Acabo de ver la versión de Netflix de la novela Cien años de soledad de Gabriel García Márquez. A los lectores del Gabo nos extrañó que el formato elegido para representar una obra repleta de complejidad fuera la serie, especie de derivado de estos tiempos que suele encapsular los conflictos y llevarlos a una fórmula sencilla si se quiere, las más de las veces de consumo y adaptada a las exigencias de un público que ya no posee la paciencia, ni la preparación, ni la complejidad de pensamiento para consumir el universo simbólico de algo como la mejor entrega que nos haya hecho García Márquez. Las versiones, los vericuetos de la trama y las subtramas, son un problema cuando estamos hablando de una novela de aprendizaje donde no existe un solo protagonista y el antagonismo posee hondas interpretaciones. ¿De qué va Cien años de soledad?, ¿de la lucha del hombre contra el hombre, del hombre contra el entorno o del hombre contra lo social e incluso lo ignoto? Todo eso queda contenido en las páginas de algo que dista de ser una obra de una proyección simple o anodina.

“(…) una obra de exquisita factura como la novela, con varios niveles de lectura, se expone a los públicos y es erosionada por las lógicas de un mercado que posee exigencias”.

La serie de Netflix no solo plantea una historia central cercana a las de las novelas tradicionales latinoamericanas, sino que basa la propuesta de su adaptación en ello. Si bien los personajes parecieran salidos de los cuentos de viejas de un pueblo de este continente; no hay que olvidar que la grandeza literaria fue precisamente desentrañar con claridad meridiana y etnográfica el alma de esos avatares y plasmarla en un libro que sirve como metáfora de la conformación de una identidad. Y es que Cien años de soledad no es una novela rosa concebida para señoritas o una adaptación radial de aquellos culebrones que hacían las delicias de la sociedad burguesa. Hay mucho de crítica y de poesía, de reflejo de aquello que se ignora, de ponderación de lo justo y lo bello y no solo la recreación baladí de un dramón tradicional. Si bien el kitsch forma parte del registro de la generación del boom latinoamericano de la literatura y hay otros tantos exponentes que lo cultivaron de una forma paródica (Puig quizás el caso más sonado), nunca se trató de un ejercicio en el cual ello se mostrase como algo legitimado o propiamente digno, más bien se abordó como integrante del problema social que nos impide como pueblos ser felices.

“La serie de Netflix no solo plantea una historia central cercana a las de las novelas tradicionales latinoamericanas, sino que basa la propuesta de su adaptación en ello”.

Lo kitsch es lo que aspira a lo bello y lo sublime, pero desde presupuestos tan pobres y poco elaborados que se queda apenas en una puesta en escena grotesca, simplona y sin iridiscencias. Es el indio de yeso pegado a la pared como adorno que intenta ser un reflejo de las contradicciones, el folclore y la complejidad del proceso de conformación de nuestra esencia; pero que es apenas un objeto inexpresivo, inerte, carente de matices y por tanto ridículo. No acceder a la belleza porque somos pobres y quedarnos en la puerta de los salones de baile, viendo cómo la burguesía se divierte, conformarnos con los dramas de radionovelas en los cuales el joven acaudalado salva a la damita pobre, buscar refugio en las imágenes de un templo porque no podemos leer los textos sagrados y entender la exégesis de la misa; todas esas son impresiones de los pueblos subdesarrollados que conducen a lo kitsch como categoría no solo estética, sino como visión limitada del mundo. Se nos aparta de lo bello, se nos prohíbe adentrarnos en su conocimiento y a cambio tenemos las copias, los muñecos de yeso, los ruidos de la radio, las imágenes de consuelo. Y considero que algo de eso está pasando con la entrega de Netflix.

“La adaptación de Cien años de soledad no solo nos deja ese sabor agridulce con errores en la construcción emocional de las tramas y subtramas, sino que nos ofrece un kitsch que no es la intencionalidad que esperamos como públicos exigentes que valoramos una obra literaria de tanto calibre”.

La propuesta es osada al elegir un formato como la serie para una adaptación que será consumida por las masas. De esa forma, una obra de exquisita factura como la novela, con varios niveles de lectura, se expone a los públicos y es erosionada por las lógicas de un mercado que posee exigencias. Allí comienza la complejidad que da paso a las fallas de la versión. Las series están en un apogeo que las ha colocado como una alternativa viable al cine tradicional de los largometrajes, pero por su genealogía con las obras por entrega que dependen de los impactos en el público sufren de una marca de muerte que les acorta la existencia y les resta oxígeno. Hay que decirlo por lo claro, son productos que se venden y que dependen de una oferta y una demanda, sin las cuales se deja de pensar en la estética y en la continuidad de dicha propuesta. Así, excelentes series han visto detenido su ciclo porque las casas productoras entendieron que no les iban a sacar rédito y otras extienden su presencia, aunque sean mediocres, porque gustan y generan dividendos en metálico. Esa relación contractual, esa naturaleza maldita del dinero que contradice la genética artística del cine, determinan los consumos, las rutinas de producción y por ende las categorías con las cuales se escriben las series para que no sean todo lo abiertas como códigos, todo lo diversas y atrevidas, todo lo chocantes. Y es que el cine de autor y de grandes producciones no ha temido al experimento, pero las series no están hechas para esos andares. La adaptación de Cien años de soledad no solo nos deja ese sabor agridulce con errores en la construcción emocional de las tramas y subtramas, sino que nos ofrece un kitsch que no es la intencionalidad que esperamos como públicos exigentes que valoramos una obra literaria de tanto calibre.

La adaptación nos coloca en una posición de pasividad como público y pide que consumamos eso como si fuera una historia kitsch de una familia en un pueblo de un lugar agreste del continente. Lo referente al realismo mágico se convierte en una magia cualquiera que se diluye en lo fantástico. La presencia de la línea delgada del mito queda invalidada y se nos conduce a una asunción del plano de lo narrado desde lo meramente anecdótico, sin que las interpretaciones, el carácter activo y el completamiento de sentido sean los ingredientes. Muy a diferencia de la obra literaria, en la cual tenemos la oportunidad de construir un mundo a partir de las hilachas dejadas por el Gabo, la serie nos pide una simpleza digna de las novelas radiales, en las cuales no faltan los consabidos dramas familiares de traición, desamor, búsqueda de la felicidad y noción de una perenne tristeza que raya en el ridículo. Incluso un personaje que sirve como hilo conductor de la porción más bella y atrevida, como lo es Melquiades, aparece en una subtrama que padece de lo mustio y que no se valida lo suficiente a nivel de guion. Más que abordar el realismo mágico, la serie se apodera de un supuesto realismo de la tierra que pareciera más propio de la etapa anterior de la literatura latinoamericana, esa que se debía leer con un rosario de localismos a la mano. Y es que la serie construye lo consabido, no se atreve a ir más allá y encima nos pide que la consumamos acríticamente.

“(…) la serie nos pide una simpleza digna de las novelas radiales, en las cuales no faltan los consabidos dramas familiares de traición, desamor, búsqueda de la felicidad y noción de una perenne tristeza que raya en el ridículo”.

Los llamados de la casa productora y de las plataformas a que no comparemos la serie con el libro responden a un patrón según el cual tenemos que soportar todos los errores en la creación y catalogar de éxito el resultado. Pero es inevitable que algo que constituye una versión sea juzgado por el original y que la crítica honesta contraponga una cosa con otra y trate de partir de dicho contrapeso. No es que queramos ser injustos con la serie, sino que nos sentimos en cierta medida timados al ver algo que no puede situarse a la altura de una de las obras que marcaron el siglo pasado en América. Hablar de las actuaciones y de cómo la mayoría de los personajes, amén de la transformación física, padecen de una planicie evidente, es llover sobre lo mojado. Al material le falta progresión dramática, por ende, tiene que poseer oquedades y falencias en la construcción de los caracteres. Los capítulos cierran abajo y el consumidor no identifica cuales son los puntos de giro de una historia que parece ir hacia ninguna parte. El uso desmedido del narrador omnisciente, una especie de remedo del Gabo, tiene el fallo de copiar de manera textual los fragmentos de la novela, lo cual evidencia aún más el contrapeso de la calidad entre lo literario y este audiovisual.

“La serie es un intento por versionar algo que le quedó grande y que, a pesar de que se buscó de alguna manera una mímesis, no pasó de eso. Lo que se le pide al arte es que siga siendo arte y que no claudique”.

La mayoría de quienes hemos leído Cien años de soledad creamos a Macondo en nuestra mente a partir de los personajes que conocimos, de los pueblos que habitamos, de los sitios que adoramos u odiamos. Pero este de la serie por momentos se parece demasiado a una escenografía. Solo ya avanzados los capítulos asume la fisonomía de un lugar de verdad. En las primeras entregas nos sentimos en un set de filmación y ese efecto es fatal y va sobre la creación o no de la atmosfera de ficción que requiere una historia como esta. Y es que pudiéramos asumir que cada visión de Macondo es válida, pero respetando un mínimo en el pacto de la verosimilitud, porque si la intención era dejar los contornos de un set para así abrir el diapasón de los públicos a su propia imaginación, eso tampoco fue por un derrotero efectivo. La ficción posee como categoría primigenia por encima del tiempo y del espacio, la propia efectividad del pacto con los consumidores, dígase lectores o público televidente. Las plataformas de streaming tienen además el hándicap de estar situadas en un terreno tan posmoderno como internet y ello las lleva a perder los contornos del consumo. Lo que pudiera estar situado y, por ende, dentro de una articulación categorial en el cine tradicional, aquí se concibe para la navegación desmedida de las redes sociales. Este cambio en el paradigma del consumo y de la creación tiene sus ventajas, pero a la vez erosiona aquello que los públicos no estamos dispuestos a dejar caer y entre esos puntos están los clásicos del mundo moderno anterior a esta era.

“Al final, según dice una parte de la crítica especializada, las personas han buscado la obra para leerla. Quizás ese sea un buen efecto o quizás no, ya que la serie no es capaz en sí misma de cerrar el ciclo de consumo y de ser autosustentable”.

La serie es un intento por versionar algo que le quedó grande y que, a pesar de que se buscó de alguna manera una mímesis, no pasó de eso. Lo que se le pide al arte es que siga siendo arte y que no claudique. Con este material tenemos una propuesta desigual que a ratos ofrece una fotografía de lujo con planos muy poéticos que intentan remedar la metáfora perdida de la novela. Pero todo queda estropeado por el tratamiento de la trama y por el abordaje burdo de la magia y del elemento de lo fantástico, por lo pedestre de la vida cotidiana y por lo maniqueo y simple de las tesis defendidas. Los personajes que pueden ser conductores se pierden en vericuetos que, amén de que estén en la obra literaria, no tributan a la realización de un formato diferente en lo audiovisual. En la versión se nota, paradójicamente, la necesidad de versionar y no de mimetizar, no de imitar ni de copiar. Falta la mano inspirada que se arriesgue y que piense menos en la aceptación de los públicos. Eso que convierte a una propuesta de algo sencillo y pasajero en una serie grandilocuente, impresionante. Pero, lejos de eso, la adaptación es lenta y a ratos cansa, desmotiva y no da deseos de verla.

“Los personajes que pueden ser conductores se pierden en vericuetos que, amén de que estén en la obra literaria, no tributan a la realización de un formato diferente en lo audiovisual”.

Al final, según dice una parte de la crítica especializada, las personas han buscado la obra para leerla. Quizás ese sea un buen efecto o quizás no, ya que la serie no es capaz en sí misma de cerrar el ciclo de consumo y de ser autosustentable. No funciona como una obra de arte en su propio haber, sino que se coloca como un objeto flotante que depende del original para poder respirar. Y ese oxígeno que le llega, a fin de cuentas, es como el de un enfermo terminal. Cuando pase el momento, nadie recordará esta adaptación y se seguirá consumiendo el libro. Vendrá otra serie y venderá sus capítulos en streaming que es lo que a la empresa le interesa. Pero lo trascendental no es eso, sino el logro de algo que posea un cierre autosuficiente y rotundo. Aunque se trate de una versión, la propuesta debió ser capaz de construir esa vitalidad y no esperar a una vida que no le compete ni le pertenece. Es como si estuviéramos delante de un enfermo dándole esperanzas, pero siempre sabiendo que si lo desconectamos muere.

¿Qué podemos esperar de una serie que buscó actores todos cobrizos de piel para hacer las filmaciones?, ¿acaso en el norte de la muy poderosa Netflix no saben que en América somos una mezcla y que desde la época precolombina los antiguos pueblos hablaban de la presencia de hombres de piel blanca, barba y ojos azules en estas tierras?

El racismo también es ese deseo mimético de petrificar a los que vivimos aquí en un estereotipo y una imagen determinada que no tienen que ser esos. Y donde hay esas ideas arcaicas y torpes, persisten también la ignorancia, el mal gusto y el deseo de minimizar al otro. La casa productora no escapó a las visiones simples que se tienen sobre el continente y, al hacer un producto desde su paradigma de posmodernidad, no entendió la necesaria modernidad y premodernidad de los pueblos de América del sur. Eso, aunque parezca un discurso aprendido, es parte de las fallas estéticas y de contenido de la serie y de lo que la lleva a fracasar.

“Cuando pase el momento, nadie recordará esta adaptación y se seguirá consumiendo el libro. Vendrá otra serie y venderá sus capítulos en streaming que es lo que a la empresa le interesa”.

América es mucho más que países llenos de pueblos con conflictos basados en la civilización y la barbarie, porque no somos una tierra repleta de guerras civiles, líderes bárbaros, costumbres irracionales y aislamiento. Si la novela del Gabo refleja eso, posee también la claridad meridiana de una teoría del conocimiento que está en los mitos y que hace de esta herramienta un arma para la investigación y la etnografía de un continente que se niega al silencio. Precisamente la soledad de la que se habla en el libro no es la no presencia física del otro, sino la ausencia de un significado, ese vacío que llevamos llenando como pueblos desde hace siglos y que tiene sus raíces en el proceso traumático de surgimiento de nuestras identidades. América se hace a sí misma y quiere verse diferente a Europa, por ende, se siente sola en sus conflictos y en sus cuestiones existenciales. Y ahí hay que retomar la influencia que tuvieron en el boom las ideas filosóficas de los años sesentas del siglo XX. Sartre, Camus, Heidegger y toda la teoría del ser en el mundo, de la soledad del humano ante la inmensidad de la pregunta por el sentido de la vida. En cierta medida, sin la publicación en la primera mitad de esa centuria del libro Ser y tiempo no hubiéramos tenido décadas después a Cien años de soledad. Esa densidad ontológica tampoco es captada por la serie, que prefiere la caricatura fácil, el sucedáneo y el culebrón.

“Netflix pareciera ser un rey Midas del mercado que todo lo que toca lo conduce a ser un producto vendible. Generan polémicas en torno a las propuestas y, aunque se trate de materiales medianos, venden a partir de las expectativas”.

Netflix pareciera ser un rey Midas del mercado que todo lo que toca lo conduce a ser un producto vendible. Generan polémicas en torno a las propuestas y, aunque se trate de materiales medianos, venden a partir de las expectativas. Eso es lo que debería estar en medio de cada análisis serio sobre todo lo que sale de la casa matriz. Pero esa banalidad del mal, parafraseando a Hanna Arendt, puede ir exterminando los deseos de tocar la gran cultura de manera directa. La papilla que se le entrega a los públicos no solo es mediocre, sino que viene permeada con visiones en el plano de lo filosófico que responden a intereses y no a una hondura intelectual o a la honestidad más elemental. Por ello, no podemos ver en la adaptación en cuestión otra cosa que un conjunto de atentados a la belleza y al contenido de la obra original.

“¿Qué podemos esperar de una serie que buscó actores todos cobrizos de piel para hacer las filmaciones?”.

El libro del Gabo hablaba de una soledad acompañada, de una soledad metafísica, como la que sentía José Arcadio buscando el oro con los imanes gigantescos de Melquiades. No era para nada la cuestión física. Pero quizás para una serie que no fue capaz de captar los matices y que se fue por las aristas más vendibles y burdas, la soledad real, tangible y cruda debería ser el mejor destino. Se sabe que no podemos aspirar a que el mercado pierda su poderío y menos en un mundo regido por la posmodernidad sin contornos como el que vivimos. En ese aspecto, veremos muchas columnas especializadas lanzar elogios a algo que para nada posee tales cualidades. A esta serie hay que compararla quizás con la ciénaga en la cual se perdieron varias veces los personajes de Macondo y que parecía un océano, pero con la profundidad de un charco fangoso y sin gloria. Lamentablemente no podemos tomarla como referencia para conocer el poderío de ese mito vertebrado por García Márquez.

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