni en las elucubraciones. Hay escritores que se dejan llevar por lo que escriben e inventan sobre la marcha; yo no, yo sería totalmente incapaz de escribir un capítulo sin saber muy exactamente lo que debo decir en él. Claro está que surgen elementos imprevistos, pero los uso únicamente si vienen a sumarse útilmente al conjunto.
¿Con qué dificultades tropieza a la hora de escribir?
¿Dificultades? Las dificultades de un escritor son siempre de orden formal: llegar a decir correctamente lo que se quiere decir. Tres veces reescribí completamente Los pasos perdidos, y el capítulo del rompimiento entre Sofía y Hugues, en El siglo de las luces, lo escribí 15 veces.
Por lo general, trabajo en dos o tres novelas a la vez, para no saturarme. Simultáneamente escribí El acoso, El camino de Santiago y Los pasos perdidos. Yo no entiendo a esos escritores —tampoco los critico— que se proponen un libro anual. La realización de un libro es para mí algo semejante al embarazo de una mujer: sale en estado o no, y pare cuando tiene que hacerlo. A medida que el escritor envejece, escribe con más facilidad. Lo hace con el oficio. En la carencia de oficio reside la dificultad del escritor joven, poco experimentado: tiene la cabeza llena de ideas que no sabe llevar al papel. Su inexperiencia le hace escribir libros de los que después se arrepentirá.
¿Está usted de acuerdo, entonces, con Bergamín, que dice, “el talento hace lo que quiere, pero el genio hace lo que puede”?
Estoy de acuerdo con Bergamín, y también con otro amigo mío, el director de orquesta Erich Kleiber, que decía: “Un compositor es, ante todo, un señor que se pone a escribir música todas las mañanas, a las siete”.
*Artículo publicado originalmente en La Jiribilla el 28 de mayo de 2018