Alejo Carpentier es el intelectual, en el que a través de su versátil preparación, se van a conjugar diversos elementos con los que posteriormente se va a distinguir toda su obra.

Es a través de su familia culta y profesional, que recibe sus primeras influencias. Su padre, Jorge Julián Carpentier era arquitecto y procedía de Francia; su madre, Lina Vamont, ejercía como profesora de idiomas y era de origen ruso.

Desde muy pequeño Alejo se muestra con inclinaciones hacia la música, lo que hace que desde 1917 ingrese en el Instituto de Segunda Enseñanza de La Habana y estudie teoría musical. Esto último le valió de antesala y preparación para una de sus grandes obras, su libro La música en Cuba publicado en México en la década del cuarenta del pasado siglo XX.

Su amor hacia su patria, lo hicieron ser un revolucionario raigal. Se integra al Grupo Minorista en 1923 y forma parte de la Protesta de los Trece. Cuatro años después, firma el Manifiesto Minorista, por lo que es acusado de comunista.

Sus aportes musicales, tendrán como hilo conductor, Cuba. Carpentier analiza y comprende los procesos o períodos por los que ha transitado la música cubana, desde la apropiación que él mismo realizara del ambiente sociocultural que conformó su visión de una realidad permutante.

Demuestra que el siglo XVI cubano, es el que recibirá en su manto aquellas primeras voces e instrumentos cuyo eco vendrá acompañado de melodías, ritmos, y bailes que conformarán la sonoridad criolla como esencia de los géneros cubanos.

Los aportes musicales de Alejo Carpentier tendrán a Cuba como hilo conductor. 

Escasas referencias apuntan que, posterior a 1555, junto con los pífanos y atambores de los soldados provenientes de la península, vinieron también tañedores de laúdes, vihuelas, violas y guitarras de diferentes tipos. De estos instrumentos, la guitarra, no solo se convertiría en el más utilizado por los humildes, sino que, se multiplicaría con el surgimiento de las versiones criollas del tres, el cuatro, el cinco, el seis, el charango y el guitarrón. Estos eran usados según las características del cancionero: villancicos, seguidillas, romances y coplas. Los cancioneros europeos formaron parte del ambiente de la época; lo que provocó que, con el tiempo, se diluyera la música de los aborígenes. Sin embargo, rasgos que distinguieron a nuestro areito han quedado para la posteridad. La alternancia entre guía y respuesta en sus cantos trascenderá al son cubano. De su particular carácter melodioso y rítmico, Bachiller y Morales en su obra Cuba primitiva, se acoge a una frase de Las Casas cuando en defensa de su autenticidad, plantea: “los cantos y bailes de los indios de Cuba eran más suaves, mejor sonantes y más agradables que los de Haití (…)”.[1] Por lo que se entiende que desde fecha tan temprana como lo fue el siglo XVI, ya en la isla se está identificando a la música —aunque de poca elaboración— como un arte cuya sonoridad imbricaba en su haber, confluencias tímbricas y rítmicas que se fueron dando a partir de las diversas cunas heredadas de sus habitantes.

Acentos y timbres comenzaban a matizar el siglo, no así de intérpretes. Miguel Velázquez, hijo de india que pertenecía a la primera generación nacida en la isla,[2] es considerado como el primer músico cubano. En España había aprendido a tañer los órganos y conocía a fondo las reglas del canto llano. Fue el primer maestro de capilla de la catedral de Santiago de Cuba. La profesión de músico excluía, tácitamente, por la escasez de ejecutantes capacitados, la posibilidad de una discriminación racial. Como diría José A. Saco en 1832, con palabras que ya hubieran sido actuales en 1580: “La música goza (…) de la prerrogativa (de mezclar negros y blancos) pues en las orquestas (…) vemos confusamente mezclados a los blancos, pardos y morenos (…)”.[3]

Por esta época alcanza su esplendor el bien polémico Son de la Ma`Teodora, única composición que pueda darnos una idea de lo que era la música popular cubana, a partir de una idiosincrasia sonora nacida desde la espontaneidad y que perdura hasta hoy. La fusión de las coplas de herencia española, junto a los rasgueos de inspiración africana originó el acento criollo a partir de un paulatino proceso de transculturación.

El siglo XVII, aunque muestra etapas y períodos de decadencia, posee una coexistencia de culturas musicales propias de la evolución histórica de la nación. Intentos como los realizados por las catedrales de Santiago de Cuba y La Habana para el desarrollo de la música religiosa, no fructificaron, por lo que prevaleció la música profana. Caracteriza a este siglo la aparición del primer profesor de música que hubiera conocido la población habanera, lo que indica que, la enseñanza y el cultivo de este arte, maduraba mucho antes que otras manifestaciones del espíritu.

Cuba tendría admirables compositores religiosos, intérpretes de partituras serias, y ritmos —que ya pululaban en el ambiente— como la rumba, el tango o la habanera, antes de que en la isla se hubiese escrito una sola novela o publicado un solo periódico. Fueron los siglos XVI y XVII cimientos, encauces y primeras vibraciones de la que se aventuraba a ser la sonoridad cubana.

El siglo XVIII, distinguirá a la música cubana por un exquisito sentido de la elaboración. Es el despertar de la música clásica con el que fuera su primer compositor: Esteban Salas y Castro. Este músico fue el verdadero punto de partida entre la música popular y la culta, con evolución coexistente de ambas. Se le considera iniciador de la práctica de las altas disciplinas de la música. Salas tiene el mérito de haber ofrecido modelos al cubano —en el período de formación de sus gustos—, que explican la persistencia de modalidades de estilo en la producción de compositores del siglo XIX que marcaron el criollismo sonoro de la isla. Fueron sus continuadores Juan París y Antonio Raffelín, este último compositor sirvió de puente entre la música hecha y oída en Cuba y un clasicismo cubano que surgía como tránsito hacia la producción nacionalista de Manuel Saumell. Eran los cimientos de un nacionalismo que ya bullía en el alma de la nación.

En el decursar del siglo XVIII y primeras décadas del XIX, el gusto musical de los criollos blancos y europeos asentados en Cuba, estuvo orientado hacia los géneros europeos. Uno de los que alcanzó mayor difusión fue la tonadilla escénica, de la cual nació el teatro bufo cubano. Estas tonadillas fueron ajustadas al ambiente, tal es el caso de la “tonadilla a tres”, Un gaditano en La Habana. La ópera no se quedó detrás, en diciembre de 1800 la ópera Zémira y azor era muy bien entonada por los habaneros. Se componían también tiranas, boleros y seguidillas para los espíritus frívolos; sonatas y arias, para los buenos aficionados. Mientras la música conquistaba posiciones en las clases privilegiadas, los negros eran vendidos en lotes de instrumentos y muebles. En notas publicadas en el Papel periódico de La Habana, se aprecian anuncios que reflejaban el gusto musical, qué instrumentos estaban en boga y cuáles eran abandonados. La sensibilidad del cubano se refinaba, no se trataba de la existencia de una verdadera cultura; pero la música ya se introducía en las costumbres del pueblo.

La música en Cuba, es una obra clásica que transversaliza todo tipo de estudios que estén relacionados con esta tierra nuestra”. 

El cancionero de la población negra y mulata era practicado en los cabildos, las casas, las calles, los trabajos, las fiestas, o en cualquier lugar donde estuviera presente esa población. Células de origen africano, se fundieron con los géneros musicales europeos más gustados para ser transculturados y dar origen a la música cubana. Este proceso lo encontramos visiblemente en la contradanza, en sus inicios, francesa, que, con el paso del tiempo sellaría sus rasgos cubanos.

Contradanzas, minuets, gavotas, passepied, se escuchaban y tocaban en la casa del amo. Todo el profesionalismo que se concentró en los esclavos de los franceses condujo, años después, al desarrollo del criollismo en cuestiones musicales. Es por ello que, la contradanza francesa se transformó en una forma de caracteres netamente cubanos y se convirtió en el primer género capaz de soportar triunfalmente la prueba de la exportación. El ritmo empleado en su acompañamiento fue el ritmo de tango[4] o ritmo de habanera, los cuales eran bien propicios para el baile. Aproximadamente en unos 50 bailes públicos cotidianos en La Habana —según estimó el cronista Buenaventura Ferrer en 1798—, se bailaba la contradanza[5] y el minuet. En los intermedios el zapateo, el congó, el bolero y la guaracha y cuando la fiesta no era de asistencia muy distinguida se coreaban canciones arrabaleras como El Cachirulo, La Matraca, La cucaracha.

Para fines del siglo XVIII piezas cubanas como La Guabina muestran variedad de influencias andaluzas, extremeñas, francesas o africanas. La romanza sentimental cantada en los salones de París, nos legó la canción como género. Constituye La Bayamesa de Céspedes y Fornaris, el esplendor de canción que mostró la cubanidad de una época.

Marca la primera década del siglo XIX las primeras publicaciones sobre música, tal es el caso del primer periódico musical de Cuba: El Filarmónico Mensual, donde se recogían canciones que habían estado de moda. En esta misma línea se apuntan el Diario del Gobierno de La Habana, La Moda o el también denominado Recreo semanal del bello sexo, así como El Apolo habanero. La demanda de la música era lo bastante regular como para fomentar sociedades, sostener profesores, crear periódicos, y alentar un acelerado comercio.

El baile popular de principios del siglo XIX fue el crisol donde se fundieron, al calor de la invención rítmica del negro, los aires andaluces, los boleros y coplas de la tonadilla escénica y la contradanza francesa, para originar cuerpos nuevos. En ciudades como Santiago de Cuba y Santa Clara surgieron pequeños conjuntos de guitarras y bandolas que interpretaban canciones populares o posiblemente sones.

Si bien Carpentier planteaba que desde el siglo XVI ya se contaba con un acercamiento a la música cubana con el Son de la Ma`Teodora —aunque bien polemizado por Muguersia— es a partir de las primeras dos décadas del siglo XIX, en el que quedará enraizada y consolidada una música de profundo matiz nacional con elementos propiamente cubanos. A este proceso, lo denominó nacionalismo musical cubano. Uno de los representantes de esta etapa, lo es el romántico de la música cubana Nicolás Ruiz Espadero. En sus ocho contradanzas se anuncia un sello nacionalista, sin embargo en las de Manuel Saumell se encuentran ya fijados los perfiles y giros que dieron cuerpo al conjunto de patrones que alimentaría la cubanidad. Es por ello que Saumell será conocido como el Padre del Nacionalismo Musical, pues convirtió la contradanza en el primer género criollo dentro de la música de concierto.

De la contradanza en dos por cuatro se derivaron la habanera, la danza, el danzón, y el danzonete. De la contradanza en seis por ocho nacieron la clave, la criolla y la guajira. Ha quedado este género, como matriz de diversas proyecciones de genuino carácter nacional, las cuales definieron una manera de hacer en la música criolla, una cubanidad que ya se sentía en el ambiente.

Carpentier demuestra que el siglo XVI cubano es el que recibirá en su manto aquellas primeras voces e instrumentos cuyo eco vendrá acompañado de melodías, ritmos, y bailes que conformarán la sonoridad criolla como esencia de los géneros cubanos. 

La más sublime expresión musical del siglo XIX, lo fue Ignacio Cervantes Kawanagh, primer compositor cubano que haya manejado la orquesta con un sentido moderno. Uno de los primeros músicos de América en ver el nacionalismo como resultante de la idiosincrasia. Admirado como patriota y como artista por José Martí al señalar que era “un cubano creador, un cubano fundador”.[6] Otros fueron también los músicos cubanos que ensalzó Martí, específicamente cuando se encontraba en la emigración junto a ellos, nos referimos a la soprano Ana Aguado, al director de bandas Guillermo Tomás, a los profesores Emilio Agramonte y José Marín Varona, así como al notable tenor Emilio Gogorza. Los escenarios neoyorkinos vibraban por la patria liberada.

Diversas especialidades giraban en torno a la idea de la conquista de una nación musical: tal es el caso de la pianista y pedagoga Cecilia Arizti Sobrino, primera mujer cubana en el siglo XIX que escribió música de cámara; del fundador de la crítica musical y de la Gaceta Musical de La Habana Serafín Ramírez Fernández, y de Anselmo López, quien realizó un arduo trabajo en la editora de música.

Elementos constitutivos de la cubanidad comenzaban a recrearse en piezas que iban desde La bayamesa de Perucho Figueredo —hoy Himno Nacional de Cuba— hasta en otras de tipología clásica como lo es La bella cubana de José White, obra más trascendental que pudo ser compuesta por un músico cubano, considerado como uno de los más famosos de su siglo. Casos como el de White también se multiplicaron en Claudio Brindis de Salas, que con su violín recorrió el mundo entero; y el de la familia Jiménez, entre ellos Lico Jiménez que llegó a ser director de un Conservatorio en Alemania y uno de los mejores pianistas de Europa. Laureano Fuentes continuaba el legado de Salas. Cristóbal Martínez Corres se declaraba como el primer cubano que había escrito partituras para la escena lírica con un carácter criollo. Su sucesor, Gaspar Villate, aunque compuso obras absolutamente triviales, su gran éxito lo alcanzó con las óperas. La ópera romántica penetraba en los salones de las Sociedades Filarmónicas de Matanzas, Santiago, Puerto príncipe, Cienfuegos y Villa Clara.

Para 1866 se inauguró en La Habana la Sociedad de Música Clásica y seis años más tarde el maestro Salcedo fundó en Santiago la Sociedad Beethoven. Estas sociedades fueron de las primeras en promover la enseñanza de la música en el país antes de la instauración oficial de los primeros conservatorios.

Músicos foráneos llegaban a la isla para sellar el sonido nacionalista, tal es el caso del holandés Hubert de Blanck, quien además de abrir un conservatorio en 1885, compuso Patria, primera ópera referida a la independencia de Cuba. También tenemos a Carlos Anckerman Riera y más tarde nacido en la isla, su hijo Jorge Anckerman Rafart. Anckerman Riera se destaca por su abundante producción de música religiosa y por sus composiciones de danzas y contradanzas cubanas para piano. Su hijo se le considera el creador del género guajira y, junto a Luis Casas Romero, el creador de la criolla. Juan Casamitjana y Alsina, introduce en la isla el cocoyé, ritmo franco-haitiano que modificó y enriqueció el esquema rítmico que tenía la contradanza criolla y que devino —luego de su tránsito por la contradanza francesa, posteriormente la danza cubana—, en el danzón. Este último género debuta con la pieza Las alturas de Simpson de Miguel Faílde Pérez el 1º de enero de 1879, obra que se dice da nacimiento al género, aunque ya el danzón tenía una larga vida, con piezas creadas años antes.

“Si bien Carpentier planteaba que desde el siglo XVI ya se contaba con un acercamiento a la música cubana (…) es a partir de las primeras dos décadas del siglo XIX, en el que quedará enraizada y consolidada una música de profundo matiz nacional con elementos propiamente cubanos”.

Evolucionan en la etapa, otros géneros populares que identificarán la personalidad del cubano. En esa línea se inscribe Enrique Guerrero, conocido como el Rey de la Guaracha, José (Pepe) Sánchez considerado como el Padre de la trova tradicional cubana y creador del bolero latinoamericano y Manuel Corona con su popularísima Longina. Es también la época de la habanera, cuya máxima expresión la constituyó del compositor y musicólogo Eduardo Sánchez de Fuentes. A ello se suma que de manera insospechada, se localizan los primeros indicios del jazz en el país con la Onward Brass Band, la cual creó un importante punto de contacto entre la música de Nueva Orleans y Cuba. A esta banda pertenecía el habanero Manuel Pérez, quien fue considerado como uno de los más grandes del jazz temprano en el país. Sería este género, aunque no cubano, de los que auguraba tener más larga vida en la isla.

Variedad de formatos integraban la historia musical cubana. En este período nace la primera orquesta típica; La Flor de Cuba, y con posterioridad se impuso el formato de charanga con piano a cargo de Papaíto (Antonio) Torroella. Evoluciones de géneros y formatos, madurez en composiciones e intérpretes, fusiones rítmico-armónicas, moldearán la definitiva música cubana. Es el siglo XIX el más arraigado cimiento musical de la cultura cubana.

Este tipo de recorridos y análisis por la historia musical cubana, constituye uno de los más grandes aportes realizados por Alejo Carpentier. La música en Cuba, es una obra clásica que transversaliza todo tipo de estudios que estén relacionados con esta tierra nuestra.

A 120 años de su nacimiento, Carpentier muestra en su magna obra, la autenticidad y la agudeza que lo distinguieron como un intelectual polifacético.


Notas:

 [1] Antonio Bachiller y Morales: Cuba primitiva. Origen, lenguas, tradiciones e historia de los indios de las Antillas mayores y las lucayas. Segunda edición corregida y aumentada, La Habana, Librería  de Miguel de Villa, 1883.

 [2] Alejo Carpentier: La Música en Cuba. Instituto Cubano del Libro. Editorial Letras Cubanas, 2004, p. 18.

 [3] Ibídem.

 [4] Bachiller y Morales da el nombre de tangos a todas las danzas callejeras de esclavos.

 [5] Ferrer percibe dos clases de contradanzas, la extranjera y la nuestra (caracterizada por nuestro ritmo), sin advertir que la segunda es hija de la primera. En menos de veinte años, la contradanza cubana había devorado a su progenitora.

 [6] Alejo Carpentier: La Música en Cuba. Instituto Cubano del Libro. Editorial Letras Cubanas, 2004.