Una noticia ha llenado de tristeza al mundo de la danza: el fallecimiento en la ciudad de Nueva York, el pasado 9 de noviembre, de la afamada bailarina afroamericana Judith Jamison, una figura impar que llevó a los escenarios del mundo un mensaje del gran arte, de lucha contra todo tipo de discriminación y de un incansable batallar porque la danza fuera un puente de amistad y entendimiento entre todos los seres humanos. Así fueron sus nexos con Cuba, con Alicia Alonso y el ballet cubano.

La Jamison había nacido en la ciudad de Filadelfia, el 10 de mayo de 1944, y tuvo su formación artística en la prestigiosa Judimar School y en la Academia de Danza de su ciudad natal. Aunque en 1959, con solamente 15 años de edad, interpretó el difícil personaje de Myrtha, la reina de las willis, en una puesta de Giselle, no valieron su recia presencia escénica ni su solidez técnica para obtener nuevamente un rol destacado dentro del vasto repertorio académico. Los prejuicios raciales se impusieron por primera vez en su carrera, la que pudo continuar gracias a la prestigiosa coreógrafa Agnes de Mille quien, admirada por su talento, la seleccionó para integrar el elenco del ballet Las cuatro Marías, estrenado en Nueva York con gran éxito. En 1965 obtuvo un contrato con el American Ballet Theatre y en 1966-1967 otro, igualmente efímero, con el Harkness Ballet.

No sería hasta su permanencia estable en el Alvin Ailey Dance Theatre —del cual fue miembro fundador desde 1965— que su figura ocuparía el lugar que le correspondía en la escena danzaria norteamericana. Para su musa preferida crearía Ailey, en 1971, Cry, un solo con música de Alice Coltrane-Laura Nyrol y Las voces de Harlem, que le propició el éxito mayor tanto en los Estados Unidos como en las giras y galas internacionales que llevaron su fama por diferentes partes del mundo.

Gracias a su permanencia estable en el Alvin Ailey Dance Theatre, Judith Jamison ocupó el lugar que le correspondía en la escena danzaria norteamericana. Foto: Dance Magazine.

Ese propio año otro afamado creador norteamericano, John Neumeier, director del Ballet de Hamburgo, montó para ella una exitosa versión de La leyenda de José, que estrenaría en Viena con éxito rotundo; y su presencia en comedias musicales, especialmente en Damas Sofisticadas, no dejaron dudas de que era capaz de triunfar en los retos más difíciles. También, como un desagravio a los escollos que había tenido que enfrentar en su carrera, a pesar de poseer tantos méritos, la reconocida Dance Magazine le entregó su consagratorio Premio Anual, en 1972.

Con esa compleja aureola a su alrededor llegó Judith Jamison a Cuba el 28 de octubre de 1978, el mismo día en que el Ballet Nacional de Cuba cumplía sus 30 años de existencia, y a cuyas efemérides estaba dedicado el V Festival Internacional de Ballet, que daba inicio precisamente esa noche. Venía acompañada del afamado empresario de origen húngaro Paul Szilard.

Por entonces no éramos mucho los que en Cuba poseíamos una gran información sobre la Jamison y su compleja carrera artística. Recuerdo que ese día el diseñador Salvador Fernández y yo, tanto por sugerencia de Alicia, ya por entonces Directora General de la Compañía, como por voluntad propia, nos convertimos en sus anfitriones más cercanos. Después de darle la bienvenida, un poco asombrada, la Jamison mostró satisfacción tras comprobar cuánto sabíamos de su trayectoria y de su repertorio.

“Con esa compleja aureola a su alrededor llegó Judith Jamison a Cuba el 28 de octubre de 1978, el mismo día en que el Ballet Nacional de Cuba cumplía sus 30 años de existencia”.

No tenía ella todavía decidido qué bailaría en la única presentación que haría en el Festival al día siguiente, ya que 72 horas después de su arribo debía retornar a Nueva York, donde tenía compromisos impostergables. En las conversaciones que sostuvimos en el patio central de nuestra sede, de la manera más cordial, sin protocolo alguno, le sugerimos un fragmento de Revelations, una obra de Ailey, creada en 1960, considerada una obra maestra, con la cual la Jamison había cosechado un enorme éxito, pero consideró que no sería lo más apropiado para la ocasión.

“Es una obra de conjunto —nos dijo— que alcanza su verdadera plenitud cuando se presenta de forma íntegra, con la participación de todos los solistas y el cuerpo de baile, así lo ha preferido siempre Ailey, su coreógrafo. Pienso que debería bailar Cry. ¿Qué les parece?”. Tanto Salvador como yo quedamos atónitos con esa muestra de confianza que daba a dos personas desconocidas por ella y de inmediato le expresamos nuestro júbilo por esa decisión, ya que ambos sabíamos que ese solo era su triunfo mayor sobre los escenarios.

El encuentro con ella, junto a una mesita de cristal redondo que había en el patio de nuestra sede, resultó impactante, pues era una mujer muy alta, (cinco pies y diez pulgadas de estatura), con extremidades y torso en perfecta proporción, en un cuerpo que culminaba en una bella cabeza, con el cabello sumamente corto y un rostro cuya dulzura tenía como centro emisor tanto su amplia sonrisa como el fulgor que emanaba de sus negros ojos.

“El encuentro con ella (…) resultó impactante, pues era una mujer muy alta, (cinco pies y diez pulgadas de estatura), con extremidades y torso en perfecta proporción”.

Emocionados, le pedimos hacernos una foto juntos, pero rápidamente nos respondió: “No, porque quizás los decepciono y no doy lo que ustedes esperan. Será mejor mañana, después de la función”. Otro asombro se apoderó de nosotros, ante tan grande gesto de humildad.

La noche del 29 de octubre, la amplia sala del Teatro Mella, en la calle Línea entre A y B, en El Vedado, parecía explotar, pues el programa lo integraban obras y figuras de relieve.

Al llegar el momento tan esperado se hizo un total silencio, tanto en la platea como en los dos balcones de ese teatro. Al abrirse la cortina, apareció sobre el escenario, totalmente desprovisto de decorados y utilerías, una figura vestida con un sencillo traje blanco, resaltado de inmediato por el haz de luz que se posó sobre ella. Entonces comenzó el milagro del arte.

“Con movimientos que combinaban el estatismo con rápidos desplazamientos, la bailarina comenzó a entregarnos su desgarrador discurso escénico que, haciendo justicia al nombre de la obra, resultaba una permanente queja, casi un llanto”.

Con movimientos que combinaban el estatismo con rápidos desplazamientos, la bailarina comenzó a entregarnos su desgarrador discurso escénico que, haciendo justicia al nombre de la obra, resultaba una permanente queja, casi un llanto. Sus manos lanzaron al piso una larga porción del traje, que hasta entonces había mantenido invisible entre sus manos y que habría de convertirse en símbolos mutables.

En una ocasión podíamos verlo como el cauce del caudaloso río Mississippi, en otra como los blancos algodonales que crecen en sus riberas, como las lágrimas vertidas durante la esclavitud, o como el sendero de luz y de lucha a transitar para la conquista de los derechos civiles de la población afronorteamericana, tan violados durante más de un siglo. Todo ello dicho de manera exquisita, con total economía de recursos, aunque dejaba pasmada a la audiencia con sus altas y virtuosas extensiones, sus giros, lentos o rápidos y la ductilidad de su espalda para los arqueados más riesgosos. Después de concluir ese “sermón” coreográfico, volvió al estatismo, como una luz que se apagara frente a todos nosotros.

El autor de este trabajo y el diseñador Salvador Fernández junto a la excelsa bailarina Judith Jamison tras su presentación en La Habana en 1978. Foto: Cortesía del autor.

Un pasmoso silencio se adueñó de la sala, hasta que la audiencia estalló en una de las más cálidas y estruendosas ovaciones que yo haya escuchado en toda mi experiencia con el teatro. La Jamison cumplimentó los aplausos del público con incontables saludos de agradecimiento, mientras Salvador y yo la esperábamos detrás de las cortinas para felicitarla y recordarle la foto prometida.” ¿No los defraudé”? —nos preguntó con la modestia de una principiante. Rápidamente, casi corriendo, fue a su camerino y al instante regresó, vestida con un sencillo jean azul, una blusa roja tramada con hilos dorados y unas sandalias de cuero color marrón. Nos abrazamos y el querido diseñador y fotógrafo Frank Álvarez tomó la ansiada foto, que nos atrapó a los tres gozosos y con una amplia y eufórica sonrisa.

Un poco más tarde la acompañamos a una conferencia con los periodistas nacionales y extranjeros acreditados en el Festival. En ella habló de su primer encuentro con Alicia Alonso, poco tiempo después de iniciar sus estudios de ballet en Filadelfia, quien se convirtió en su bailarina preferida, desde que la vio bailar como estrella del Ballet Ruso de Montecarlo; comentó sobre sus luchas por lograr el justo reconocimiento para su arte y de la importancia del arte como un medio de comunicación y entendimiento entre los seres humanos. “Acabo de recibir una de las más grandes ovaciones en toda mi vida artística. Sentí que durante la ejecución y luego en los aplausos, los cubanos me entregaban sus corazones. Yo, con mi baile, solo quise entregarles el mío” —dijo para concluir.

“Un pasmoso silencio se adueñó de la sala, hasta que la audiencia estalló en una de las más cálidas y estruendosas ovaciones que yo haya escuchado en toda mi experiencia”.

La carrera posterior de la Jamison continuó de manera exitosa con su vuelta al American Ballet Theatre y a la Ópera de Viena con el Pas de Duke, coreografiado por Ailey para ella y Mijail Baryshnikov, en 1976; y con sus actuaciones en la versión de El espectro de la rosa, de Maurice Béjart, como estrella invitada del Ballet del Siglo XX. Sus triunfos se extendieron en las múltiples giras por Norteamérica, Europa, Suramérica, Australia y el Cercano y Lejano Oriente, hasta que la rotura del talón de Aquiles de una de sus extraordinarias piernas la obligó a abandonar la escena como intérprete.

En 1980 asumió la posición de codirectora del Alvin Ailey Dance Theatre y la de directora artística (1989-2011) tras la muerte de Ailey. Durante sus dos décadas de liderazgo, logró mantener en alto el prestigio de la Compañía, a la que aportó también su talento como coreógrafa y en los últimos años como directora artística emérita.

“Por su extraordinaria trayectoria artística, Judith Jamison se hizo acreedora de numerosas distinciones, entre ellas el Dance USA Award y el Premio de las Artes del Gobierno del Estado de Nueva York (1998)”.

Por su extraordinaria trayectoria artística, Judith Jamison se hizo acreedora de numerosas distinciones, entre ellas el Dance USA Award y el Premio de las Artes del Gobierno del Estado de Nueva York (1998), el Premio de Honor del Kennedy Center para las Presentaciones Artísticas (1999), la Medalla Nacional de las Artes (2001), el Premio BET Honor, por su contribución como afroamericana; y el Medallón Handel, de la ciudad de Nueva York (2010).

Nunca más la he vuelto a ver, pero conservo la alegría de saber, según me contó Salvador Fernández, que en un encuentro que tuvo con ella durante una gira del Ballet Nacional de Cuba, en el Teatro Albéniz, en Madrid, a una de cuyas funciones asistió, recordaba con mucho amor aquella única función habanera y la anécdota de nuestra foto juntos. La histórica foto permanece colgada desde entonces en una pared de mi oficina, muy cercana a mi buró, como testimonio de una de las más inolvidables experiencias que he tenido con el arte de la danza.