No sé por qué extraña razón hace unos días estaba escuchando un viejo son que lleva por título “Juventud de San Leopoldo”. Lo cantaba Miguelito Cuní. Cuenta la historia que fue el día que se inauguró la sede de esa asociación gremial y de vecindad que “se debía encargar de promover valores entre los jóvenes, educar en los principios y las buenas costumbres y promover las artes”.

Llegado el momento del montuno, Cuní comienza a nombrar a algunos hombres ilustres de ese barrio habanero ─uno de los cuarenta y tres barrios en que alguna vez quedó dividida la ciudad— y tu nombre no está. Ciertamente no podía estar, ese tema fue grabado diez años antes de que nacieras; solo que (curiosamente) esa institución estaba en la misma calle en la que mataperreaste durante toda la infancia, y donde solías reunirte con aquellos amigos de la niñez que hoy te han de extrañar.

“La música no fue solo una forma de escapar del barrio, fue una forma de crecer como hombre, de encontrar un camino, de abrirse al futuro”.

Después vinieron los estudios de música. Entonces San Leopoldo se convirtió en el lugar del que se sale y se entra. La calle Laguna y sus esquinas comenzaron a perder sentido existencial y solo te fueron quedando sus sonidos, sus olores y la luz que desde el malecón se filtraba lo mismo al amanecer que al final del día. Para mataperrear ahora estaba la guitarra y, como cómplices, un profesor y algunos amigos.

La música no fue solo una forma de escapar del barrio, fue una forma de crecer como hombre, de encontrar un camino, de abrirse al futuro. Entonces lo absorbiste todo: escuelas, estilos, nombres y modas.

Y como vienes de San Leopoldo ─donde escuchar rock en aquellos años era un pecado— no te podían faltar el tambor, las malas palabras y los collares, fueran en mazo o de modo individual. Y la música que cada día ponían los vecinos en la radio.

Para ese entonces aquel son que cantaba Miguelito Cuní ya no se escuchaba en la radio y la Sociedad Juventud de San Leopoldo se diluía en una escuela o en cualquier otra cosa; mientras tu vecino más viejo colgaba aún en la puerta de su casa el estandarte de la Asociación y te hacía jurar nunca renunciar a tu barrio.

Un buen día, en mi caso muy personal, te descubrí en la televisión ─junto a Juan Piñera— como ganador(es) de un premio de composición en un festival de música electroacústica; algo que en ese entonces nadie sabía que era, o simplemente consideraban ruido o cosa de extraterrestres. Días después te volviste asiduo al primer piso del edificio de mi barrio donde aquel señor de pelo canoso se refugiaba cada día para hacer esa misma música. Curiosamente era un barrio de músicos y artistas; lo que te hacía pasar inadvertido.

“Bienaventurados aquellos que te conocimos”.

Así llegó el año 1985 y no sé por qué extraña razón me vinculé a aquel señor canoso del primer piso que se llamaba Juan Blanco, y fue entonces que comenzó a surgir nuestra amistad, la que agradezco sobre todo a Enmanuel Blanco (hijo de Juan y un luchador incansable por la causa de su padre); sobre todo en aquellas largas noches en que además de hacer música para teatro nos deleitábamos con las anécdotas y las leyendas de Jesús Ortega; el café carretero de Juan y aquellos cigarros venidos de Europa que nos ofrecía, que eran de una picadura más mala que la de los cigarros Aroma, pero que el perfume las suavizaba.

Fueron los años de trabajar con Síntesis, con Amaury Pérez, con Moncada; de hacer la música para series de TV y de verte escribir una y otra vez hasta el agotamiento la música y los textos de Violente; la primera y única ópera rock hecha en esta tierra donde siempre el tambor ha señoreado.

También fueron tiempos convulsos en materia cultural ─esa segunda mitad de los ochenta─, de rupturas. Y entre esas rupturas me sumé a la idea de acompañar el sueño de unos desconocidos llamados Cuerpo roto, que fueron los pioneros en el tema del break dance en Cuba; que Juan Blanco acogió, y a quienes fuiste sumando a tu trabajo de esos años. El resultado fue Banda de Máquina, con el negro Mariano en las tumbadoras.

También es esas madrugadas te vi crear música para cine, polemizar, reírnos, compartir el té con ron y largos cigarros, el placer de ser padre. También guardé en mi casa por algunos años una de tus guitarras, que en uno de tus (ya sabes como se llaman) olvidaste en el estudio.

Pasaron los años y tomamos otros rumbos en la vida; pero siempre estaba abierta la puerta para conversar, para reír y hasta para soñar algún día volver a hacer alguna cosa. Y ese privilegio se concretó en el hecho de que cada vez que terminabas un disco, para citar el ejemplo más común, me hacías llegar una copia; que fui de los primeros en escuchar los ensayos de tú “Orquesta Mágica de La Habana”.

Volvieron a cruzarse nuestros caminos. Fueron los años del sueño de la revista Salsa cubana. Entonces comenzó otra vez nuestra historia de amor musical y nos hablábamos a altas horas de la noche, para entender los asuntos de la cultura cubana, despetroncar o alabar ciertos temas, cantantes y acontecimientos, y con ataque de ética a toda prueba llegar a consenso de que toda música es válida siempre que se haga con amor. Por cierto; en ese “cortar leva” no tuviste piedad contigo mismo. Eso es honestidad cultural.

“Soy popular porque la gente quiere… a lo mejor no les gusta mi música, pero me quieren…”

No nos dimos cuenta del paso del tiempo y volvimos a crear proyectos, algunos inconclusos por la enfermedad. Pero nos divertimos, sufrimos, apostamos sueños, fundimos nuestras familias. Algunos de ellos están ahí y algún día saldrán a la luz.

Solo que tú no estás ya.

Ahora vendrán las anécdotas de los amigos y de los admiradores. Ciertamente solo han de confirmar aquella frase que un día me acuñaste: “Soy popular porque la gente quiere… a lo mejor no les gusta mi música, pero me quieren…”. Y no te faltó razón.

En San Leopoldo posiblemente queden pocas personas que te recuerden tirando piedras, o escondido en las escaleras de lo que alguna vez fue La Sociedad de Recreo y Socorro Juventud de San Leopoldo, y que hayan escuchado a Miguelito Cuní cantar el son homónimo. Tal vez muchos ignoren que Edesio Alejandro fue un héroe musical de ese barrio.

Bienaventurados aquellos que te conocimos.

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