Romance intelectual con la Revolución
4/1/2018
Describir en cincuenta y nueve líneas el significado que para mí tiene la Revolución cubana es, sin dudas, una tarea difícil. Primero, porque no considero que mi opinión al respecto valga demasiado la pena y, segundo, porque suelo extenderme muchísimo cuando escribo. A punto estuve de declinar la invitación, pero, mientras ayer por la noche tomaba el baño diario, recordé una frase que mi madre solía repetirme de niño: “Eres hijo de la Revolución. Se lo debes todo a ella”.
Es inevitable que asocie la Revolución con mi profesión y mi trabajo; con mi hoja de vida, por decirlo de alguna manera. Sin embargo, no me parece buena idea reproducir aquí las odiosas autobiografías que debí escribir en la primaria y la secundaria cada vez que efectuábamos una Asamblea de balance o se avecinaba un congreso estudiantil. Entonces debía rememorar la cantidad de concursos, matutinos y actos político-culturales en los que había participado, de cuántas asignaturas había sido monitor, en cuántas ocasiones me habían nominado a jefe de grupo… Tampoco quiero hablar del gordito rubio que nació en un central cienfueguero, leía sin parar las revistas Misha, Zunzún y Cómicos, se hizo historiador del arte y a sus treinta y seis años ha publicado dos o tres libros que tal vez no rebasen el Gran Naufragio del Olvido.
No obstante, hay algo que sí quiero dejar bien claro: es muy posible que la Revolución me lo haya dado todo; que yo sea (como decía mi madre), su hijo, pero yo también le he dado cosas a ella, o al menos lo intento. Y sigo haciéndolo desde mi buró, a diario, con los dedos fijos en el teclado, pensando y escribiendo un poco sobre la belleza que me rodea, sobre las cosas que me afectan, que me parecen mal, y también sobre las plausibles, esas que vale la pena destacar.
La Revolución preservó para mí cultura e identidad; me hizo, ante todo, cubano, y le retribuyo con un puñado de palabras imperfectas que, si tienen algo de suerte, pasarán de mano en mano e intentarán dejar una huella en los otros. Bien sé que la ofrenda es desigual: a fin de cuentas, soy uno solo y ella, legión. Pero está claro: nos hemos dado cosas, y eso es lo importante. Nos une, por así decirlo, una suerte de extraño noviazgo, de romance intelectual (pretensiones aparte) aderezado con algo de imaginación y fantasía, paciencia y esperanza. Con fe y coraje, que falta nos hacen para sobrevivir la molienda cotidiana.
La Revolución es, para mí, el cuento que pienso, la novela que construyo, la reseña que publico, la conferencia que imparto, las cosas que percibo cuando miro una pintura de Servando Cabrera o Antonia Eiriz, disfruto el barroquismo de Carpentier, susurro un poema de Dulce María Loynaz, leo la mitología compilada por Samuel Feijóo, estudio a Fernando Ortiz, disfruto una puesta en escena de Argos Teatro o escucho un desgarrador bolero en voz de Miriam Ramos.
Es mi diálogo con los otros, con los autores y artífices que me han precedido, con el arte y la literatura de mi patria. Es la estantigua escritural que me acompaña y, de muchas maneras, me define, pues los narradores somos una mezcla de todos los narradores que hemos leído, de los saberes que nos precedieron y están aquí, junto a nosotros, al alcance de la mano, palpitando en los libros y resguardados en las bibliotecas, prestos a sorprendernos y cautivarnos.
Es la lectura, que seduce y edifica, que te hace mejor persona y te permite viajar sin pasaporte. Es el afán por combatir la vulgaridad y la violencia que nos rodean y aturden todos los días; que nos imponen modelos conductuales basados en la inequidad y el irrespeto, y nos remiten constantemente a nuevos paradigmas que no guardan ninguna relación con nuestra identidad. Es el deambular cotidiano por las calles que imagino mucho mejores, más limpias y fragantes, pues solo lo perfectible crece y evoluciona, ofrece nuevas aristas de su realidad y se multiplica. Es la fe en nuestros símbolos y deidades, el dorado de la Virgen y el amarillo de Ochún; en los mitos y ritos que nos definen y sostienen, que nos han convertido en nación. Esto, dicho sin fanatismos ni manuales, sin frases manidas y consignas (que, de tanto repetirlas han perdido su significado), y siempre desde mi punto de vista, que pretende, en palabras de Baudelaire, abrirse al máximo de horizontes, si bien no deja de ser un simple punto de vista, tan imperfecto como cualquier otro.
Ya me acerco a las cincuenta y nueve líneas. Ha sido más difícil de lo previsto, y eso que suelo extenderme cuando escribo. Tal vez debiera borrar lo anterior y dejar aquí una sola frase, contundente y capital, que lo encierre todo: La Revolución cubana es, en esencia, pensamiento y creación.