Celebrar la Cubanía: una mirada de vuelta

Dilbert Reyes Rodríguez
25/10/2017

Demasiado rápido —para ser la cubanía una condición diaria y no un vestido de ocasión— se descolgaron las guirnaldas de la fiesta bayamesa que este año la celebró por vigésimo tercera vez.

Esa fue la impresión de algunos trasnochados que amanecieron el sábado 21 de octubre, sobrevivientes del concierto final en la Plaza de la Revolución. Entonces, se hizo difícil procurarse temprano un café en uno de esos sitios preciosos y estatales que la ciudad de Bayamo regala al visitante, y con los cuales exalta su valía de anfitrión.


“El sábado 21 de octubre, sobrevivientes del concierto final en la Plaza de la Revolución”.
Foto: Armando Ernesto Contreras Tamayo

 

Claro que al instante apareció el nativo en auxilio de su casa, explicando que era solo por “tomar un diez”, por alistarse para la fiesta de la noche, porque era sábado y los sábados se celebran, y se cierran las calles, y todos los comercios abren, y que la cubanía no se acabó el día 20…

“En la cuadra siguiente del paseo, a mano derecha, hay una cafetería particular, con café; pero si lo quieren estatal, sentados y bien servidos, vayan al Café Serrano, recién inaugurado, para que vean…”

Un capuchino, dos expresos y otro con crema sirvieron al grupo para brindar por la fiesta, que había quedado bien, mucho mejor que otras veces… y cambiaron de tema.

Sin embargo, la Fiesta de la Cubanía necesita detenerse en ella misma por un instante más, para observarse.

Da gusto verla ahora y recordarla una década atrás. Hay un salto visible enfocado en colocarla donde va, a la altura de lo que representa la palabra cubanía; porque no debía haber fiesta mayor por la cultura nacional que la realizada aquí, año tras año, en su cuna.

Muchos calendarios pasaron, no sé si por humildad o por pereza, en que la Fiesta de la Cubanía caminaba con pasos de zombi, y solo acontecía en las salas de museos con 20 sillas en que menos de 10 personas se escuchaban el debate sobre un asunto específico, de historia casi siempre, tan específico a veces que en el anuncio del tema ya reducía sus posibilidades de convocatoria.

Hoy se acerca más, por fin, a ese concepto de fiesta que propugna variedad, y ofrece para escoger desde lo más popular hasta un espacio teórico de interés exclusivo para los versados; en los cuales la presencia de la gente que acude es la señal evidente de que se anda por mejor camino.

Con la edición 23, recién concluida, pudo constatarse otro paso en el crecimiento que hace poco tiempo viene sucediendo con la Fiesta, también como consecuencia de esa vitalidad de ciudad rescatada en lo hermoso, lo limpio, pródiga en instalaciones nuevas que dieron nuevos espacios al fomento cultural…

Este aspecto, por ejemplo, fue un buen saldo del capítulo cercano: abrió como nueva la Casa de la Nacionalidad Cubana, estrenó el Museo de Cera una imagen distinta —incluida la develación de la estatua de Sara González—, se inauguró un patio para presentaciones y peñas literarias, una galería virtual flamante con estudio para audiovisuales, sala de navegación y un patio-café que es desde ya un sitio espléndido para la creación y la promoción…

El programa en sí, con casi 300 actividades previstas, anunció un sabor distinto, y es cierto que en las céntricas calles que fueron escenarios principales —el paseo completo y todas las aledañas a la Plaza de la Revolución—, la gente asistió y participó: un órgano oriental, una exposición de arte, las estatuas vivientes cada 50 metros, un espectáculo infantil, un libro nuevo, un concierto de Raúl Paz, Polito Ibáñez, Juego de Manos, Isaac Delgado, el Septeto Santiaguero…

Sin embargo, no pudo la Cubanía desprenderse de todo padecimiento, pues ya parece crónico, por ejemplo, que ocurran actividades de alto vuelo en que las sillas vacías sean la nota más notoria, sobre todo en aquellas que suceden puertas adentro de las instituciones.

Pudiéramos pensar que es asunto de la promoción, de la divulgación, de que haya a mano en cada esquina una cartelera de lo que pasará hoy, y mañana, y que la gente no se entera de todo porque son muchas cosas las que pasan y se priorizan unas sobre otras.

Como sea, creo que es necesario pensar mejor y poner más intención en el propósito de llenar los palcos, y que no haya un concierto de Lynn Milanés, dedicado a Sindo Garay, en que el espacio mediano del teatro 10 de octubre no se cope, al menos, con la pléyade de trovadores que radican o vinieron hasta aquí; o una conferencia magistral de la Premio Nacional Fátima Patterson no encuentre un público numeroso, cuando en esta ciudad hay unos cuantos colectivos teatrales en crecimiento, y hasta una escuela de arte cuyos alumnos y maestros deberían recibir la oportunidad como un regalo.

Otra cosa es el error de previsión, o el cálculo ingenuo de una programación que puso a un grupo poco conocido de Niquero, a tocar en el Bayam, el cabaret techado más grande del país, con el saldo triste de que una sola persona no asistiera al lugar —por demás, alejado del centro principal de actividades—; mientras el Septeto Santiaguero reducía sus presentaciones a un pequeño parque triangular dedicado al son cubano.

Hubo otras compensaciones, es verdad, y que fueron sorpresas bien recibidas, como las salas llenas que propiciaron con sus juicios personalidades de la talla del doctor Eduardo Torres Cuevas, quien trajo al cubanísimo José Antonio Saco en todo su esplendor de hombre y pensador; o Pedro Pablo Rodríguez, que habló de Martí como si fuera su amigo, testigo personal de la obra fecunda, y lo entregó al auditorio en la misma condición.

Que el localismo no nos lleve a la ceguera de pensar que podemos hacer tanto, y convocar igual, que si asisten personalidades y artistas de renombre. Lo demostró esta edición, en que todas las manifestaciones culturales tuvieron momentos de prominencia nacional, porque los invitados lo eran.

El Teatrón fue un gran espacio de humor porque hubo muy buenos exponentes del género en la Isla, y la música se dio un gustazo con los nombres que asistieron, y la sangre negra vibró en la fuerza de Rumbatá y el Conjunto Folclórico Nacional, y colgó en las galerías el arte alto de Kamil y Nelson Domínguez…

La propia recordación del 20 de octubre, día del tributo al nacimiento del canto patrio, fue distinta en lo profundo. Bien repartida la escena, vibrantes declamaciones en las voces de Corina o Alden Knight, danzas que conmovían, canciones que volaron a la altura de La Bayamesa en sus dos autorías, cantadas ambas por el timbre prodigioso de Mundito González, el Himno de Bayamo entonado al final, por el pueblo de pie, alto y fuerte, en un coro quebrado de emociones que terminaron aplaudiéndose.

Habría sido el final perfecto —de no ser por un número de más, descolocado— para aquella conmemoración honda y sanguínea, que sacudió la raíz de lo cubano hasta la piel, justo en la propia plaza de adoquines en que vio luz la nación.

Que sea ese, el de la emoción, el camino a seguir para que la Cubanía siga asistiendo a una fiesta cierta, crecida en convocatoria y magnitud; donde no falte la previsión que organiza, claro, pero tampoco la sensibilidad que conmueve, porque lo cubano es más que todo un sentimiento, y celebrarlo así. Sinceramente, implica transgredir las apariencias.