Una de las mayores satisfacciones que tengo en la vida es la poca memoria que conservan mis hijos de aquellos años en que parecía que nos hundíamos, y en los que estuvimos flotando al pairo durante mucho tiempo. El desespero de los primeros momentos no me dejaba ver con claridad, no me permitía calcular la gravedad de los sucesos. Alimentar a mis hijos cada día se convirtió en una obsesión que no me abandona. Todavía hoy, cuando son adultos, cuando ya la urgencia ha pasado y no es tan perentoria la necesidad de apertrecharse de comida, les preparo meriendas que puedan estar fuera del frío, ando por la calle con un bolso por si aparece de pronto un pedazo de dulce o una barra de pan fresco y antes de dormir, repaso mentalmente qué les tengo de comida para la mañana siguiente.

Aunque nada sea comparable a los días duros de la gran incertidumbre, una de las marcas que me queda es la angustiosa persecución de todo aquello que sea comestible para mis hijos. La comprobación de hasta dónde había llegado por el intento de garantizar el alimento diario me llegó de golpe, una sofocante noche de agosto en que mi mejor amigo se apareció en casa en medio de un apagón, con la noticia de que tenía una conocida que le permitiría entrar con un acompañante en un restorán de primera categoría, abonando el costo de lo que se consumiera en moneda nacional. Yo fui su elegida, y luego de dormir a los niños abanicándolos con periódico, los dejé bajo la vigilancia de mi madre, quien atinó a introducir varias bolsas en mi cartera, de modo que pudiera transportar comida hacia la casa.

El restorán en cuestión estaba situado lejos de nuestro barrio, razón por la cual mi amigo había desempolvado su carro, detenido durante varios meses por falta de combustible, y con él, me esperaba en la entrada de mi jardín. Sin tiempo para averiguar cómo había conseguido esa oportunidad (no se hacían preguntas entre adultos), partimos él y yo. No habíamos recorrido media cuadra cuando el carro, lanzando bufidos que provocaba que saltáramos en los asientos, amenazó con frustrar nuestro bien intencionado viaje hacia un paraíso desconocido. “Conseguí un poco de kerosene y con eso hay que llegar y luego regresar”, dijo mi amigo ante la inquisidora mirada que no pude evitar.

“Con nuevos brincos del carro, rebelde ante el simulacro de combustible que lo obligaba a rodar por calles apagadas, regresamos al calor del barrio”.

Porque Dios protege a los inocentes —según dicen—, el plan funcionó a las mil maravillas. Dando brincos y asustados llegamos a un salón insólitamente iluminado, con un aire exquisitamente frío que olía a condimentos tristemente olvidados. Mi amigo y yo no dábamos crédito a tanto lujo. Lejos de animarnos ante la magnificencia que contemplábamos, sentimos una tristeza imposible de argumentar. No obstante, cada uno de los manjares que nos sirvieron fue a parar con agilidad de águila a los bolsos que mi madre me había dado. Ni mi amigo ni yo probamos bocado. Una culpa injustificada nos impidió disfrutar de esos fugaces instantes de bienestar, y tan subrepticiamente como habíamos llegado, nos fuimos.

Con nuevos brincos del carro, rebelde ante el simulacro de combustible que lo obligaba a rodar por calles apagadas, regresamos al calor del barrio. Los niños se habían despertado empapados de sudor, mi madre estaba cansada de abanicarlos, y mentí diciendo que había comido hasta hartarme. Los pedazos de pan, de pollo, de pasteles que celosamente retiré del restorán, fueron devorados por ellos mientras yo los observaba. Me quedé con hambre, pero con la rara sensación de haber regresado al sitio adonde pertenecía. De una forma retorcida, me sentí mejor cuando estuve otra vez sufriendo el terrible y pegajoso calor de esa noche de agosto.

Como solo disponíamos de escasas horas con servicio eléctrico y casi todas las noches se pasaban en completa penumbra, el miedo habitual de los niños ante la oscuridad cobraba dimensiones insospechadas. Fue entonces que se me ocurrió el juego de los fantasmas buenos. “¿Dónde están?”, preguntaban los niños, y recorríamos juntos las habitaciones, saludando en voz alta a los visitantes. “¿Por qué no podemos verlos?”, preguntaban los niños, y es debido a que son tímidos, es de noche y no quieren que los veamos, les decía yo intentando disimular.

“(…) preguntar se convirtió en un hábito que más allá de la curiosidad considerada normal, reflejaba los cuestionamientos de todos”.

Supongo que de esas largas sesiones de preguntas (¿Por qué hay tanto calor? ¿Cuándo llegará la luz otra vez? ¿Por qué a veces hay agua fría y otras no? ¿Por qué no paseamos en carro? ¿Por qué no hacemos una fiesta?) y debido a la edad de mis hijos (ambos menores de siete años), preguntar se convirtió en un hábito que más allá de la curiosidad considerada normal, reflejaba los cuestionamientos de todos, y mi incapacidad de adulta para responderles.

Luego de algunos esfuerzos, había logrado completar la colección maravillosa de los libros que me ayudaron en la niñez, en esos momentos en que los adultos no disponen de tiempo para satisfacer las infinitas dudas que corresponden a los primeros años de vida. Me refiero a El Tesoro de la Juventud, verdadera joya de la que nadie habla en la actualidad. Suponía que esos textos me iban a aliviar la responsabilidad de dar respuestas veraces a mis hijos, y que, de ser posible, incluso me ahorrarían por completo tan engorroso deber. Sin embargo, fue inútil. No solo porque las interrogantes que me hacían constantemente en nada se relacionaban con las sabias explicaciones que brindan los tomos de esa colección, sino porque mis hijos carecían de habilidad para encontrar respuestas a través de la lectura, habida cuenta la poca edad que tenían entonces. Los adultos, por otra parte, andábamos siempre apurados, aprovechando los escasos momentos de luz eléctrica, y el tiempo apenas alcanzaba para cumplir las obligaciones inherentes al hogar.

Así, actos cotidianos como lavar, planchar, limpiar y fregar, además de haber sido transformados (los jabones y detergentes de vegetales, las escobas de plástico obtenido luego del derretimiento de cosas inimaginables no son materia de mi conocimiento ya que me limitaba a conseguirlos una vez hechos), ocupaban la mayor parte del tiempo que quedaba libre luego del arduo proceso de conseguir el alimento básico.

“Fue entonces que se me ocurrió darles el nombre de alguien a quien designé responsable de cuanto invento existe en el mundo: Juana Pérez”.

Una de las preguntas que más temía era “¿quién inventó…?” Porque podía ser el vidrio, el telescopio, el reloj de arena o la ducha. Otra era la clásica “¿por qué?”, donde esperaba cualquier cosa, por muy disparatada que fuera. ¿Por qué los lobos tienen venas? ¿Por qué los delfines están tristes? ¿Por qué se enrosca el cable del teléfono? ¿Por qué los fantasmas salen de noche, por qué se tapan con sábanas y por qué si son blancas no los podemos ver?

Fue entonces que se me ocurrió darles el nombre de alguien a quien designé responsable de cuanto invento existe en el mundo: Juana Pérez. La contundencia de mi respuesta los mantuvo apaciguados durante un tiempo en que me sentí profanadora, espantosamente mal sabiendo el daño que les estaba provocando, pero sin mayores opciones a mi alcance. Una de dos: o abandonaba el vertiginoso proceso de lograr la supervivencia biológica de mis hijos para dedicarme a la educación cultural de ellos, o hacía lo contrario. Obviamente, escogí el primero de esos dos caminos: el de la comida, y mentí para ganar tiempo. ¿Tiene esta mentira relación con el momento que vivíamos?

“De repente, Juana Pérez había inventado el café, descubierto la Osa Mayor, configurado las estructuras de los aviones, de los cohetes, de los trasatlánticos, había viajado en dirigibles, diseñado escopetas, creado el rock and roll y pisado la Luna luego de bailar alrededor de Saturno”.

Creo que sí. En otras circunstancias, habría dispuesto de paciencia, de lecturas adecuadas, amenas e instructivas y de mi memoria para enseñarlos adecuadamente. La vida es una constante elección, y los preferí nutridos y sanos confiando en que ya habría momento para corregir los baches que les provocaba a través de la omnipotente y eterna Juana Pérez. Esta señora vino a salvarme; era más capaz y sabia que Dios todopoderoso.

De repente, Juana Pérez había inventado el café, descubierto la Osa Mayor, configurado las estructuras de los aviones, de los cohetes, de los trasatlánticos, había viajado en dirigibles, diseñado escopetas, creado el rock and roll y pisado la Luna luego de bailar alrededor de Saturno. Era la dueña del espacio aéreo, del marítimo y del terrestre. Poco a poco, pasó a cumplir otras funciones: Juana Pérez quitaba y ponía la luz, Juana Pérez decía que los niños deben acostarse temprano para que no les salgan ojeras, que no deben sentir miedo en la oscuridad, que deben comerse toda la comida aunque tenga sabor a cartón mojado, afirmaba que no es bueno añorar cosas materiales como zapatos con brillos, esos que suenan y se alumbran al caminar, ya que es un desperdicio. Exageré las genialidades de esa dama, y los niños, poco instruidos pero listos, empezaron poco a poco a dudar.

Fue entonces cuando apareció la familia de Juana Pérez. “¿Quién inventó que los tiovivos dieran vueltas en el parque? ¿También Juana Pérez?”, preguntaron una mañana cuando llegué a casa más muerta que viva con un saco de mangos pequeños y fuera de temporada. “Carlos Pérez”, les dije. “¿Y quién es ese señor?”, quisieron saber mis hijos. El primo de Juana Pérez.

“¿Y por qué los monos tienen el culo rojo?” Porque así se los dibujó Anacleto. “¿Y quién es Anacleto?” El sobrino de Juana Pérez. “¿Y desde cuándo en el Polo Norte hay frío?” Desde que estuvo allí Pancracia, la cuñada de Juana Pérez. “¿Cuándo iremos al Acuario?” Cuando nos avise Antonio. “¿Quién es Antonio?” El abuelo de Juana Pérez. “¿Por qué la niña de enfrente masca chicle?” Porque se los regala Nancy Pérez, hermana de Juana Pérez. “¿Por qué el niño de la esquina tiene bate y pelota nuevos, y nosotros no?” Porque se los trajo Mauricio Pérez, cuñado de Juana. “¿Cuándo volverá la luz?” Cuando la ponga Esperanza. “¿Y quién es ella?” La prima de Juana Pérez…

“Juana Pérez desapareció de nuestras vidas. Yo sigo necesitándola a ratos, lo confieso”.

Todo esto sucedía mientras yo ordenaba la casa, preparaba la comida, habilitaba los dormitorios y me sumergía en compras, ventas, trueques y malabarismos que de tan comunes fueron la cotidianidad, la rutina, el día a día que caracterizó al período del que hablamos.

Después, cogida en falta pero perdonada (espero), descubrí el terrible hecho de no ser creíble. Mis hijos abandonaron la costumbre de perseguirme con preguntas, y un buen día los sorprendí hojeando las páginas de El Tesoro de la Juventud. Siempre en las mañanas, con luz, y antes de que llegara el momento de los fantasmas amables, buscaron respuestas en las mismas narraciones que yo. Habían crecido un poco, ya sabían de mis mentiras, y empezaban a verme con la mirada misericordiosa a través de la cual solemos compadecer a quienes no saben mucho.

Juana Pérez desapareció de nuestras vidas. Yo sigo necesitándola a ratos, lo confieso. Pero nadie, que no sea yo misma, pregunta cómo es posible que los carros pasen el túnel de La Habana por debajo de la bahía, cómo se establece la comunicación a través de teléfonos inalámbricos, cómo funcionan los imanes y por qué el gas comprimido en balones es más caro que la corriente eléctrica. Sería bueno ampliar la descendencia y el poder de la mujer que me ayudó por más de cinco años. Pero en la vida real, sigo priorizando otras tareas.