El sábado 21 de diciembre del 2024, víctima de un infarto en su corazón, falleció de forma repentina el diseñador Salvador Fernández, figura imprescindible en la escena cubana.
Nacido en La Habana el 10 de noviembre de 1937, realizó su enseñanza general en el Colegio de La Salle e ingresó en la Facultad de Arquitectura en la Universidad, donde cursó tres años de estudios.
Apasionado por el diseño escénico, se vinculó al Conjunto Dramático Nacional, la compañía Teatro Estudio y el Conjunto Folklórico Nacional. Su formación técnica fundamental se debió al curso que en 1962 recibió en La Habana, con los profesores checoslovacos L. Vychodil y L. Porkyñova y a la beca de diseño teatral que, entre 1964 y 1965, lo llevó a Praga y Bratislava, en la antigua República de Checoslovaquia.
A sus primeros trabajos a la escena les siguieron otras de géneros diferentes como La isla de las cotorras, joya del vernáculo; el Ciclo yoruba, congo y abakuá; o las Rumbas y comparsas, expresiones genuinas de lo folklórico y popular, rescatadas del olvido y el desprecio. No sabía yo que instituciones tan prestigiosas como el Conjunto Dramático Nacional, Teatro Estudio y el Conjunto Folklórico Nacional, lo contaban no solo como talentoso creador, sino también como pilar fundador.
Después, desde la pantalla, admiré sus diseños para Cumbite, en el despegue de nuestra cinematografía, y desde las lunetas sus trabajos de escenografía y vestuario para los ballets Espacio y Movimiento (1966), ejemplo de audacia, modernidad y eficacia; El güije (1967), explosión de imaginación y cubanismo; y los de Carmen (1967), obra que continuó su histórica colaboración con Alicia Alonso, iniciada en 1966 con la creación de Mestiza, con coreografía de Lorenzo Monreal, inspirada en la inmortal Cecilia Valdés, de Cirilo Villaverde.
Para nadie fue un secreto que sus diseños para la puesta cubana de Carmen, especialmente su vestuario para la Alonso, modelo de síntesis, funcionalidad y buen gusto, le ganaron al paso del tiempo lugar cimero en la historia del diseño teatral cubano y los elogios de la crítica más exigente en las cuatro esquinas del mundo.
“Lo recuerdo con sus grandes ojos abiertos al máximo, atento a cada palabra o frase del decano de la crítica mundial del ballet, mientras canalizaba sus lógicas tensiones dándole repetidas vueltas a una cajetilla de fósforos”.
Hasta 1968 conocía yo sus diseños, pero no personalmente a su autor. Una tarde de ese mismo año, en la que asistía a una de las sesiones del Seminario de Crítica que el prestigioso crítico inglés Arnold Haskell impartía en la casa de la Cultura Checa, en plena Rampa habanera, encontré por primera vez al admirado artista, desdoblado entonces en formidable traductor.
Lo recuerdo con sus grandes ojos abiertos al máximo, atento a cada palabra o frase del decano de la crítica mundial del ballet, mientras canalizaba sus lógicas tensiones dándole repetidas vueltas a una cajetilla de fósforos. Era evidente para todos su dominio del tema y nunca olvidaré que fue en su voz que oí por vez primera las definiciones teóricas del fenómeno artístico que constituye la escuela cubana de ballet.
Poco después se inició mi vínculo con el Ballet Nacional de Cuba y con ello mi cercanía a Salvador y a toda su obra posterior. Puedo afirmar, sin petulancia pero con justo orgullo, que nada de lo que hizo en la escena desde entonces me ha sido ajeno o lejano.
He sido testigo de los pormenores de su creación de más de un centenar de títulos del más amplio registro estilístico: para el ballet de acción dieciochesco (La fille mal gardée y Dido abandonada); para el Romanticismo (Giselle, Grand pas de quatre, La Péri o Roberto el diablo); para el clasicismo (Coppélia, La Bella Durmiente, Don Quijote) o trascendentales trabajos para una pléyade de coreógrafos contemporáneos, entre los que figuran los cubanos Alberto Alonso (Un retablo para Romeo y Julieta, 1969), Diógenes ante el tonel (1971); Alicia Alonso (Sinfonía de Gottschalk, 1990), Pretextos (1990); Juana, razón y amor (1993), La commedia e… danzata (1995), Tula (1998), Umbral (2000), Diálogo a 4 (2000), Verbun (2004), Nosotros (2012); Alberto Méndez (Nos veremos ayer noche, Margarita, 1971), Tarde en la siesta y El río y el bosque (1973), Canción para la extraña flor (1977), Muñecos y Rara avis (1978), El poema del fuego (1983), La viuda alegre (1986), Mal de ángeles (1994), In the Midlle of the Sunset (1995); Iván Tenorio (Rítmicas, 1973), La casa de Bernarda Alba (1975), La noche de Penélope (1976), La corona sangrienta (1980), Fedra (1984), Hamlet (1982), Los amantes de Verona (1986); Gustavo Herrera (Equinoxio, 1980), Concierto en Mi menor (1977), Los pinos nuevos (1977), Alba (1982), Alfonsina (1987); Ana Leontieva (Mascarada, 1971), Exorcismo (1964); Gladys González (Las Pericas, 1982), Para Gershwin (1988); Marianela Boán, Degas (1990); el ruso Azari Plisetski (Canto vital, 1973), (1978); el puertorriqueño José Parés (Apuntes ibéricos, 1980); el canadiense Brian Macdonald (Remembranza y Prólogo para una tragedia (1978); la chilena Hilda Riveros (La tierra combatiente, 1978), Curva descendente (1980), Pedestal para nadie (1980), El mandarín maravilloso (1982), Vencedor de la muerte (1985), La Infanta (1988); del chipriota Lambros Lambrou (Amaris, 1989); del inglés Frederick Ashton, Los patinadores (2004); del cubano Gonzalo Galguera, Segunda Sinfonía, de Johannes Brahms (2004); el danés Augusto Bournonville, Napoli (2007); del español Ramón Oller, Una rosa, una rosa… (2008) y Habanera suite (2010); del cubano Eduardo Blanco, Aires de tradición (2011) e Idilio (2014); del canadiense Peter Quanz, Le Papillon (2010); de la norteamericana Agnes de Mille, Una rosa para Miss Emily (2010) y del italiano Ugo Dell´Ara, Excelsior (pas de deux, 2015).
“Admirable y también histórico resulta el hecho de que, de las 47 obras incorporadas por la Alonso a su repertorio como intérprete, en el período de 1966 a 1995, un total de 34 de ellas provinieron de la faena creativa de este destacado artista”.
Admirable y también histórico resulta el hecho de que, de las 47 obras incorporadas por la Alonso a su repertorio como intérprete, en el período de 1966 a 1995, un total de 34 de ellas provinieron de la faena creativa de este destacado artista.
En el quehacer de Salvador Fernández hay un rasgo que no debe soslayarse, y es que, en virtud de su amplia cultura general, ha podido abordar con maestría un impresionante espectro temático que abarca desde la herencia folklórica afrohispánica y la mitología grecolatina, hasta un legado dramatúrgico proveniente de Cervantes, Shakespeare, Lorca, Dumas, Merimée, Arthur Miller, José Martí, Nicolás Guillén, Nicolás Dorr o Fina García Marruz.
Y es que Salvador Fernández fue mucho más que el diseñador que conocimos. Él fue un dinámico defensor de la cultura toda, un organizador imprescindible de los Festivales Internacionales de Ballet de La Habana, un colaborador incansable de programas divulgativos y didácticos como Ballet Visión, De la Gran Escena, La danza eterna o la Universidad para todos. ¿Saben que a él se debe la realización de la primera muestra completa en Cuba del cine de Pedro Almodóvar, organizada con febril pasión en la Sala Buñuel del Gran Teatro de La Habana, a principios de la década del noventa del siglo pasado?
“Salvador Fernández (…) ha podido abordar con maestría un impresionante espectro temático que abarca desde la herencia folklórica afrohispánica y la mitología grecolatina, hasta un legado dramatúrgico proveniente de Cervantes, Shakespeare, Lorca, Dumas, Merimée, Arthur Miller, José Martí, Nicolás Guillén, Nicolás Dorr o Fina García Marruz”.
Por más de cinco décadas tuve el privilegio de su compañía y de su estímulo en la hermosa tarea de llevar el arte del ballet a nuevos públicos, en giras con condiciones a veces inimaginables, desde Pinar del Río a Maisí. La vida me concedió el honor de registrar bibliográficamente en mi obra escrita, todo lo creado por él para el ballet cubano, un legado ya fundamental en la historia teatral de la nación.
A otros colegas, especialistas verdaderos en la crítica del arte, les tocará en el futuro definir las muchas facetas de su registro creador, entre ellas su dominio del espacio teatral, convencional o no, su fértil imaginación, su manejo del dibujo como un medio y no como un fin, su uso del color, su poder de síntesis o su don para convertir la tecnología en arte.
En 1758, en la VI de sus “Cartas sobre la Danza y los Ballets”, el bailarín, coreógrafo y teórico francés Jean George Noverre escribió: “En el teatro todo debe estar de acuerdo, todo debe armonizar, y cuando la decoración se haga para los trajes y los trajes para la decoración, el encanto de la presentación será completa”.
Dos siglos y medio después de esa afirmación, podemos agradecerle a Salvador Fernández que esa sabia sentencia haya sido, para satisfacción nuestra, la brújula de todo su quehacer en el inagotable y mágico mundo del teatro.
“(…) podemos agradecerle a Salvador Fernández que esa sabia sentencia haya sido, para satisfacción nuestra, la brújula de todo su quehacer en el inagotable y mágico mundo del teatro”.
Lejos estaba yo de pensar en 1959, cuando con solo 18 años empecé a disfrutar a plenitud la grandeza del teatro, gracias a las posibilidades abiertas por una Revolución, que aquellas otras que tanto nos enriquecerían —y me refiero de manera especial a las del mundo de Brecht, como El alma buena de Se-Chuan, El círculo de tiza caucasiano y La madre— marcarían mis primeros contactos con la obra de Salvador Fernández.
Hasta su retiro del Ballet Nacional de Cuba en el año 2020, su hoja de servicios a la compañía en su doble condición de Subdirector Técnico y diseñador, constituyó una de las páginas más valiosas en la historia de una institución declarada Patrimonio de la Cultura Nacional Cubana.
Con total admiración e infinito cariño te despido, gran artista e inolvidable compañero.