Peloteros cubanos en el mundo flotante
23/1/2018
Fumiko irradia un vapor ancestral allí, en medio del público. Con leve gesto relega por un segundo los recuerdos de la opalina atmósfera del Jardín de ciruelos en Kamada, y deja que sus negras pupilas sigan al pelotero hasta el home. Los fanáticos rugen, y la túrgida geisha apenas logra disimular el brutal estremecimiento que le recorre los pechos. El bateador se ajusta la entrepierna, manchando su portañuela con pez rubia, mientras Fumiko destila una gota de sudor que rueda por su nuca y va a morir donde relumbra el polvo de arroz. Él retuerce la empuñadura del bate y escupe a un costado; ella imagina las oscuras promesas de amor que se ocultan bajo el pantalón, y sin apenas notarlo, se muerde la boca brillante de azúcar cristalizada. De pronto, el pitcher lanza: la madera dibuja en el aire un arco soberbio e impacta la bola. Fumiko gime, solloza, llora y siente que se va, se va, que se fue junto con la pelota mientras una ola de crisantemos macerados enturbia sin remedio la falda de su kimono.
Quizás la escena que acabo de describir no forme parte de Los códigos prohibidos del samurái, pero ni falta que hace. En esta nueva serie de pinturas ejecutadas por Julio Neira podrá usted disfrutar de pasajes similares, incluso mejores, donde las delicatessen eróticas del ukiyo-e y los rituales del más puro béisbol cubano se estrechan la mano, los labios, el cuerpo…
Conocidos popularmente como “pinturas del mundo flotante”, los grabados ukiyo-e nacieron bajo el esplendor del período Edo o Tokugawa, que se extendió en la historia japonesa desde 1603 a 1868. Entre los temas más explotados por los artistas de esta colorida variante xilográfica catalogan los paisajes citadinos, marinos y campestres, el retrato de personalidades políticas y culturales, y la representación de la vida cotidiana en todas sus facetas. De hecho, el término ukiyo-e está directamente relacionado con los chōnin o “habitantes de la ciudad”, clase social nipona integrada por comerciantes, artesanos y gentes de muy diversa profesión que vivían en las chō o ciudades como Kioto, Osaka y Edo (actual Tokio). Este nuevo grupo alcanzó tal prosperidad y reconocimiento que llegó a formar una cultura propia, cuya riquísima producción artística tributó al ukiyo, es decir, al “mundo flotante” de la elegancia, la frivolidad y el divertimento, reino diametralmente opuesto al “mundo doloroso” desenmascarado por la religión budista, cuyas Cuatro Verdades ubican las raíces del duhkha (sufrimiento, insatisfacción o descontento que padece el ser humano) en el trsná, es decir, en los placeres sensuales, transitorios y perecederos.
Por tal motivo, no es de extrañar que los personajes más queridos del ukiyo-e fueran geishas, cortesanas, samuráis, luchadores de sumo e intérpretes operáticos; íconos populares del triunfo y el goce de los sentidos. Incluso, la cultura ukiyo (cuya extensa producción literaria incluyó la novela rosa y la poesía picaresca) cuenta entre sus principales logros al shunga o las “imágenes de la primavera”, modalidad xilográfica que abordó ad infinitum la representación del acto sexual.
El explícito hedonismo del shunga deviene motivo principal de Los códigos prohibidos del samurái, serie pictórica donde Julio Neira hace interactuar las delicias eróticas e iconográficas del grabado tradicional japonés con otro mundo igual de rutilante, lleno de estrellas y personajes célebres que también han alcanzado prosperidad y reconocimiento social, como mismo hizo la casta empresarial de las antiguas chō niponas. Me refiero, por supuesto, al mundo del béisbol.
Sin lugar a dudas, la pelota es uno de los temas predilectos de cualquier cubano donde quiera que esté. Comentar las proezas de sus lanzadores favoritos, criticar el desempeño de este o aquel equipo, e incluso vaticinar cuál ganará la Serie Nacional de turno catalogan entre las principales ocupaciones de la fanaticada. Asimismo pensemos en todos los términos beisboleros que se han incorporado al habla popular del cubano actual. Por si fuera poco, los peloteros devienen estrellas vitoreadas por fanáticos de cualquier edad hasta el punto de que sus fans se arrogan el derecho a juzgarlos y criticarlos sin medida. Si triunfan, lloramos con ellos; si pierden, los desterramos para siempre del selecto altar donde catalogan nuestros héroes favoritos.
Pieza de Julio Neira. Tomada de Internet.
En Los códigos prohibidos del samurái vemos cómo este dinámico universo pletórico en jonrones, doble-plays, guantes y mascotas entra en contacto con otro donde abundan kimonos, katanas y tatamis, y es como si dos supernovas colisionaran entre sí. El resultado, a la vez cómico y perturbador, devuelve escenas inquietantes donde un tranquilo Anarosa dialoga con desvelados samuráis, o varias geishas comentan los secretos talentos de un fálico bate acompañado por dos pelotas. Incluso hay una pieza, titulada Jugadores de sumo, donde los personajes se ha entrelazado en una orgía bajo la supervisión de Marilyn Monroe, al estilo Warhol, quien sonríe sabichosa mientras espera su turno para acariciar la notable turgencia que devela la entrepierna del primera base ubicado al centro de la composición. Nótese aquí el juego de palabras entre el deporte nipón (lucha sumo) y el resultado que se obtiene al exprimir una fruta. Y es que, una vez más, Julio esgrime su agudo sentido del humor para devolvernos piezas cargadas de doble sentido, cuya máxima expresión quizás se alcanza en La gran cogida, obra protagonizada por una geisha que ha logrado atrapar entre los senos la pelota de sus requiebros.
Los códigos secretos… se distingue por la lúdica manipulación de dos personajes arquetípicos (los samurái nipones y los beisboleros cubanos), considerados por el artista como símbolos de tenacidad y resistencia, idea que se refuerza cuando comparamos (no sin cierta ironía) el proceso de selección y entrenamiento sufridos los guerreros nipones y los miembros del equipo Cuba.
En el Japón feudal, un joven era escogido para ser samurái si pertenecía a una buena familia o un clan de prestigio, como el Minamoto y el Hira (pensemos en la ilustre nómina de clanes familiares beisboleros de nuestro país), donde la posición social dependía del árbol genealógico, el daimyo o señor feudal al que debían vasallaje vitalicio (léase Industriales o Santiago de Cuba) y las condiciones físicas del aspirante. Una vez seleccionado, el novato (o jonronero en ciernes) era sometido a un arduo entrenamiento antes de formar parte del ejército (equipo) al que pertenecía su familia.
Por lo general, los samurái gozaban de reconocido prestigio social y llegaban a amasar pequeñas fortunas, e incluso poseían importantes extensiones de tierra; a cambio, debían respetar el bushidō o «camino del guerrero» (las reglas del juego, en términos beisboleros), un estricto código ético basado en el honor y la fidelidad al clan que incluía las Siete Virtudes: rectitud, coraje, benevolencia, respeto, honestidad, honor y lealtad, las cuales les permitían convertirse en armas letales sin perder los valores humanos más importantes. Si un samurái delataba a sus compañeros, o se pasaba de bando, no tenían derecho ni al sepukku (suicidio ritual con el que lavaban su nombre) y caía en desgracia (algo similar a lo que ocurre con los peloteros cubanos cuando se cambian de equipo).
Quizá el mayor logro de Los códigos prohibidos… está en esa desprejuiciada habilidad de Julio para tomar dos realidades diametralmente opuestas, que responden a islas de culturas muy diferentes, y una vez estudiadas a fondo, entremezclarlas para crear una zona franca donde brotan nuevos sentidos, nuevas líneas de pensamiento, en este caso, hijas auténticas del béisbol, parte indisoluble de la cubanía, y de la riqueza estética del ukiyo-e, espejo de un sector social ascendente donde los samurái fueron modelos de integridad moral.
Sin embargo, Julio sobrepasa los límites conductuales del bushidō al regodearse en la voluptuosidad desplegada por una cultura que también hizo gala de los placeres mundanos cristalizados en el sentir ukiyo, cuya variante shunga, encargada de flexibilizar los rígidos principios éticos del shogunato de Tokugawa, se revelan muy afines a la consabida (y a veces exagerada) voluptuosidad del cubano. Es como si el artista quisiera demostrarnos que donde hay control, también hay gozadera, y viceversa. Lo mismo sucede en el béisbol, cuyas estrictas reglas deben cumplirse para garantizar un buen juego, aunque, juego al fin, deje espacio para el divertimento y la relajación (con orden, por supuesto).
Asimismo, y de forma muy solapada, Neira nos hace reflexionar sobre las constantes transmigraciones estéticas propias de la contemporaneidad, encargada de diluir lo auténtico, fusionar sus partes y fabricar una nueva propuesta visual. En este sentido, Los códigos prohibidos… es una suerte de alegoría al mestizaje de inteligencias que no desecha las herramientas posmodernas y aúna lo mejor de cada cultura para hacerle frente al caos globalizador, aunque la piedra de toque que distingue a esa realidad alterna (donde ambas otredades se descubren mutuamente y permiten la cópula real y figurada de sus producciones simbólicas) sea la habilidad para hacernos pensar y afianzarnos con orgullo en nuestras formas de ser y sentir, en nuestro legado cultural.
Solo resta preguntarle a los japoneses qué piensan de esta serie pictórica para confirmar dicha teoría. Por el momento, me solazo imaginando a la inefable Fumiko corriendo hacia el home mientras la fanaticada ruge, el árbitro se lleva las manos a la cabeza, y los chicos en el bulpén la desnudan con los ojos.
Entonces, el pelotero suelta el bate freudiano (o la túrgida katana, a estas alturas da lo mismo) para acariciar las níveas esferas que bajo el kimono vienen, vienen, ya están aquí, mientras su lengua disuelve el azúcar cristalizada en los labios de la geisha olorosa a pétalos de crisantemo.